– Siempre me animaste a escribir…
– Te gustaba.
– Pues ahora estoy escribiendo de verdad.
– ¿Saltando de una punta a otra del pueblo?
– Ahora escribo la vida. La tenía tan cerca y me empeñaba en inventarla.
Sí, le confieso todo; si hay alguien que se lo merece, es ella. Naturalmente, se asusta.
– Los crímenes son cosa de la policía.
– Y de escritores que necesitan un buen tema.
La contemplación de su cascada rubia no sólo me calma aún más sino que estoy a punto de caer en la ignominiosa pregunta de si algo tan auténtico mejoraría más mi trabajo que lo que tengo en la oficina.
– Lo único que has sacado hasta ahora es una paliza.
En vez de explicarle que cosas así le vienen bien a mi novela, le doy un beso en la mejilla. Nos ponemos en pie y Elise abre mi cama con la ofrenda con que se abre una cuna, y toma la puerta con la recomendación: «Ten cuidado».
Al desnudarme, de un bolsillo del pantalón sale un crujido de papeles: es el texto de Luciano.
En los avatares de la vida, y más en una épica policiaca como la que este que firma ha emprendido, quien hasta hoy había velado por la patria desde los más altos luceros, puede toparse con sorpresas inauditas como la de descubrir en pleno poblacho vasco nada menos que la fragua de Vulcano, el gran dios del fuego ardiente en el momento en que me dispongo a sacar la verdad a un tal Tomasón y a su hijo Jacinto. ¿Qué han pretendido los hados enfrentándome a estos gigantones capaces de doblar hierros con sus manazas?
Están sucios, tienen caras de criminales. Nada me extrañaría que hubieran matado a ese Leonardo Altube, quien seguramente es un vasco que está mejor muerto que vivo. Pero un fuerte impulso me arrastra a desfacer entuertos. Sí, como don Quijote, y para remontarme a las raíces de esta singular aventura, ayer me leí, con la paciencia de Job, todos los viejos informes de la policía de Guecho y de algún juez de la bien fenecida República, del año 1935, acerca de personas interrogadas o investigadas, todas sospechosas de haber atado una noche a esos gemelos Altube a una peña de la playa que llaman de Arrigunaga para que el mar, en su ascensión, los ahogara.
Al fondo de la herrería, recortándose en las llamas de Vulcano, están las dos figuras.
– Vengo a vosotros en busca de la verdad. ¿Quién mató al gemelo? Dispongo de medios, bien probados por mí no ha mucho, para haceros hablar.
– ¿Otro? -brama uno. Y añade-: Y éste, peor. ¿Y cuándo hacemos los trabajos?
Despierto con el brazo colgando fuera de la cama, la mano sobre los folios que no acabé en el suelo, porque precipitaron mi sueño, y consumida la vela de la mesilla. Al recoger los papeles compruebo que me faltaban ocho por leer; el sueño vino en mi ayuda.
Hoy, a Elise le tocaba coser fuera, en casa particular, y el dormilón de su hermano no la ve cuando se levanta. Bajo luz natural y con ama tomando posesión de todos los rincones, mis viajes por la casa son más bien furtivos.
Llego a la librería pasadas las once, y esta vez encuentro a Luciano dentro. Está leyendo, de pie y frente a la Sección, uno de sus títulos, que devuelve precipitadamente a su hueco en cuanto me ve. Koldobike se encoge de hombros y me lo señala con un gesto de impotencia.
– ¡Noticia, Samuel! -prorrumpe el tipo viniendo hacia mí-. ¡A Joseba Ermo le han abierto esta noche la cabeza y robado las cadenas que guardaba en su ferretería!
«Las cadenas, otra vez», pienso. Koldobike y yo cruzamos nuestras miradas, y es como si encontrara en sus ojos una revelación.
– Creo que se está moviendo algo -digo, sin dejar de mirarla-. ¿No lo comprendes? Hasta ahora sólo fue ir de aquí para allá y hacer lucubraciones. El criminal se encontraba muy cómodamente agazapado. Pero acaba de salir para mover ficha. ¿Por qué?
– No vueles, no vueles -dice Koldobike apartando los cabellos que le tapaban un ojo-. Al fin y al cabo, son cadenas que, a peso, tendrán su valor. Y ladrones hay en todas partes.
– ¡Son el arma del delito! Joseba Ermo las tenía bajo llave y el asesino las ha hecho desaparecer.
– En ese robo está la mano del asesino, ¿verdad, Samuel? -interviene el camisa azul.
– ¿Y las hace desaparecer ahora, después de haberlas tenido diez años muertas de risa? Yo también suelo tirar cosas viejas a la basura -argumenta Koldobike en su habitual papel demoledor.
– ¡Porque sólo ahora se huele algún peligro! -exclamo.
– ¡Nosotros somos ese peligro! -se atreve a soltarnos el tipo.
Me vuelvo a Koldobike.
– Y ésta es la pregunta, muñeca: ¿qué nos pueden decir esas cadenas? ¿Qué coño nos pueden decir?
– ¿Muñeca? -repite el azul.
– ¿Dónde está Joseba Ermo? -le pregunto-. ¿En el hospital?
– Hace minutos abrió su ferretería con un duplicado de la llave.
– ¿Cómo sabes todo esto?
– Eladio Altube me lo ha contado en su granja cuando he ido a…
– Sí, ya conozco vuestros negocios. -Me vuelvo otra vez hacia Koldobike-. He de ir a esa ferretería ahora mismo.
– Te acompaño -dice el falangista. Y añade, al descubrir mi mirada-: Te he traído la noticia…, ¿no merezco algún gesto por tu parte?
Me seguiría a cincuenta metros, en cualquier caso; necesita revolotear a mi alrededor por si desprendo algún polvillo negro aprovechable. No puedo evitar compadecerle, considerando que yo también procedo de un nivel tan ínfimo.
Luciano se apresura a abrir la puerta, esperándome en la calle, pero Koldobike me sujeta de la manga.
– A Joseba Ermo le han dado un sartenazo en la cabeza, como a los gemelos -dice.
– Los criminales repiten sus métodos.
– Alguien asegura que, a lo mejor, los gemelos se golpearon a sí mismos, y si ahora Joseba Ermo se ha atizado en su propia cabeza, habrá que pensar que a los de Getxo nos gusta esa diversión. Eladio, Leonardo, Joseba…, ¡buenas piezas los tres! ¿No es curioso que aparezcan juntos ahora?
– ¿Adónde quieres ir a parar?
– Mira bien si el chichón de Joseba Ermo es de pega, y aprovecha la ocasión, ya que no pudiste ver los de los gemelos. Lo único que te digo es que abras bien los ojos: a lo mejor, Joseba Ermo se ha robado esas cadenas a sí mismo. Camino de la ferretería, Luciano me envía su asombro: -Oye, esa chica tuya es un lince. Tendrías las cosas más claras si fuera ella la que te escribiera la novela… ¿Cuánto le pagas?