– No sé, mal ejemplo.
– Los niños oyen y ven cosas y algunas se les quedan.
– Las malas.
– La culpa era de ellos, no de usted.
– Todos mis hijos son iguales para mí. Sin embargo…
No puede contener la ola de mala conciencia que le invade, pero le cierra todos los resquicios al exterior.
– ¿Ha visto a Eladio desde lo que ocurrió en la playa hace diez años?
– Yo no he quitado sus nombres de la familia, ellos se han quitado.
– ¿No ha venido en ningún momento por Basaon? -No me contesta-. ¿Le interrogó entonces a usted la policía?
– Sí, ya vinieron. Uno me dijo si había sido justicia de Dios. Y también me dijo si Dios había estado más cerca del padre o más cerca del hijo.
¿Llegaron a sospechar del propio Roque? Qué torpes. Se basarían en el deseo de un padre estricto de limpiar el buen nombre de los Altube borrando del mapa a los que tanto lo manchaban. Qué locura; muy descabellada, sí, pero no falta de sentido.
Roque se rasca la nariz. Y repite:
– Más cerca del padre o más cerca del hijo.
También sonríe. Y se lo digo:
– ¿Y si todo empezó como un juego por parte de sus dos hijos, un juego que no les salió bien? ¿Si quisieron engañarnos haciéndonos creer que alguien quería matarlos? ¿Si ellos mismos se ataron a las cadenas?
Nunca he tenido delante una expresión más aturdida, más atontada.
– ¿Para qué? -consigue murmurar.
– Para tocarnos el corazón y que les perdonemos. -Su mente se paraliza, no sabe qué pensar, se derrumba su mundo de acontecimientos reconocibles-. Ellos eran diferentes y quizás hicieron esa cosa tan diferente. Quiero decir que podemos pensar que fue algo así como un negocio contra ellos mismos, y su final, con muerte, así nos lo hace creer… ¿Qué piensa usted, Roque?, ¿piensa que fueron capaces de correr el gran peligro de encadenarse a la peña con la marea subiendo?
Abre la boca para hablar, pero la cierra sin haber dicho nada. Cuando la abre de nuevo, le oigo:
– No sé, no sé… Difícil. -Y después-: Cosas más raras se han visto. -Y finalmente-: Ellos siempre engañaron, a lo mejor ahora también nos quisieron engañar, pues…
Es tarde, la librería tendría que haber cerrado, pero, a través del cristal de la puerta, veo brillar la bombilla del fondo y llamo con los dedos. La larga figura de mi rubia secretaria se acerca con unos andares cimbreantes que nunca le había visto. Abre y me suelta muy seria:
– Los de la Continental me doblan el sueldo si te dejo y me voy con ellos. Ayer me paró en un callejón su segundo. Le miré de un modo que le hice bajar los ojos, aunque luego los alzó y me dijo: «Ese Esparta está acabado, muñeca, sólo le encargan casos basura. Nos hemos ganado a los polis de la Central, y al alcalde, incluso a la prensa. ¿Qué futuro le espera a un jefe como el tuyo que no se atreve a usar su propio nombre?»… Bueno, no sé si me dijo eso, pero seguro que lo pensó, sus ojos de viejo zorro hablaban por sí solos. Me puse brava y le solté: «¿Sabes lo que te digo, esbirro de mierda? Que mi jefe es el mejor jefe con que pueda soñar una pobrecita secretaria como yo, trabajaría con él aunque yo le pagara un sueldo por lo mucho que me enseña». Y él me dice: «¿Enseñarte? Quiere cazar asesinos cubriéndose las uñas con guantes. ¡Es tan finolis que da asco! No sabe moverse en el hampa dorada»… ¿Sabes quién ha venido?
– Supongo que el alcalde, a que le limpie la ciudad.
– Bidane Zumalabe, la mujer de…
– Sí, ya sé quién es.
– Creo que sólo quería hablar, la infeliz está muy asustada… «No quiero que a mi marido le ocurra algo, pero le amenaza un gran peligro», me dijo. «Me gustaría saber si está en mi mano hacer algo por él, si tengo la obligación de hacerlo, si una esposa tiene el deber de sacrificarse en cuerpo y alma por el hombre al que juró amar ante el altar de Dios. Necesito que alguien me diga lo que debo hacer.»
– Quería hablar conmigo y no me encontró.
– No, quería hablar con una mujer… La vi muy desesperada.
– Todo el mundo está demasiado nervioso. Creo que es bueno para la novela.
15
En las mañanas de sol, sus rayos alcanzan de través la fachada de la librería después de colarse por la esquina de la casa de enfrente, cuya pared lateral se orienta a las vías del ferrocarril y la estación de Algorta. Es un buen comienzo de jornada esgrimir el picaporte levemente tibio y contemplarme fugazmente en un cristal radiante.
Suena a mi espalda un ruido nuevo, que no es de automóvil ni de carro. Vuelvo la cabeza: un cochazo de cine se detiene a mi altura, en la acera. Barajo las marcas Mercedes Benz, Jaguar, Alfa Romeo…, no sé, ellos sí que sabrían, y este aldeanismo me habría deprimido de no distraerme la aparición de un almirante surgiendo del soberbio vehículo.
– ¿Es ésta la librería del señor don Sancho Bordaberri? -me pregunta una voz meliflua.
Le contesto que sí, añadiendo:
– Entre, mi empleada le atenderá.
– No vengo de compras, sino a entregar este sobre.
Y extrae uno salmón de un bolsillo interior de su chaqueta azul marino cargada de cordones colgantes. Mi mano aún sigue en el picaporte. El almirante echa un vistazo a mi mano, luego me mira a mí, y sólo entonces abro la puerta para que pase.
Es buena costumbre desentenderse del cliente por si sólo desea curiosear, pero a Koldobike le resulta tan diáfano que el almirante no es de ésos, que sale a su encuentro y le pregunta algo así como qué le trae por aquí.
– Entregar esta misiva de mi amo, don Efrén Baskardo, al señor don Sancho Bordaberri. -Koldobike le tiende la mano abierta-. No, en persona.
– Ahí lo tiene.
El almirante -que al entrar se ha despojado de su gorra de plato de alto frontispicio- retrocede y deposita en mi mano el sobre, no sin un previo y meticuloso examen visual de mi persona. Luego saluda dos veces con la cabeza, a Koldobike y a mí, embarca en su automóvil refulgente y allá se va con susurro aristocrático por la que ahora hay que denominar Avenida del Ejército.
Koldobike me espera con la curiosidad comiéndole los ojos. Nunca he abierto un sobre con mayor meticulosidad. El papel interior es del mismo color salmón.
– Qué preciosa letra tiene Aurelio Altube -dice Koldobike por intuición, sin esperar al veredicto de su mirada.
Todo Getxo sabe que Aurelio Altube es el secretario perpetuo de Efrén Baskardo, además de hijo de Roque Altube.
– Ya puede ser buena, es letra de máquina -señalo-. Admito que es mejor que la mía, aunque sin llegar a disponer, tampoco ésta, de un espacio menor para la i y otro mayor para la eme.
– Vamos, lee, por Dios.
«Al señor don Sancho Bordaberri.
»Librería Beltza.
»Sé, desde su primer paso, la investigación que ha emprendido usted para desentrañar el asesinato de Leonardo Altube. Apasionante. Entre 1915 y 1921 tuve a los gemelos
Altube como empleados en mi Funeraria y mis Seguros, en el barrio de San Baskardo, dos de mis primeras actividades comerciales. Me vi obligado a despedirlos porque me engañaban. Manipulaban los libros y se quedaban con mucho, demasiado. ¡Con sólo dieciséis años! Los admiré, puede usted creerme. ¡Unos mocosos burlándose de Efrén Baskardo Puerta! Llevo una espina clavada desde entonces. Sin embargo, es grande mi agradecimiento a la pareja: aprendí la lección, me encendió la luz roja.
»Le informo a usted de todo esto sabiendo que ha de tratar con ellos debido a su investigación, porque son peligrosos. Aunque ya sólo se trate de uno. No por ello debe usted descuidarse. La malicia y la maldad del muerto se habrán sumado a las del vivo, así que éste seguirá engañando con la misma eficacia que cuando eran dos. Le mentirá, señor Sancho. Lo lleva en la sangre. Sin que esto suene como un reproche al bueno de su padre, Roque, del que guardo muy buen recuerdo. Sus gemelos engañaron a medio Gecho cuando eran dos, y ahora sigue engañando uno. He conseguido una relación total de sus víctimas, por si desea completar la suya de sospechosos. Yo mismo, su primera víctima, hube de recurrir a una elemental ley de compensaciones para resolver no matarlos. Son endemoniadamente hábiles para envolver la realidad con falsas apariencias. Si ellos eligen una supuesta realidad, desconfíe al punto de esa realidad. Han transcurrido diez años de lo que ellos llaman crimen. Ha leído usted bien: «de lo que ellos llaman crimen». Es difícil, si no imposible, llamar a aquello de otra manera. Pero le aseguro a usted que me he pasado diez años tratando de encontrar la verdadera explicación. Si uno de ellos dice ahora que fue un crimen, tengamos la seguridad de que no lo fue. ¿Qué fue, entonces? Este enigma necesita más de diez años para ser aclarado. Hasta para engañar hay que tener clase y ninguno de ellos la tuvo nunca. Fulleros, marrulleros, no otra cosa fueron. Jamás despegaron de su exigüidad. Jamás levantaron el vuelo hasta los grandes retos industriales…, aun teniendo tan próximo el hierro. Comprenderá usted, señor Sancho Bordaberri, la dolorosa humillación en que viviré siempre al haber sido engañado por semejantes sanguijuelas cuando sólo tenían dieciséis años, es decir, en su época de aprendizaje.