– Me parece que estás muy mal -afirma Koldobike moviendo la cabeza-. Y la culpa es de la paliza. Voy a despejar el sofá que tenemos en el cuartito para que te tumbes como Dios manda hasta que anochezca y tu hermana encienda velas en casa… ¿Dónde te duele?
– En el costado de babor.
– También traeré linimento de friegas. Ahora, mejor si te callas.
– No me tocaron las cuerdas vocales… Félix Apraiz: aunque en su peña se cometió el crimen, ¿quién le cree más sospechoso por ello? Es un nuevo hecho el que le convierte en más sospechoso que otros: el matrimonio no ha olvidado la noche fatídica. ¡Han transcurrido diez años y ambos la siguen recordando punto por punto! ¿Por qué? Félix Apraiz padecía insomnio y salió al campo a recuperar el sueño. Ocurría muchas veces. Pero aquella noche parece que fue distinta, porque un hombre había sido muerto en la playa. Tanto ella como él me confesaron que fue el crimen lo que hizo inolvidable la noche, pues Elixane Garro pensó que su marido «tuvo ocasión de matar», zozobra que al parecer aún no ha desterrado. En cuanto a Félix Apraiz, confiesa que este mal pensamiento de su Elixane también le atormenta desde entonces. Pero quizás obtengamos la verdad con un leve cambio: si el marido, en vez de ser sólo sospechoso, adquiriera la categoría de culpable. Entonces, a la zozobra de diez años había que llamarla culpabilidad pesando dolorosamente sobre la pareja.
– También a tu lengua le convendría un descanso -dice, mientras me empuja al sofá.
– ¿Y qué me dices de los herreros? ¡Buena pareja el padre y el hijo! Aunque Tomasón no debe haberse roto mucho su cabeza para soltarme la historia que su padre Antimo contó en 1935 a la policía y al pueblo. Corrieron a la playa…, ¿qué otra cosa podían hacer? Aserraron el collarín de Eladio…, ¿qué otra cosa podían hacer? Etxe no sólo los había llamado sino que los veía aserrar. Quizá pudieron salvar a Leonardo, aunque tenía la cabeza bajo el agua. Quizá, premeditadamente, dilataron el tiempo (ocho lentas pasadas de sierra en vez de las cuatro necesarias; ¿cómo iba a advertirlo el ignorante Etxe?). Si bien resultaría peligroso alargar demasiado el tiempo, y la cadena, al fin, hubo de acabar seccionada. ¡Los eslabones no hablan! Pudo tratarse de la segunda salida aquella noche de Antimo Zalla y de su hijo; al menos, del padre. De modo que Lucio Etxe no lo habría sacado de la cama sino del chorro del grifo refrescando su cogote, pues matar debe de producir mucho sudor. ¿Y el hijo? Habla el padre y chitón. Sería colaborador.
– ¿Y crees que no se te da el soñar despierto? -dice Koldobike, alejándose para atender a un cliente que luego se marcha sin comprar nada.
Koldobike ha salido echando la llave y dejándome encerrado para que nadie me moleste. Lo primero que hago es cambiar de postura. Me levanto y parece que los huesos recuperan su responsabilidad. Les ayudo echando a andar. Mis pasos miden por tres veces el largo-de la librería, desfilando otras tantas ante la sagrada Sección. ¿Les bastaría a ellos con los datos que ya poseo?
Me siento ante la mesita roja de Koldobike cediendo a la protesta de mi esqueleto. Dicen que los golpes duelen más con el tiempo.
Una figura acaba de recortarse al otro lado del cristal de la puerta. No presiona el picaporte, no golpea con los nudillos y no hay duda de que me ha visto. Se limita a estar ahí, a que yo le vea; es decir, me está permitiendo tomar, sin presiones, una decisión. Por su estatura y su boina creo que es don Manuel, el maestro. Si le falta algún libro para la escuela ha venido en mal momento. No tengo más remedio que abrirle.
– Hola, don Manuel.
– ¿Qué hay, Sancho? Antes he visto a Koldobike por la calle y así puedo…, esa chica va un poca rara, ¿no?…, puedo hablarte a solas.
– ¿A solas? -Don Manuel es alto y más bien flaco. Sus alumnos le llamábamos Lapicero. Me dio clase desde los siete a los catorce años, y le recuerdo con más carne que hoy; será cosa de la guerra. Un hombre, si es maestro, nunca podrá presumir de digno y justo si antes no ha merecido estas calificaciones de sus alumnos. Don Manuel las mereció-. ¿Quiere sentarse?
No quiere. Me pasa el brazo por los hombros, en uno de sus viejos gestos fraternales, y me lleva junto al biombo. Tampoco aquí se sienta.
– ¿Cómo están ama y la hermana?
– Bien. ¿Y usted?
Se limita a toser.
– Me llega que estás sacando del olvido el asunto de los gemelos Altube. Me costó creerlo: tú, un civil sin lazos de sangre con ellos ni, posiblemente, de amistad… No, no te critico, sólo estoy asombrado. No me parece mal. Al contrario… Vivimos malos tiempos, unos de los peores para nuestro pueblo. Nos humillan, nos matan, persiguen nuestra lengua; es un milagro que no hayan sido ellos los interesados en buscar al asesino de ese hijo de Roque Altube. No es suficiente la terrible saturación de muertos, pues ahora se trata de un muerto diferente, no sólo un hijo de Roque Altube Uribe Gaztañerrota sino un asesinado en un Getxo aún sin guerra, sin invasión franquista… ¿Sabes adónde quiero ir a parar?… ¡Lo mató alguien de entre nosotros! ¿Quién? Se supone que otro vasco. Y aquí está el peligro: no pudo ser un vasco…, si bien en Getxo la inmensa mayoría lo somos. Pero también los hay de fuera, no vascos. Y hubo de ser uno de éstos. Porque, Sancho, los vascos no somos de matar, y menos de ese modo.
Es una cuestión que me queda lejos, pero la expresión del hombre que tengo delante está casi desencajada. Me atrevo a indicarle:
– Por un simple cálculo aritmético, las probabilidades de que…
Me corta:
– Aquí no cabe la ciencia sino el sentimiento de lo que somos.
– Según usted, deberé sospechar sólo de gente sin sangre vasca-Don Manuel ha avanzado demasiado y creo que así lo entiende. En su mano aparece un pañuelo blanco, se suena en seco y lo devuelve muy despacio al bolsillo de su pantalón.
– Me asombra que ellos no se te hayan adelantado -dice-, disponiendo de esta gran oportunidad. Ahí es nada:
¡vascos matándose entre sí! Por suerte, tú pondrás las cosas en su sitio. -Hace una pausa para mirarme a través de un parpadeo-. ¿Por qué?… Sí, eso exactamente: ¿por qué?… Supongo que no por sustraerles el placer de embarrarnos.
Si he tenido que confesar a otros mis razones, ¿por qué no a quien mejor las entenderá, por haber sido mi maestro de literatura?
– Estoy escribiendo la novela de este caso criminal.
Tarda en exclamar: «¿Escribiendo?», para añadir:
– Sí, claro, lo recuerdo, sacabas muy buenas notas en redacción, se te daba bien. Tenías buen gusto, buena letra. En tus resúmenes de lecturas tenías ideas, te ponía buenas notas.
– Son ideas, precisamente, las que me faltan.
Nunca le molestó que le llevásemos la contraria. Su cerebro trabaja bien, porque me dice:
– Acatar la dictadura de la realidad. Es decir, escribirla… ¡Ah!, recuerdo que ya escribías antes. Novelas de misterio. ¿Qué ha sido de ellas? Me pasaste a leer una. -Su expresión se agrieta-. ¡Dios mío! ¿Soy yo el culpable de…? Le di una puntuación muy baja. Hablé contigo y no dulcifiqué mi opinión. Algo he leído de novela de aventuras, policiaca… o como se denominen. La tuya me aburrió. Esperé nuevas visitas del antiguo alumno con nuevos originales, pero no volviste más. Luego supe que seguías escribiendo, por suerte para ti. Quizá no fui justo.
– Sí que lo fue. Tengo escritas dieciséis novelas, todas devueltas por las editoriales. Todas.
– Ha de ser duro. Lo siento. -Estoy seguro de que no se le ha pasado por alto el aspecto de mi rostro, pero sólo ahora me lo toca levemente con dos dedos. Me pregunto si este roce de pieles se produjo alguna vez en otro tiempo, o cosas así ocurrían de modo natural. ¿Cuándo dejamos atrás y para siempre estos contactos entre vertebrados que no son ni siquiera caricias y ya nunca olvidamos?-. ¿Estás haciendo realismo de novela negra? ¿Dónde te has metido, Sancho?