La seguimos y, a los tres pasos, se abre ante nosotros un gran espacio donde los ruidos se encogen. El quinqué de Bidane ilumina la cuadra más limpia que he visto en mi vida. No hay burro ni gallinas ni conejos y, aunque esa pareja de vacas ha de generar mucho estiércol, huele a rosas. Bidane se dirige a su puerta, cerrada, naturalmente.
– Esta mujer no tiene miedo -envío quedamente a Koldobike-. Le bastó descorrer el pestillo para abrirnos la puerta de casa. No tenía echada la llave. Ni un cerrojo. A pesar de que se encontraba sola.
– ¿Veis segura esta puerta? -quiere saber Bidane.
¿A quién teme esta mujer? Porque su marido no parece temer nada: sus negocios o chapuzas lo mantienen todo el día fuera de casa -su mujer le ha de llevar la comida allá donde esté- y, por lo que descubrimos hoy, tampoco se libran las noches. Si les amenazara un peligro no la dejaría sola. O quiere creer que vive en la inocencia por haberle ocultado los fallidos intentos de matarle.
– ¿Ha bajado Eladio a la ribera a pescar? -pregunta de pronto Koldobike.
Mi chica está dándole vueltas a lo mismo que yo.
– No, anda en sus trabajos -contesta Bidane.
En cualquier caso, esta mujer ha sufrido la misma congoja a lo largo de diez años: la posibilidad de que el asesino regresara para ultimar lo emprendido. Sin embargo, nunca pidió ayuda. Al menos, no a nosotros. Claro que, hasta ahora, no había tenido al investigador privado Samuel Esparta a quien acudir.
¡Qué paz habría recibido Bidane de una confesión de su marido de este jaez: «Querida, fuimos nosotros, tu difunto cuñado y yo, los que montamos todo el circo, sólo que algo falló y hubo una baja»! Se habría comportado como un marido altamente generoso culpándose del gran error…, aunque no veo a Eladio Altube en ese papel. ¿Y mintiendo? Inventándose sobre la marcha el tinglado, que pudo no existir, a fin de librarla para siempre del miedo. Tampoco le veo.
Los tablones con que se construyó la vieja puerta se hallan tan gastados que por algunas rendijas cabe la mano. Basta con ver la tranca que la cierra para olvidar toda tentación de llevarle la contraria.
– Una roca -digo, dando un patadón a la puerta.
– ¿Estás seguro?
– Samuel entiende mucho de puertas -asegura Koldobike.
Si Bidane estuviera fingiendo habría advertido el tonillo de la frase, pero su rostro no ha perdido las grietas y la mano que sostiene el quinqué es todo menos firme. Así que la congoja con que nos hace desfilar por las troneras de la cuadra, deteniéndonos ante cada una, resquebraja mi convencimiento y no sé a qué carta quedarme. Miro a Koldobike y creo que se siente más feliz adivinando mi viraje.
Todas las troneras disponen de un barrote vertical innecesario, pues, sin él, sólo un niño podría pasar. Acudo a mi recuerdo de otras cuadras para comentar:
– ¿Por qué estos hierros? -He de levantar mucho la mano para tocar uno; el escaso deterioro de su superficie me indica que no son tan viejos como el caserío-. Los ventanucos son tan estrechos que…
– No estaban con mis padres -me explica Bidane-. Mi marido los puso cuando vinimos a Zumalabena.
Sí, encaja con la teoría de los dos atentados al marido. Pero ahora quien tiene miedo es ella y no él.
– ¡Cuidado! -oigo, tarde, a Bidane, cuando mi nariz ya ha chocado contra un grueso pilar de roble. ¿Tanto le gusta a Eladio llenar la bolsa que no le queda nada para traer luz eléctrica a su casa?
– ¿Estás bien? -se me acerca Koldobike.
– Recuerda que soy duro de pelar.
– ¿Qué te ha pasado en la cara? -quiere saber con sumo reparo Bidane. Sus furtivas miradas me advirtieron desde nuestra llegada que escondía deseos de preguntármelo.
– Esta mañana alguien puso lija en el sitio del jabón.
Zumalabena es inmenso. He dado el visto bueno a sus enrejamientos en cocina, dormitorios y otras dependencias. Incluso he mirado bajo las camas. Bidane parece más tranquila. Carraspeo y empiezo:
– Eladio puso tanto hierro…
– No todos los puso mi marido, algunos ya estaban -me corta Bidane-. Aunque sí los reforzó todos.
– Bien…, puso verjas, reforzó… Sin embargo, en estos momentos él está del otro lado de esos hierros. Y de noche.
Los ojos de Bidane recuperan de golpe todo su miedo.
– Es que no sabe el peligro que le va a destruir -pronuncia la mujer con la gravedad con que un profeta anunciaría una catástrofe.
No es la primera vez que se expresa así. A Koldobike le ha impactado, si bien las dos horas que llevamos enclaustrados en esta oscuridad estarán pesando lo suyo.
– Jopé -expele sordamente mi secretaria.
Tendría yo ahora que recurrir al interrogatorio ritual de todo investigador para averiguar qué es lo que sabe Bidane que no sabe Eladio. Y lo que me detiene, precisamente, es la sensación de que no sería un auténtico interrogatorio llevado por mí, sino que lo llevaría ella, porque lo está pidiendo desde nuestra aparición. Al parecer, sus respuestas no son las adecuadas porque mis preguntas tampoco lo han sido, de modo que espera las nuevas que le proporcionen la disposición personal que necesita para responderlas. O es que, simplemente, no ha llegado el momento. Es una situación rara y me gustaría transmitir a Koldobike este brujuleo. Pero ahora es imposible. Bidane Zumalabe nos llamó para ayudarla, aunque no especificó qué clase de ayuda necesitaba realmente. No cambiaría esta noche por ninguna de las que ellos hayan vivido.
– ¿Qué hora es? -pregunto.
– Las doce y veinticinco.
Koldobike se ha subido la manga del chaquetón para descubrir su reloj de muñeca.
Hemos regresado al comedor, Bidane nos brinda un descanso, o desea una dilatación de la ronda de esta noche antes de mandarnos a descansar.
A propósito: en nuestro safari no he visto ni rastro de dos camas dispuestas para los visitantes, según nos adelantó, únicamente el sólido lecho matrimonial de los dueños. Ah, se ausenta Bidane.
– ¿Dónde piensa ponernos a dormir?, ¿en el suelo? -silbo.
En el rostro de Koldobike aparecen más sombras de las que nos rodean.
– Algo más grave que eso me zumba en la cabeza… Te digo, Sam, que te ha traído a una trampa, que te quiere eliminar. Abre bien los ojos, Eladio Altube te espera en algún rincón para darte un garrotazo. Luego, en buena lógica criminal, tendría que despeinar mis hermosas matas oxigenadas.
– Tus temores hacen buena mi teoría del falso atentado. ¿Tan importante fue para los gemelos… y lo sigue siendo para el vivo?
Suenan las pisadas de Bidane y surge con una fuente de higos. ¿Nuestra última cena?
– Ha sido un buen año de higos -dice.
Koldobike toma dos y yo uno. Así quedamos, mirándonos, con los frutos en la mano. ¿Esperamos a que la mujer se meta uno a la boca y nos demuestre que no están envenenados? Los tres sentados, sus brazos descansan sobre su halda y no se le adivina ninguna intención de llevar una mano a la bandeja. Koldobike cierra los ojos y mordisquea uno de sus higos. Yo hago lo mismo con el mío.
– Los pajaritos comen más -sonríe Bidane. Nos sentimos ridículos y comemos, incluso repetimos-. Os he sacado algo porque aún nos queda el camarote.
Dios mío. Un cansancio inútil por impulsarlo una mentira. Sin embargo, viendo a Bidane, su dramática seriedad, nadie pensaría eso.
– ¿El camarote? -exclamo-. ¡Nadie invade las casas por los camarotes!
Bidane señala la fuente sobre la mesa y explica:
– En el muro sur de Zumalabena tenemos ocho higueras cuyas ramas llegan al tejado y el viento las mueve y rompen tejas y tablas y hacen agujeros. Hay que echar un vistazo.
¿Por qué no pidió a Eladio que echara ese vistazo? Creo que el veredicto de Koldobike sería el siguiente: «Sam, ella carga con el miedo de los dos».
El quinqué de Bidane nos precede por unos peldaños de gran riqueza musical, las polillas habitan un conservatorio. La luz del quinqué ni de lejos alcanza los límites del camarote, pero el pequeño estruendo perdido de nuestras pisadas me hace creer que estamos en un hangar. No vacío, ah, no: toda una memoria de generaciones depositada en trastos que nadie utilizará ni nadie se atreve a tirar. Zigzagueamos por entre ellos camino de los supuestos accesos por el tejado. Bidane dirige el quinqué a un punto.