– ¡Bueno, al fin, Eladio!
– Ah, sí… Resulta que cambió cuando entre Antimo y yo lo cargábamos sobre el animal. Le dije: «¡Arriba, Leonardo!». La noche había sido terrible, pero de ella lo que no olvidaré mientras viva fue la mirada que me dirigió y sus palabras: «No se burle de nosotros, señor médico. ¿Le hace tanta gracia ver a mi pobre hermano ahí tirado como un madero? ¿Con qué trajes de hierro les visten a ustedes?», me echó a la cara. Me quedé de piedra. Antimo acudió en mi ayuda y preguntó a…, a quien todavía no sabíamos quién era: «¿Quién coño eres?». Nos contestó lloriqueando: «¿No me tenéis delante?, ¿no veis que soy Eladio?». Antimo le fue a replicar, pero calló a una señal mía. Ignoro la explicación que se daría a sí mismo el herrero de aquel cambio; la mía fue muy sencilla: habíamos entendido que la repetición de su nombre, Eladio, a nuestro requerimiento para que se identificara, en realidad no fue más que un lamento por su hermano muerto tras una horrible agonía de la que había sido testigo demasiado próximo y forzado: «Eladio, Eladio, Eladio…», una oración musitada ausente del entorno. ¿Qué dolor se le podía comparar?
– Y aún más terrible si se tratara del resultado de un plan concebido por los propios gemelos para conmover los corazones de Getxo. Pues alguien sospecha que pudo ser un atentado de pega.
Don Julio viaja del balcón a su asiento con la incredulidad colgada de su expresión.
– ¡Qué disparate! -exclama-. Sólo a un demente se le puede ocurrir algo así.
– Pero no contaron con las veleidades de la Naturaleza.
– Parece que no rechazas esa broma…
– Demostraron talento. Es lo único con lo que me quedo: la inteligencia que hubieron de desplegar para coordinar tiempo y distancias. Naturalmente, en el caso de que…
– Caso que no se dio.
– No, no se dio.
Estudio su rostro antes de hacerle la pregunta:
– ¿Qué más vio en la playa?
– ¿Te parece poco?
– Siempre se escapa algo. Usted llegó cuando lo más importante ya había pasado…, aunque pudo quedar algún rastro. Es muy posible que el criminal no anduviera lejos de todos ustedes.
– ¿Por qué?, ¿qué iba a hacer allí? Dispuso de tiempo más que suficiente para huir, según la cronología de los hechos.
Chispean los ojos de don Julio Inchauspe, parece muy divertido participando del juego de la historia.
– No hablo de ver sino de presentir a alguien: un ruido sospechoso, unos ojos vigilantes desde la oscuridad… El propio Etxe no sólo presintió sino que reconoció un rostro alejado y oculto.
– ¿Un rostro en aquella oscuridad? Vaya, vaya… Y lo reconoció. Uno que no quiso mostrarse… ¿Por qué no quiso? ¿Lo conocemos? ¿Sigue entre nosotros? -Toma aliento y quizá valor-. ¿Quién es?
Me levanto.
– Es tarde -digo.
– Bien, el caso es tuyo, tú pones y quitas, tú pones los tiempos. ¿Me tendrás al corriente, Sancho?… Olvídalo. Te deseo buena suerte. Y debo agradecer tus curiosos esfuerzos, que estoy seguro todo Getxo también agradecerá.
– ¿Le resultaría difícil llamarme por mi nuevo nombre, Samuel, Samuel Esparta? Un día de éstos haré tarjetas y le enviaré una.
– Ah.
13
A cuatro pasos de la librería me aborda Luciano Agui…
– ¡Vaya cara que me ha puesto tu empleadita! Parece mujer de armas tomar. Se me han quitado las ganas de esperarte dentro.
– ¿Cuándo empezaste a llevar gafas negras?
– ¿Eh?… Espera… Creo que dos años antes de la guerra, en Valladolid… A ti también te han impresionado, ¿verdad? Ayudaban mucho en los enfrentamientos callejeros con el rojerío. Me las quité y me las he vuelto a poner.
– En una novela hay que contarlo todo -digo-. Por ejemplo, hay que contar tu presencia en la playa aquella noche del crimen. Es un dato que mejorará tu novela sobre la mía, porque yo no estuve. ¿Lo escribirás?
Mis palabras le llenan de felicidad.
– Gracias por tu consejo, Samuel. Es Samuel, ¿no?… Gracias por tu confianza en mi capacidad para escribir novela: te veo inclinado a romper barreras entre nosotros.
– Será una gran escena, realismo puro. Te envidio por haberla vivido. ¡El narrador testigo del ir y venir de sospechosos la noche crítica! O más que sospechosos…, ¡quizás el crimen se cometió ante tus propias narices y escondes en la manga el nombre del culpable! Estarías jugando con ventaja.
Se quita las gafas para mirarme mejor.
– Oye, ¿es una trampa narrativa de las habituales en el género? -Me dedica un guiño-. Sóplame lo que debo decir ahora para que tu escena quede a tu gusto. Lo quieras o no, estás metido en mi novela.
– Estuviste o no allí…
– Es algo que me pertenece. Soy un aprendiz, debo guardar bien todas mis perlas. Pero soy agradecido y te paso esto…
Saca de un bolsillo de su camisa azul varias hojas dobladas y las pone en mi mano, alejándose de inmediato, como si temiera mi lectura y mi juicio.
Lo primero que hago al pisar la librería es rescatar de mi bolsillo esos papeles que guardé, y me bastan las tres primeras líneas para saber que hablan de Tomasón Zalla y de su hijo: entró en la herrería nada más salir yo.
– Cincuenta y dos con setenta y cinco -canta Koldobike, metiendo la cantidad en un sobre, que me entrega.
Es la caja del día.
– Dudo sobre el paso a dar mañana.
– Descansa. Duerme. Todo lo encontrarás igual después de un par de días… ¿Cómo te ha ido con don Julio?
– Medio Getxo estuvo en la playa aquella noche: Antimo y su hijo, Lucio Etxe, Luciano, y ahora entra el médico, por no mencionar a Eladio y Leonardo Altube. Una romería. El único ausente fui yo.
– ¿Qué hay del médico?
– Estuvo allí y no vio nada.
– A lo mejor no había nada que ver cuando llegó, todo estaba ya hecho.
– A lo mejor. Pero tenía que flotar en el aire de la playa alguna vibración, un aroma especial, una electricidad, el eco perdido de unos gritos… Y la playa, que lo vio todo, también calla.
– Las playas no hablan. Si hablaran las habitaciones, los bosques, las calles, los cementerios, incluso los gatos y los loros, sobraríais los investigadores privados.
La luz en que se mueven ama y Elise en casa no es de bombilla sino de vela. Elise sale a mi encuentro en el pasillo portando una, que acerca a mi rostro.
– Me ha visto el médico -la tranquilizo.
– Gran noticia. ¿Y ha visto tu cara?
– La tuvo delante.
– ¿Y?
– Que siga su curso.
– Ama dice que a ver qué te pasa, que te ve poco.
– Y con velas me verá menos.
La saludo en la cocina con un beso en la frente y me pregunta si he comido. La confundo corrigiéndole: «Ama, será si he cenado». Queda suspensa, y como cada vez confía menos en su cabeza, musita sin mucha convicción: «Sí, será eso». Y yo concluyo, haciéndola feliz: «No, no he cenado aún, ama. A eso vengo».
Cenamos porrusalda y leche. Elise, mi hermana mayor, que llevaba veinte años sin acostarme, hoy me acompaña por segunda vez a la cama y nos sentamos en ella.
– Me vas a decir en qué andas metido -me pide-. Nadie me ha contado nada, pero no soy tonta y me llegan cosas.
Sus dulces ojos azules consiguen en segundos que mi tensa arboladura se desplome en una calma chicha de fin de singladura.