– ¿Qué sacas tú de todo esto?
Estoy seguro de que Félix Apraiz ignora la profundidad de su pregunta, de modo que mi respuesta es de lo más trivial y, sin duda, esperada por éclass="underline"
– A Getxo le debemos algo, ¿no crees? Un asesino respira nuestro mismo aire. Alguien, en el futuro, leerá una larga lista de nombres de sospechosos, incluido el mío. Cuantos más años transcurran, más difícil será conocer la verdad, el nombre de quien mató utilizando la tortura.
En la expresión de Félix Apraiz alumbra cierta sorpresa, que pronto se diluye.
– Sí, claro, aquellas cadenas en sus cuellos y la marea para arriba y ahogando al que estaba más abajo y el otro sin poder hacer nada y a punto de entrar en el mismo saco… Te juro que no me importa que me traigas todo esto, contigo puedo verlo sin miedo. Pero no esperes que te diga «yo he sido». Nadie te lo dirá. Y menos, el asesino. Así que todos estamos iguales.
– Eres el primero que sacas el asunto de he sido o no he sido.
– Se me hace raro hablar de aquel tiempo en que uno moría de ciento en viento por mano de otro -dice sombríamente-. Enseguida vino la guerra con su montón de muertos y todos olvidamos al Altube. ¡Es que era un solo muerto! Ahora vienes tú a remover todo aquello porque, sí, había que hacerlo algún día. Nosotros no somos como ellos, a nosotros nos duelen los muertos. ¡Si tú supieras lo que yo he visto en seis años fuera de casa! La gente caía al suelo de hambre y los dejaban morir. Miles y miles. Allí no había necesidad de fusilarlos como en las cárceles… Bien, bien, Samuel Esparta, por traernos lo que debe ser, por poner en Getxo a ese único muerto.
Me otorga, sin pedírselo, un permiso de intervención, que agradezco sinceramente. Siento algo así como si el mundo de Getxo hubiera acudido a mi oficina para encargarme el caso. ¡Mi primer cliente!
Mientras observo con interés a Félix Apraiz, pienso que Hammett y Chandler fueron contratados por algún cliente que resultó ser el asesino.
– ¿Recuerdas quién te trajo la noticia?
– La mujer, al regreso del reparto. Yo estaba sentado bajo la parra y ella viene y me dice: «Han matado en la playa a un gemelo Altube y puede que también al otro». Yo le dije que por qué hablaba tan bajo y ella: «Porque los han matado en tu hierro de la peña». Serían las once de la mañana y en ese momento no me faltaron ganas de darme de puñadas en la frente por no haber arrancado aquel hierro que tantos disgustos me había costado precisamente con aquellos zascandiles.
Queda suspenso. Sólo instantes después me mira como excusándose, y aprovecho para preguntarle:
– ¿De quién sospechaste?, ¿te vino algún nombre a la cabeza?
– ¿Sospechar? De todos y de ninguno. Eran muy jodidos, había muchos que se la tenían guardada.
– Sí, pero en estos casos hay un nombre que suena más.
Mueve la cabeza.
– No, eran muy jodidos para todos. A cualquiera se le pudieron hinchar los cojones.
Lo que, de pronto, empieza como un destello, en décimas de segundo adquiere un gran fulgor.
– Creo que aquella noche saliste de casa porque no podías conciliar el sueño, ¿recuerdas?
Reacciona en dos tiempos: primero, carraspea, y luego ríe en silencio.
– ¿Cómo te voy a decir que no si es verdad?
¿Qué significa que acepte sin reservas este hecho tan comprometedor?, ¿que no tema ser señalado como el criminal porque, sencillamente, no lo es?, ¿o quiera ofrecer una falsa imagen de inocencia que desvíe toda sospecha? Por otra parte, ¿no es extraño que un hecho tan banal como una noche de insomnio sea tan inequívocamente recordada por ambos al cabo de diez años? Aunque lo más asombroso es la naturalidad con que ella lo ha extraído del pasado y él lo ha confirmado. Sin embargo, esta unanimidad no los hace, por fuerza, idénticos en intenciones: el frasco ha sido destapado por ella, bien por pura simpleza o para dirigir las sospechas sobre su marido (sus razones no hacen al caso) y si es así, ¿por qué ha tardado tanto? En cuanto a él, sería un triste juguete de las circunstancias.
– Tuviste ocasión de matar al gemelo -le lanzo.
– Así parece. -Se encoge de hombros.
– ¿Salió este dato en la investigación?
– No me lo preguntaron.
– ¿Qué coño de investigación fue aquélla, que no se metió debidamente con el principal sospechoso?
– Tiene cojones que esos gemelos aún me sigan haciendo la puñeta después del muerto y del susto.
– Al que ha quedado vivo han intentado liquidarlo en dos ocasiones más. ¿Lo sabías?
– ¿Te lo ha contado él? No le creas. A ninguno de los dos no se les podía ni creer que la luna sale de noche.
– Tú no les habrías atado a tu argolla, les habrías matado de otra manera, porque no eres tonto. Y otro que tampoco es tonto los ató allí para echarte la mierda encima… ¿Nunca te preguntó la mujer qué hiciste aquella noche?
– No.
– Mal asunto. No presumo de adivino, pero sospecho que si no te preguntó es porque temió que le contestaras que…
– … yo les puse en aquel cepo.
– Ojalá te lo hubiera preguntado.
– No era la primera vez que yo salía de noche a tomar el fresco y ver si me entraba el sueño, y nunca me preguntó adónde iba y qué había hecho: de noche no se pueden hacer muchas cosas.
– Precisamente, ella sabía que aquella noche sí se podía hacer alguna cosa. Y, como lo sabía, le dio miedo preguntártelo. Por eso no lo hizo.
Félix Apraiz queda en silencio casi un minuto, supongo que dándole vueltas a todo ello. Luego espera que conteste con un firme no a su temblorosa pregunta:
– ¿Entonces… ella… me cree… un carnicero?
– No te preocupes. Sólo duda y prefiere no saberlo. Por eso no te hace la pregunta.
Se pone en pie de golpe y parece más alto que al principio.
– Mira, Sancho Bordaberri, Samuel Esparta o como demonio te llames: ese guirigay con el que me quieres revolver está bien para tu novela, pero yo me llamo Félix Apraiz y mi mujer se llama Elixane Garro y somos de Getxo y no llevamos diez años mirándonos de reojo. Yo te diré, listo de los cojones, por qué Elixane no me lo ha preguntado: porque es una vasca muy respetuosa con el marido que se culpa de haber inventado la maldita argolla bien cementada en la peña sin la que no habría muerto nadie. ¡Y Elixane Garro Bengoa no me ha recordado en diez años aquella noche!
8
Sí, en el cristal de esta puerta falta algo. ¿Lo he comentado ya con ella? Es la propia Koldobike la que abre desde dentro para que salga una anciana que se despide con un agur temeroso.
– Se lleva uno de texto, El niño bien educado, para su nieto.
– Hola, muñeca.
Lo pronuncio con la naturalidad con que se extrae una espina de ballena de la garganta.
– Hola, jefe.
Es maravillosa. No hay complicidad en la mirada que no ha buscado mis ojos. La librería casi ha vuelto a su ser, de nuevo los libros en sus estanterías y los de texto apilados a un lado en la entrada. Koldobike ha hecho un buen trabajo desde ayer, más meritorio por la dificultad añadida de esa falda corsé que la obliga a moverse como una oruga liberándose de su capullo. Pudo limitarse a devolver los libros a las estanterías simplemente con prisa, pero los veo tan ordenados por temas o autores como estaban antes de la visita… Eh, aquí hay un fallo, en la Sección, un hueco; mis dedos se hunden en él.
– No hace ni diez minutos que acabo de sacar dos ejemplares. A poco te chocas en la puerta con el cliente -oigo a mi espalda a Koldobike-. Una de Hammett y otra de Cain.
Siento algo en mi estómago.
– No se había vendido ninguno de la Sección en ocho meses -comento-, y ahora, a poco de estrenarme como investigador… ¿Quién era?
– ¿No está él?, me preguntó. Se acababa de enterar de que el librero de Algorta anda haciendo preguntas raras por ahí. Eso me dijo: preguntas raras. Y me dijo que trabaja en un plano de Getxo, un plano como nunca se ha hecho, un plano de pasos, todas nuestras distancias medidas en pasos. Y que ahora le ha tocado a la playa, que la recorre arriba y abajo apuntando el número de pasos que da.