A las cuatro, Koldobike me encuentra sentado a la mesita roja, dormitando sobre ella y mis brazos cruzados. Me incorporo al oír, simultáneamente, la campanilla y su voz briosa:
– Veo que has abierto la puerta a alguien.
– Don Manuel, el maestro.
Me hace otra cura en el rostro, aplicando linimento a las moraduras.
– ¿Por qué libro preguntaba?
– Por ninguno… Escucha, muñeca: a poco, el caso, la novela y la justicia se van al carajo. ¿Qué te parece con lo que me sale el maestro? ¡Que los propios gemelos se encadenaron a la peña y esperaron la subida de la marea para que, en el último momento, Etxe y los herreros los salvaran! ¿Y para qué? Para ganarse nuestra compasión.
La mano con el guaté de Koldobike queda colgando en el aire.
– Chochea -silba.
– Se aferra a la bondad de los hombres, que en Getxo son los vascos. Es incombustible.
– ¿Sabes lo que te digo? Que es la cosa más tonta que he oído en mi vida. Sería como si dos comadrejas se metieran en una trampa por amigarse con las gallinas.
– Sin embargo, es una idea sugestiva. ¿De quién es su paternidad: de los gemelos o de don Manuel? No hay duda de que el maestro la lleva perfeccionando años.
– Tonterías -murmura Koldobike, sumergida en mi rostro.
– No me la puedo quitar de la cabeza. A cualquiera no se le ocurre algo tan complicado. Aunque lleno de riesgos. Nadie puede controlar los imprevistos ni las fuerzas naturales.
– Ahora, friegas. Ven y túmbate en ese bonito sofá.
– No puedo perder más tiempo, estoy pensando. No me duele nada.
Ya en el camastro, su puño cerrado presiona con fuerza mis riñones y ahogo un gemido.
– Estás en otra cosa y no sabes ni que tienes cuerpo. Date la vuelta.
Me tiendo boca arriba al tiempo que ella se arrodilla a un lado en el suelo, esgrimiendo un frasco. Tiro de camisa y camiseta para sacarlas de la cintura del pantalón y ofrezco a esta mujer mi torso desnudo, del que nunca, la verdad, me he sentido muy orgulloso. La mano derecha de Koldobike friega mis centímetros cuadrados con una energía tan suave como una caricia.
Le entrego mi espalda y Koldobike aprovecha a conciencia la ocasión. Me había desentendido de una carne golpeada que las fricciones rescatan de una irrealidad sin dolor. Ahora es cuando maldigo al falangista y, conseguido el equilibrio espiritual, me abandono al cansancio de mis ojos.
Me incorporo abruptamente, como en pecado. Está oscuro, pero a mi derecha, en el suelo, hay una barrita de luz.
– ¡Koldobike -grito-, tengo que hablar con el médico, con don Julio Inchauspe!
La barrita de luz crece hacia arriba hasta convertirse en una plancha cegadora.
– Has dormido tres horas, las que te hacían falta. -Koldobike está recortada en el umbral-. Sal y te cuento.
Se retira. Me había echado encima mi propia chaqueta. Al salir del sofá y ponerme en pie quedo fuera del trastero. En el baño me remojo la cara.
– Estuvo otra vez el tipo que patea Getxo. Buscaba algún libro en el que, por casualidad, aparezcan distancias medidas en pasos. Se llevaría un disgusto si aparecieran. Quiere ser el primero. Me trajo una lista. «Quédatela», me dijo, «yo tengo otra. Busca, investiga, pórtate como una librera de verdad.» ¡No tengo otra cosa que hacer! Escucha: «Blasón de la anteiglesia de Getxo», del marqués de Ciadoncha, artículo de una revista. Un paseo por Las Arenas y Algorta y El alcalde de Tangora, los dos de Rochelt. Además, se ha enterado de que un trinitario llamado Gorostiaga está escribiendo una historia de Getxo y nos encarga que le preguntemos si mide las distancias en pasos… ¿Qué te parece?
– Tengo prisa.
– ¿Para qué quieres ver a don Julio? Mejor si vas derecho a casa y enciendes las velas.
– Estuvo allí aquella noche. Mis ojos no estuvieron y sí los suyos. Quizá vio más de lo que vieron Lucio Etxe y los herreros.
– Y el bicho, el falangista.
– La verdad es que estoy hecho un lío y necesito un soplo de aire.
Don Julio Inchauspe vive hacia la mitad de la Avenida de Larragoiti, la larga vía que atraviesa Algorta. Espero que los enfermos no le hayan obligado a salir. ¿Quién del municipio de Getxo no ha sido tratado, diagnosticado, medicado o, al menos, recibido o por recibir su certificado de defunción? Por el callejón entre una casa y la vecina penetra el olor a marisco que desprenden las bajamares de Ereaga. Acaban de encenderse las luces en las calles.
Primer piso. Levanto la pequeña aldaba. Está. En la salita de espera me anteceden tres personas. Don Julio tendrá unos cincuenta y cinco años, es de una cordialidad silenciosa y los farmacéuticos entienden a la primera la letra de sus recetas. Me estrecha la mano antes de sentarse tras la mesa.
– Hola, Sancho. Te recuerdo más por librero que por enfermo.
¿Por qué razón no va a resbalar su mirada por mi traje, la corbata y el sombrero ya en mi mano?
– Usted ni se imagina por qué estoy aquí -empiezo, sin sentarme aún-. En Getxo se cometió un crimen hace diez años y aún sigue impune.
– Sí, lo recuerdo, en la playa -dice, parpadeando. Creo que advierto en él cierta alarma-. Sí, unos gemelos, uno de ellos… Pero, siéntate.
Le obedezco.
– Usted nos compra novelas…
– Sólo de tarde en tarde.
– Recuerdo que una vez se llevó El halcón maltés.
– Ah, sí… Me atrae mucho la ficción fuerte.
– Pues lo que yo quiero hacer aquí no es ficción sino realidad. -Simplemente, no me comprende-. Me he convertido en investigador privado.
– Muy interesante…
Piensa que estoy loco y estará pulsando un timbre de alarma bajo la mesa.
– A usted le avisaron aquella noche y bajó a la playa y tuvo que ver muchas cosas.
– Más bien, madrugada.
Se acuerda.
– ¿Le importaría reproducirme aquella escena? En estas novelas alguien tiene que molestar con preguntas.
– ¿Novela?… No, no me molestan tus preguntas. Es muy de agradecer tu vocación de justiciero. Es simpática.
– No me mueve la justicia sino la literatura.
Sospecho que su dedo aún sigue en el botón de alarma. Pero se levanta y en tres pasos se detiene frente a los cristales de un balcón cerrado para rascarse la frente mientras contempla la incipiente oscuridad.
– Sí, claro que me acuerdo, y te doy las gracias por hablarme de ello, porque estalló la guerra y el episodio quedó enterrado. Y no es justo que quien intentó matar a dos muchachos, y tan cruelmente, aún siga libre. Suponiendo, claro, que haya sobrevivido a la guerra. Los médicos somos testigos de muchas miserias, pero aquello era distinto, no fue un accidente. -Se vuelve, su rostro severo se ha afilado aún más-. Habían tendido a los dos en la primera arena seca, uno al lado del otro, como si los dos fueran cadáveres. Pero el de la derecha gemía, barbotaba y los ojos se le salían de las órbitas de puro terror. «Es Leonardo Altube», me dijo el difunto herrero Antimo Zalla, que aún sostenía la sierra en una mano. Y añadió: «Se lo he preguntado».
– Le diría que es Eladio Altube -apunto.
– No, Leonardo, no me equivoco: Leonardo… Yo mismo se lo preguntaría más tarde… Empecé a trabajar sobre el otro, practicándole la respiración artificial, el boca a boca, las presiones… No lo recuperé. Me di por vencido. Fue muy duro. En casos así, el médico se siente responsable del fracaso. Me conmovió su rostro de niño abandonado. Aunque no me podía oír, tuve que enviarle un «lo siento mucho, Eladio».
– Era Leonardo.
– Espera, espera… Al arrodillarme ante el otro, agitado por escalofríos de terror y con las facciones desencajadas, le abrí la empapada ropa del pecho y me incliné sobre sus labios, de los que salía un gorgoteo ininteligible, por saber si ventilaba, le tomé el pulso en el cuello, le pregunté mecánicamente cómo se llamaba, por calibrar su estado neurológico, y en el fluir del gorgoteo creí escuchar el nombre de Leonardo saliendo de aquella caverna exhausta. -No me atrevo a llevarle por tercera vez la contraria-. Antimo, Etxe y yo permanecimos largo rato junto a ellos…, el joven Tomasón aporreó mi puerta a las tantas y llegué a la playa no menos de dos horas antes que el juez y la policía. Más tarde subimos a Eladio a su casa en una acémila que trajo alguien…