Выбрать главу

– No tan maravilloso, hubo fallos…

– ¡Pero no de ellos, sino de los impredecibles elementos naturales, del albur que siempre corremos por no estar todo escrito! ¿Estaba escrito, por ejemplo, que Lucio Etxe llegara puntualmente aquella noche? Un breve retraso suyo habría reventado el esquema.

Koldobike suspira.

– ¿Sabes lo que te digo? Que, a este paso, serás tú el que se quede sin criminal y por tanto sin novela. Porque el escritor de la Falange cogerá a cualquier desgraciado, lo molerá a palos en comisaría y le hará firmar que ha matado todo lo que haga falta, y tendrá novela… Y también te digo que yo sabía que eras algo romántico, pero no tanto: esa ocurrencia de los gemelos te ha enternecido y así no vamos a ninguna parte. No olvides que Eladio Altube te confesó que siguen atentando contra su vida. ¿Qué más quieres?

– Le conviene airearlo por propia seguridad, para desviar la investigación hacia la línea más trillada: un asesino. En nuestro mundo imperfecto agradecemos la existencia de concepciones armónicas, como una sinfonía o un reloj. El encaje de citas, distancias y tiempos que los gemelos consiguieron -con el fallo que admito, porque no se trataba de dominar la inspiración o los metales sino fuerzas a las que apenas es posible convocar- causa mi admiración, no lo puedo evitar. Es un ajuste de ruedas dentadas que merecía mucho más.

– ¿Como qué?

– Un criminal, un verdadero asesino.

– Pero has de conformarte con la trampa de los gemelos, el gran consuelo de don Manuel. Aunque me parece que tú no necesitas consuelos… Los dos me ponéis los nervios de punta: ¿se os ha ocurrido a él o a ti preguntar al gemelo vivo algo así como: oye, párate un momento y dinos de qué película has copiado ese encaje de bolillos?

– Nos mentiría.

– ¿Te han caído bien las lentejas?

– A lo mejor me doy una vuelta por Basaon.

Koldobike parpadea.

– ¡El padre de esas criaturas, Roque! ¿Quién mejor que un padre para contar cómo son sus hijos? Él te dirá si los ve metidos en esa martingala.

– Al menos, no mentirá. Si no quiere decírmelo, cerrará la boca. No mentirá… Está muy bien eso de encaje de bolillos, me gusta.

Quizás ha sido una decisión demasiado repentina. Confieso que jamás he ido con más desazón al encuentro de una persona. Si es cierta la vieja leyenda de los Patriarcas o Fundadores -y algunos la hacen extensiva no sólo a Getxo sino a todo lo vasco-, y si el sonido Altube perteneció a ellos, la figura y el ser de Roque hacen creíble esa tradición. Con sus ochenta años, Roque Altube es el referente del hombre apegado a la tierra, casi una reliquia de otro tiempo. No obstante, se sabía que, no por años o por aldeano, había tomado parte en acciones muy de nuestro tiempo, como la insólita fundación en Getxo de un sindicato de trabajadores o, incluso, su participación activa en la guerra. Bueno, y encima de todo ello, era el padre de los gemelos, sangre suya la más contrapuesta, dos ramas podridas que nadie hubiera imaginado brotasen de semejante tronco.

El caserío Basaon se levanta en la frontera con el inmediato municipio, Berango. Se puede alcanzar a pie, y así voy, después de haber pedido a Koldobike que me desee suerte.

Es media tarde y pronto me recibe la brisa arrastrando aromas de yerba cortada, higos y manzanas. Avanzo por estradas y senderos hasta una pequeña colina en cuyo alto se levantan las viejas paredes sosteniendo el gran tejado rojo a dos aguas, en cuyos aleros muchas tejas están pidiendo una reposición.

Accedo a Basaon entre dos campos de tallos amarillentos de maíces en pleno desahucio. El silencio y la soledad se rompen al doblar una esquina y toparme en el portalón con un grupo de personas sentadas en círculo alrededor de una montaña de mazorcas, desgranando la borona. Interrumpen su cháchara al advertir la inesperada visita.

– Hola, buenas tardes -toso.

– Hola.

– Hola.

Sólo me han respondido dos, dos mujeres, que identifico, no sin riesgo, con Madia o Magda y su hija Cenobia, ayudado por el urgente cuadro familiar que acaba de actualizarme Koldobike.

– Perdonen. Desearía hablar con Roque.

Es que no está en el grupo.

– Caruso, co-corre a bu-buscar a catite -ordena una mujer de unos cuarenta y cinco años a un chaval en edad de primera comunión. Serán Cenobia, la tartamuda, y su hijo Caruso, no tenido de su marido, Manolito, con quien la casaron, sino de un Flecha Negra italiano en la guerra.

El grupo regresa a sus maíces con menos resolución, menos ruido, y sorprendo furtivas miradas a mi corbata.

Getxo aún ignora si Madia o Magda, la mujer de Roque Altube, es Madia o es Magda; algunos juran que el propio Roque tampoco lo sabe, que incluso le han oído contar que al llamarla Madia o Magda le parece tener dos mujeres, y que al decirlo sonríe pícaramente.

Ahí descubro la expresión simple de Manolito. Hay una mujer, la que me mira con más descaro, que debe de ser Anastasia, la hija soltera. A su lado, la única que sonríe será Antonia, la novia que esperó seis años al otro hijo de Roque, Pelayo, a quien soltaron no hace mucho del batallón de trabajadores y se casaron.

Bueno, y aquí está ya Roque Altube, rescatado de sus trabajos en la huerta, secándose la frente con el antebrazo de su camisa de cuadros. A varios metros le siguen Pelayo y Caruso. Roque Altube me contempla con la misma naturalidad que si me hubiera estado esperando.

– ¿Qué hay?

En su voz poderosa advierto, sí, cordialidad. Me aclaro la garganta.

– Me gustaría hablar unos minutos de sus hijos Eladio y Leonardo…, si no le importa.

– No, no me importa -responde con prontitud, casi antes de que yo termine mi pregunta.

– Soy hijo de Vicente Bordaberri, fusilado en el 39. -Asiente con la cabeza-. Me llamo Sancho y tengo una librería en Algorta. -Sigue asintiendo.- No he sido capaz de presentarme como Samuel Esparta, convencido de que las tramoyas no van con él.

Me hace una seña para que le siga y me lleva por el sendero que le ha traído, nos cruzamos con Pelayo y con Caruso, que se limitan a mirarme, y llegamos a un tronco caído. Roque se sienta y me indica que haga lo mismo.

– Aquí estamos mejor -dice. No se refiere al asiento sino a la distancia que nos separa de su clan-. Me ha llegado en qué andas. Alguna vez tenía que ocurrir algo así. Diez años y tres meses.

Descubro que tengo ante mí a un padre que no ha olvidado, que conserva factura de cada día transcurrido.

– Alguien tenía que hacer algo -digo.

– Sí, alguien -asiente-. Pero no de los que ganaron. Yo sigo dándole vueltas a aquello. Pensando. Por las noches. Qué enemigo fue. ¡Pero tenían tantos enemigos! Eso es malo en un pueblo. -Se hunde en los recuerdos-. Muy chicos eran cuando engañaron a Efrén Baskardo. Los despidió de su funeraria. Fue el principio. Negocios y negocios. Ratonerías. Yo no he quitado sus nombres de la familia, ellos se han quitado. ¿Efrén? No lo hizo, no tiene tiempo.

– Pudo pagar a otro.

– Le conozco bien, viví con esa familia grande en el Galeón más de veinte años: las cosas importantes no se las dejan a otros. -Se pasa una de sus manazas por el rostro-. Ya sabes, la mujer y Ella, uña y carne, y yo entonces no tenía techo. Ahora sí. Llevo veinticuatro años en Basaon.

Se ha ensombrecido su mirada clara al mencionar a la otra tribu, aunque el pueblo siempre ignoró qué parentesco unía a Madia o Magda con la mujer a la que siempre conocimos como Ella, pues nunca nos proporcionó un nombre; ambas llegaron, solas y juntas, a Getxo a finales del pasado siglo, nadie supo de dónde procedían, y medraron por separado; Ella, la mayor, maquinando con fiereza, incluso obscenidad, por acumular riqueza y poder, y consiguiéndolo, y Madia o Magda casándose con Roque por amor. Efrén Baskardo sería digno hijo de Ella.

«Viví con esa familia grande en el Galeón más de veinte años», me acaba de decir Roque…

– Eladio y Leonardo nacieron y crecieron en el Galeón… Hubo contagio, ¿no lo ha pensado?