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– Tienes negocios con el gemelo vivo, y seguramente ya los tenías con los dos antes de junio de 1935… -digo.

¿Por qué tarda tanto en responder? Gruñe una sola palabra:

– Algas.

Cierra su paraguas con brusquedad y lanza un largo resoplido.

– Oí, no hace mucho, algo sobre algas -digo, recordando a Eladio Altube.

Luciano se ha recompuesto y empieza por atacarme levantando la punta de su paraguas para señalar el mío.

– Ciérralo, ya no llueve. Y basta de interrogatorio…, aunque no me molesta, tu deber es sospechar de todos. Tanto tú como yo estamos en situación parecida: los dos ignoramos si el otro es el asesino (te tengo en la lista negra, qué te crees), en cambio, cada uno sabe lo que es él… La playa, y en ella dos hombres muy especiales están viviendo una escena teniendo enfrente la peña en la que, hace diez años, un par de gemelos lucharon por su vida…

– La peña -digo-. ¿La puedes señalar?

Lo hace, empleando de nuevo la punta de su paraguas y diciendo:

– Soy de Getxo… Aunque muchos me habéis desterrado. No me quita el sueño… ¿O es un honor?… Así que dos hombres en una playa… Escribiré esta escena como primer ejercicio. Escribiré. Aún no he visto lo que tú llevas escrito de nuestra novela. No te apartes mucho de mí.

Mientras se aleja, le veo sacar un cuaderno de un bolsillo de su chaqueta y una estilográfica del bolsillo alto. Se sienta en una piedra solitaria, coloca el cuaderno sobre sus rodillas, levanta la cabeza y me mira, perdido. Lo abandono a su suerte y camino hacia la peña.

No sé a qué he bajado a la playa. Bueno, a recoger el hilo. ¿Y si este tipo es el hilo? Lo tengo a mi espalda, bastante lejos, y escribe.

¿Qué edad alcanzan las gaviotas? Las que planean sobre mi cabeza quizá podrían contarme lo que vieron aquella noche. Pero ¿cómo ver de noche? O lo que oyeron. En las novelas de crímenes, la misma revelación se, desea de perros y gatos testigos, y, sobre todo, de loros. Y nunca se puede contar con ellos. Mis gaviotas sobrevuelan ahora la peña de modo persistente; no vuelan en largos recorridos, según acostumbran; es como si quisieran fijar mi atención en un punto, ése, enviándome que en la peña está la clave. O es que, simplemente, el mal tiempo las empuja a tierra.

En mi regreso rebaso al tipo sentado y con la pluma quieta, y, al alcanzar el madero con la piedra encima, descubro a alguien a lo lejos, que se acerca. Es uno de los esmirriados Etxe, Lucio, que vendrá en busca de su segundo tesoro de hoy. Se cubre con un viejo gabán que la mojadura ha convertido en casi negro… Hola, hola, y las insoslayables opiniones sobre el tiempo.

– ¡Eh! -oigo. Es Luciano. ¿Qué hago con él? Corre hacia nosotros agitando al aire su cuaderno. Segundos después tengo en mi mano su esfuerzo-. Léelo. Ahora.

Lucio Etxe nos mira estupefacto. Me retiro unos pasos y abro el cuaderno. Advierto que Etxe no nos mira a los dos sino sólo al tipo.

Leo. Con curiosidad, ¿por qué negarlo?:

Ni siquiera la luz del sol riela el encuentro entre los dos hombres, sino los negros presagios de una lluvia que los cubre con espesa cortina. ¿Qué quieren el uno del otro estos dos hombres? Ambos son de Guecho, pero ¡qué distantes se encuentran sus almas! Uno de ellos, que es librero, se agita en el fango de ideologías esteparias aplastadas por una guerra que glorificarán los siglos venideros. Al otro se le adivina, por su apostura varonil, que milita en el ejército de la verdad. El primero parece recuperable.

Están en una playa porque allí, años ha, fue muerto un ser humano, y esos dos hombres quieren hallar y reducir al culpable. Puesto en éstas, en tan comprometida situación, empiezo un capítulo al azar (la emoción es tan grande que apenas acierto a arrostrar esta prueba que debo superar). Y allí, en cualquier futura página posible, una revelación: he descubierto que la vida es posible sin poesía.

Esto es lo que consigo extraer de un texto emborronado de tachaduras.

– ¿Qué tal? -Su expresión es lastimera.

Me invade la piedad que ha de existir entre escritores cuando se trata de emitir un veredicto a un colega. Pero mi atención se desvía hacia los ojos muy abiertos de Lucio Etxe clavados sin pestañear en el tipo…, como si también hubiera leído el cuaderno. De pronto, siento su mano tirando de la manga de mi gabardina. Me arrastra unos metros y me mete en el oído:

– Es la cara que vi en la oscuridad aquella noche.

11

Un plan laberíntico

El primero en abandonar la playa ha sido Lucio Etxe con su tablón a cuestas: más de dos metros de largo y no menos de cincuenta kilos hendiendo su hombro izquierdo. Marcha sin aparente esfuerzo, sus pisadas son firmes e idénticas contra la arena. ¿Cómo lo consigue un escuchimizado como él?, ¿cómo lo consiguen muchos que levantan de la playa joyas semejantes? Es la simple necesidad, acuciada en esta posguerra.

Me dijo: «Es un mal hombre, nos lo ha demostrado en los últimos tiempos. No aguanto tenerlo cerca. Agur. Y tú márchate también». Le pregunté si estaba seguro de que la cara del tipo era la que vio la noche del crimen, y me contestó con una seguridad escalofriante que sí. «¿Y hasta hoy no la has reconocido, no has vuelto a toparte con ella? ¡Han transcurrido diez años!» Tuvo un sorprendente ramalazo de cólera: «¡Se marchó de aquí para preparar la guerra, y cuando regresó nunca lo he tenido tan cerca como hoy!». Quedó agotado y desistí de más preguntas.

Este intercambio de frases tuvo lugar a pocos metros de la playa, junto a las ruinas del viejo castillo, con Lucio Etxe a punto de emprender la subida del monte hacia la Galea. Yo tomé la carretera que me llevaría al alto de Cuatro Caminos y a la vieja herrería del difunto Antimo Zalla, que ahora regenta su hijo Tomasón.

El de la camisa azul me sigue a cincuenta metros, como acabamos de pactar. Pretendió pegarse a mí, vivir conmigo las próximas investigaciones y someter a mi juicio las hojas del cuaderno que redacte al término de cada jornada. No le desanimó mi primer veredicto: «Quizá sea bueno como poesía. Yo escribía así antes». Fue lo menos ofensivo que se me ocurrió. El tipo puso mala cara: «Sólo he tocado la piel de la realidad, pero me meteré hasta sus cojones…, gracias a ti. Me refiero a que seré tu sombra».

– Allá tú -me encogí de hombros.

– ¿Qué te crees? ¡Yo también quiero novelar para llegar a las masas!

– ¡Pues búscate un tema! -Aunque era imposible olvidar que poseía el privilegio de la fuerza, se replegó sobre sí mismo. Me puse en su lugar, recordando mi reciente pasado, y de nuevo le compadecí-. Al menos, trabaja por tu cuenta en este crimen. Escribe lo que ocurra delante de tus narices. La creación es un acto solitario.

– ¿Me hablas de escribir y aún no he visto una sola página de tu novela? ¿En qué momento del día escribes?, ¿o de la noche, y por eso no lo veo? Ni siquiera llevas un cuaderno para anotar cada jodido momento en el mismo momento. ¿Cómo lo haces, coño, cómo lo haces?

Lo tuve desmembrado a mis pies.

Ahora vamos los dos carretera arriba -él, a cincuenta metros por detrás- hacia mi próximo destino: la herrería de Tomasón Zalla. La visita es obligada: Tomasón ayudó a su padre Antimo en el aserramiento de las cadenas que fijaban a los gemelos a la peña de Félix Apraiz. Lucio Etxe y él fueron los grandes protagonistas aún vivos de aquella noche, de los que más revelaciones puedo esperar.