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Encaje de bolillos

Joseba Ermo Azkorra es de los Ermo de La Venta. Componen un clan cerrado, aunque no todos duermen en ella. No pasa de los sesenta años, rostro chupado, poca carne en su cuerpo y ojos demasiado vivos. Es de los que en la guerra denunciaron a republicanos y nacionalistas, y algunos fueron fusilados. Getxo lo desprecia. En el 37 encaminó a una banda de falangistas a la casa de Simón García, maestro de Las Arenas, al que dieron el paseo juntamente con su hijo de dieciséis años. Joseba Ermo se quedó con la casa, Gurbietaena, que el resto de la familia hubo de abandonar.

En la huerta de Gurbietaena no dejaba de crecer una gran higuera cuyos frutos empezaron a ser robados por la chiquillería con el cambio de dueño.

El falangista y yo lo vemos sentado en una banqueta, los codos sobre el mostrador y agarrándose con ambas manos la cabeza envuelta en vendas. Eladio Altube y el joven empleado atienden a sendos clientes.

– ¡Cojones! -exclama Luciano-. Parece que vienes de la guerra.

– A poco más me mata el muy cabrón -suspira Joseba Ermo.

– ¿Te has vendado tú solo? -digo, inclinándome sobre la cabeza para rozar con el dedo una venda enrojecida.

– ¿Yo? ¿Cómo, si recobré el conocimiento en el hospital de Basurto de Bilbao? Lo único bueno de todo esto es que no me cobraron.

Tiene toda la pinta de ser algo auténtico.

– Ya te cobrarán por otro lado -gruñe Eladio.

– Seguro -dice el cliente-. No me gusta ninguna de las limas que me has enseñado. -Mira a Joseba Ermo-. Que se te cierre pronto. -Y se va.

– ¿Quién era ése? -exige saber Luciano.

– Fidel, de la familia de los Camisones -informa Eladio.

– No quería comprar nada, sólo quería ver su trabajo. ¡Es el agresor!

El silencio, incluso del herido, arrincona al investigador azul.

– Te han dado una hostia de primera división -dice Eladio soplando la cumbre del cráneo.

– Quita, que hasta el aire se me clava -protesta Joseba Ermo.

– Deberías ir a casa y meterte en la cama -le aconsejo. Aunque vive solo y acaso sea compañía lo que más necesite-. Nos gustaría saber cómo ocurrió. ¿Te quedan fuerzas para hablar?

– El muy maricón… Sólo para robarme un poco de chatarra.

– Algo más que chatarra: las cadenas que usaron para… -empiezo a puntualizar, pero él me corta:

– Sí, esas cadenas y otra cosa, unos cuantos tornillos.

– Ese ladrón iba sólo a por las cadenas -insisto-, lo demás era puro disfraz.

– Tanto trabajo por unas miserables cadenas y unos tornillos… ¿Por qué?

– Por la misma razón por la que tú las guardabas bajo

llave… después de haberlas robado en la playa. -El rostro de Joseba Ermo se transforma en una máscara de piedra-. Puede convertirse en un tesoro macabro y famoso cuyo precio crecería con los años.

– Tal para cual -ríe Luciano.

– Vamos, cuéntanos -dice Eladio Altube.

Joseba Ermo despega cuidadosamente los codos del mostrador, endereza su tronco y gira todo él, excepto el cuello, sobre la banqueta, y sólo entonces vuelve el rostro, con gesto de dolor, hacia nosotros.

– Cabrón, cabrón, cabrón… -gruñe, con los ojos cerrados, tomándose un tiempo para probarse en la nueva postura. Ahora los abre y nos mira-. Con un yunque hubo de arrearme. Yo estaba anoche sentado a la fresca en Gurbietaena -nombra el viejo caserío sin ningún pudor-, cuando oigo pasos y me vuelvo… ¡y de pronto todo negro!

Septiembre es tiempo de higos, y los de Gurbietaena habían dejado de ser respetados. Todo el mundo sabe que Joseba Ermo pasa las noches junto a esa higuera, haciendo guardia.

– ¿Qué llaves te robaron? -pregunto.

– Todas las que llevaba en el bolsillo, el mazo entero.

– Pero al ladrón sólo le interesaban dos cerraduras: la de la puerta de la ferretería y la del almacén interior de chatarra, ¿no es así?

– Hombre, chatarra, chatarra… -protesta Joseba Ermo. -Chatarra -afirma Eladio Altube. Se dirige a todos-: Los desechos de la ferretería y la chatarra que trae de fuera, todo acaba en ese agujero.

Oigo un roce y descubro a Luciano escribiendo con su lápiz duro en un cuaderno sobre el mostrador. Me mira y se encoge de hombros, como enviándome que su sistema de escribir una novela no es el mío. El cliente del empleado joven toma la puerta sin despedirse y con un paquete.

– ¿Y qué ha sido de esas llaves? -pregunto.

– Me las encontré en esta misma banqueta al volver del hospital.

– ¿Cómo estaba la puerta de la tienda?

– Abierta. ¿Cómo, si no, estamos aquí?

– Un ladrón considerado.

Luciano llega hasta Joseba Ermo, le mira fijamente a los ojos y le grita:

– ¿Olía a tabaco cuando entraste? ¿Era de puro o de Celtas? -Ha visto muchas películas policiacas convencionales.

Los tres nos volvemos al oír a Eladio Altube hablar desde la puerta:

– Hace un rato, al coger el picaporte, me llamaron la atención unas fuertes raspaduras que antes no había…, o eso creo.

Luciano y yo nos acercamos a él y, efectivamente, la chapa exterior de la cerradura muestra unas hendiduras que brillan como sólo lo hacen los metales recién heridos.

– Sin duda, a la llave le costó acertar con su agujero -comento-. Pulso tembloroso, desconocimiento del terreno que pisaba, una diana que se le resistía… Nervios, nervios. Suponiendo que las marcas sean de esta madrugada.

– Lo son, lo son, yo también las he visto -oímos a Joseba Ermo, que no abandona la banqueta-. No contento con robar, me destroza el mobiliario. ¡Claro que yo también las he visto! ¿Qué le he hecho yo a ese cabrón?

Está claro que el criminal se ha visto obligado, ¿por qué?, a romper su retiro, y este movimiento ha consistido en el hurto de las cadenas. ¿Qué teme que me digan si caen en mis manos? ¿Debo pensar que se ha iniciado un duelo entre él y yo?

Creo que en esta tienda nada queda por rascar. Regresaré para cambiar impresiones con la de siempre. No me fío de ninguno de estos personajes, y del que menos del camisa azul; escribe y escribe en su cuaderno, pasa hojas y hojas, sospecho que anota incluso el color de nuestro aliento.

– Soy tan desgraciado que, en vez de perder un cliente, como suele ocurrir, pierdo una mercancía que me la iban a pagar a precio de oro. Un año llevábamos don Luis Federico Larrea y yo regateando.

Ha sido la voz de Joseba Ermo. Al oír el nombre de Luis Federico Larrea no tengo más remedio que detenerme.

– ¿Has dicho Luis Federico Larrea?

– Sí, don Luis Federico Larrea, de los Larrea de Neguri. A ése, si le pones boca abajo, no le caen de los bolsillos menos de quinientos millones.

– ¿Quería comprar esas cadenas?

– Venía una semana sí y otra también a darme un toque.

Es lo que me faltaba por oír. Me vuelvo hacia Eladio Altube, que asiente con la cabeza.

– ¿Para qué las quería? A lo mejor te lo dijo.

– Colecciona trastos viejos, recuerdos históricos. Dice que las cadenas son un vestigio histórico. Eso dijo: vestigio. También me contó que está haciendo un mapa de Getxo contando pasos, para saber lo que se camina, para que nadie se canse más que lo justo.

No hay duda, se trata del mismo hombre, es imposible que haya dos tipos tan locos en el mismo municipio. ¿Cabe señalarle como el asesino por desear apropiarse de las cadenas? Ese honor se lo ha robado quien se le adelantó y ya las posee, y no precisamente por pasión coleccionista. Presiento que nunca más volveremos a saber de ellas, que han desaparecido para siempre con su secreto. ¿Qué secreto?

No, aquí ya no queda nada por rascar.

Bueno, y de pronto se me ocurre echar un vistazo a ese sótano particular de chatarra de Joseba Ermo, una de cuyas puertas era la única que le interesaba al asesino, aunque para acceder a ella tenía que abrir también la de la calle.

Nadie parece advertir mi movimiento hacia las tripas del local. Una ferretería es la clase de comercio que trajina con más variedad de artículos. La oferta de esta pareja de socios, el Ermo y el Altube, no será de las mayores -al fin, mostrador de pueblo-, aunque todas sus paredes, hasta el techo, se hallan cubiertas de casillas ocupadas.