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– También el abuelo suele bajar.

– ¿Ni tu abuelo ni tu padre te hablaron del crimen cometido aquí mismo? ¿Quién de los dos vivió aquello? ¿Viene tu abuelo detrás de tu padre?

– El abuelo está en casa, con el niño.

– ¿Qué niño?

– Mi hijo.

Estoy a punto de preguntar: «¿Es que no hay mujeres en esa casa?», pero pienso: «¡Dios mío, cuatro generaciones y no les queda ninguna mujer!». Etxe recupera su brazo y se va playa adelante.

– Adiós -despido a su espalda y quedo a la espera del que se aproxima, éste sin desviarse.

– Hola.

Se detiene a dos pasos. Es un Etxe auténtico. Carga a su espalda un saco lleno de algo.

– Inocencio marca con un palo lo que va encontrando y yo lo recojo -dice de primeras-. Es mi vista, bastante jodida.

Él ha roto a hablar, sí, pero no tiene intención de continuar, sólo de seguir su marcha.

– Espera, espera -he de frenarle-. Soy Samuel Esparta, investigador privado, y creo que, por tu edad, eres quien salvó la vida a uno de los gemelos Altube. ¿Recuerdas? Hace diez años, aquí mismo.

Callo para que organice sus ideas. Quiere mantener su mirada fija en mis ojos, pero sólo consigue intermitencias.

– Sí. Sí, pero ¿por qué vienes?

Es una petición directa, pero él no es de esa pasta y lo paga: pierde el saco, que cae a la arena, y sus hombros recogen una cabeza hundida.

– Fue terrible -murmura. Y repite-: Terrible.

– Sí, un crimen bárbaro. E impune.

– ¿Eh?

– Sin resolver. El asesino anda libre por el pueblo.

Lanza un suspiro.

– Terrible lo que pasé. Corriendo arriba y abajo, sin aliento, y para salvar sólo a uno de los chicos. Eso fue lo terrible: sólo a uno. -Necesita sentarse y lo hace sobre la misma arena, junto a su saco-. ¿Por qué? -Ahora sí que su mirada, desde abajo, se cuelga de la mía. Mueve la cabeza de un lado a otro con una desesperación lenta-. ¿Pero a mí qué me importa por qué? No quiero hablar de eso. No, no quiero.

– Sin embargo, lo recuerdas muy bien.

– Sí, ahora, porque tú me lo has traído. ¡Pero llevaba diez años sin acordarme! En casa nunca hablé de esta maldición. ¡Nunca!

Apoyando los codos en sus rodillas, se cubre la cara con las manos.

– No te culpes de nada, hiciste lo que estuvo en tu mano.

– ¡Pero murió uno! No andaría yo rápido. Perdí demasiado tiempo…

– ¿A qué te refieres?

– Oigo los gritos, corro a la peña, subo y veo a los dos amarrados con cadenas y empiezo a tirar y Eladio gritándome que lo deje y vaya en busca de los herreros de Cuatro Caminos, y yo voy, y luego más tiempo perdido llamando a la puerta de la herrería… ¡Y la marea para arriba!

– ¿Estaba cerrada?

– ¿Cómo iba a estar antes del canto de los pájaros?

– Es curioso, nunca se mencionó lo de que la puerta estuviera cerrada.

– ¡Cerrada y bien cerrada! ¡Y yo, aporreándola con la lengua fuera!

– De alguna manera tenías que llamar.

– Pero Antimo Zalla no estaba, no vivía en esa puerta sino tres más allá.

En la versión conocida nunca figuró ese detalle.

– Si sabías que no vivía allí…

– ¡Lo sabía pero lo olvidé! Acabé dando patadas a la madera.

– Y de pronto recordaste que…

– Sí, recordé lo que ya sabía y corrí a aporrear la puerta buena y tardó un siglo en abrirse una ventana sobre mi cabeza y oí el ¿qué, qué? de Antimo, y yo le cuento a gritos lo que pasa, y él, ¿qué, qué?, y por fin se abre el portal y aparece Antimo en calzoncillos y gruñendo ¿qué, qué?, y yo le agarro del interior sin dejar de gritar, y él sube a casa y luego baja sólo con pantalones y boina, lo mismo que su hijo Tomasón. ¡Hay que cortar cadenas!, le digo, y él, que ya te he oído, y era verdad que me había oído, porque al llegar a su herrería veo la llave en su mano, y entramos y coge una sierra, pero no encuentra las hojas, y por fin le veo una en la mano, pero me dice que romperá más de una y sigue buscando, y la marea para arriba, hasta que un siglo después ya íbamos los tres carretera abajo, yo metiéndoles prisa a gritos…

Calla de pronto y me dice, esta vez mirándome:

– ¿Por qué me haces hablar?

Le aseguro que le estoy muy agradecido, y le recuerdo que soy un investigador muy interesado en…

– Pero no es bueno traer aquello que pasó hace tiempo.

– ¿Por qué no? Nadie se ha preocupado hasta ahora de hacer justicia, porque hay algo dentro de nosotros que nos pide hacer las cosas bien, acabarlas bien. Y mientras ese criminal ande por ahí libre…

– Sí, pero ¿quién te paga por remover lo viejo?

– Nadie me paga… aunque los investigadores privados solemos cobrar unas cuantas pesetas por día más gastos cuando alguien nos contrata. Ahora, me he contratado a mí mismo. -No lo entiende, le falta un dato: ¿de dónde sale el dinero que ha de pasar de una de mis manos a la otra?-. Soy Sancho, el de la librería Beltza de Algorta.

Lo piensa un rato.

– El de esa librería es un Bordaberri. A Vicente lo fusilaron… ¿Eres Sancho, su hijo? Te le pareces y a lo mejor lo eres.

Se me queda mirando con curiosidad y asiente con la cabeza. Pero necesita algo más y le recuerdo:

– Ya sabes que la gente se pone ropa distinta para bajar a la ribera a pescar…

– Y tú estás pescando… Sólo contaré cosas que entonces conté a la policía y que ya sabe todo el mundo, tú también.

– Sin embargo, nadie sabía el tiempo que perdiste llamando a las dos puertas y que pudo sentenciar la muerte de Leonardo. ¿Por qué callaste ese retraso? A lo mejor preferías llegar tarde a la playa. Cuando un investigador descubre que alguien no quiere hablar, tiene que sospechar de él. Está en todas las novelas policiacas.

– ¿Qué me quieres decir? -se asusta-. Yo no tenía nada contra los gemelos Altube… ¡Salvé a uno! Yo sólo quiero no recordar aquello tan terrible.

Espero a que se calme, no quiero asustarle más. Retoma su relato en el punto exacto donde lo dejó:

– Corrimos los tres por la playa, yo delante, para arrastrarles… ¿Hace esto uno que quiere llegar tarde? Yo no quitaba ojo de la peña de Félix Apraiz.

– ¿Te importa que nos acerquemos?

No le gusta la idea, pero se pone en pie. Avanzamos por la playa sin hablar, yo temiendo a cada momento que se arrepienta y me deje solo. Alcanzamos la frontera entre la arena y las primeras piedras.

– No había vuelto a estar tan cerca -oigo susurrar a Lucio Etxe.

No quita ojo de la gran peña con su argolla, a unos cien metros de nosotros y apenas acariciada por el oleaje en ascenso. Ahora avanzamos por pequeñas piedras cubiertas de verdín, en un equilibrio que hace más difícil la lisa suela de mis zapatos. Hay una zona de peñas menores antes de llegar a una de las grandes, la nuestra. Mis dedos acarician la superficie rugosa de la argolla, empotrada en el tercio inferior de la dura roca.

– ¿Quién desprendió finalmente las cadenas?

– ¿Desprender? Nadie, allí quedaron. Y al día siguiente ya no estaban.

– Las mandaría retirar el juez.

– No sé. Nadie las ha visto más.

– ¿Cómo estaban sujetas las cadenas a…?

– Candado. Grande.

Tiene prisa por acabar y largarse.

– Candados -rectifico.

– No, candado, sólo un candado.

– Tuvo que haber dos, uno para cada cadena que rodeó cada cuello. Al infortunado de Leonardo le tocó la más corta.

– No había ni corta ni larga, sólo una muy larga pero enrollada sobre sí misma formando una bola a causa de las corrientes del agua. Eso sí: de ese nudo salían dos cabos. Lo único que importa es que el más corto tenía que haber sido más largo.

– ¿Cómo estaban cerrados alrededor de los cuellos los extremos de los cabos?

– Candados. Esta vez, dos. Más pequeños.