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De vuelta al despacho, Bernal entró en la cafetería de la policía a tomar un café y le alegró ver a un antiguo colega que trabajaba en los archivos generales. El inspector Esteban Ibáñez había nacido en la plaza de Antón Martín, como Bernal, y habían sido amigos desde la infancia. Nunca había tenido el brío de Luis ni mucho acierto a la hora de resolver casos difíciles, y pronto había optado por entrar en Archivos, a causa de su extraordinaria memoria.

– Hola, Luis. No puedes ni imaginarte los problemas que tenemos con el cambio de régimen. Estamos llevando todas las fichas políticas a los altos jefes, que ni siquiera nos dejan ver lo que hacen, y estoy seguro de que van a tirar o destruir gran parte del material -hombre muy ordenado, era evidente que le irritaba sobremanera aquella intromisión en su esfera de competencia-. Pero, como sabes, tengo buena memoria y me acuerdo de las fichas que de pronto quedan en blanco. Y esto no ocurre sólo en la sección política. También muchas de la sección de fraudes están quedando limpias.

Bernal intuyó que Esteban era una de las pocas personas de toda la DGS en que podía confiar. Llevado de un impulso, le preguntó:

– Esteban, ¿qué significa «Sábado de Gloria»?

Ibáñez le observó con atención.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Bueno, un periodista llamado Santos, cuya muerte investigo, escribió esas palabras en un papel que encontramos en su mesa.

– ¿Y no había descubierto nada más al respecto?

– No por lo que sabemos, aunque todavía seguimos mirando sus papeles -y contó a Ibáñez lo del allanamiento del estudio de Santos tras la fatal caída.

– Hemos oído rumores, Luis, sobre un complot fascista. ¿Sabías que se detuvo a cuatro fascistas alemanes a tres días de un asesinato planeado contra el ministro del Interior? ¿Y sabías que se les ha dejado volver tranquilamente a Alemania? Pues no acaban aquí las cosas. Los hay argentinos, dominicanos, colombianos, chilenos e italianos también. Y parece que Alicante es el punto de reunión de todos ellos. Algo se prepara, Luis, te lo digo yo, pero no sé exactamente qué.

– Pero el nombre de la conspiración, si es que de eso se trata, sugiere que todo va a ocurrir el sábado que viene, ¿no? ¿Has visto el anuncio en el matutino?

– Sí. Probablemente sea la forma de concentrar a los contingentes. Se rumorea que el gobierno va a legalizar dentro de poco al Partido Comunista. Habrás leído en la prensa que el Tribunal Supremo devolvió la pelota al gobierno afirmando no tener facultad de decisión sobre cuestiones como la legalización de partidos políticos. Esta tarde hay consejo de ministros en la Moncloa.

– ¿Qué hay de la seguridad personal del presidente?

– La organiza él mismo. Un tipo listo. Nuestro ministro también ha tomado precauciones especiales desde el asunto de los alemanes.

– Nunca serán suficientes, dadas las circunstancias. No queremos más viajes a las alturas celestiales.

Ibáñez se dio cuenta de que Bernal se refería al asesinato del almirante Carrero Blanco en diciembre de 1973, cuyo vehículo había sobrevolado un edificio de la calle Claudio Coello a consecuencia de un explosivo colocado bajo el asfalto. No se había conseguido sentar a los responsables en el banquillo de los acusados.

– No descuides ese asunto, Luis. Te ayudaré en lo que esté en mi mano.

Bernal le contó la desaparición de las huellas de la sección de Prieto e Ibáñez hizo un gesto de preocupación.

– Ten cuidado, Luis. Recuerda que lo que se dice de la policía «paralela» puede ser algo más que fantasías de la izquierda. Hay insistentes rumores de que alguien de arriba ha cogido un buen pellizco del presupuesto para organizar una policía secreta dentro de la policía, con vistas a controlar el país si el gobierno se inclina demasiado a la izquierda.

– Si descubro algo más, te llamaré por teléfono.

– No lo hagas. Es mejor que me busques y charlemos en un sitio seguro.

Luis supo que el otro pensaba en la posibilidad de que los teléfonos estuvieran intervenidos.

– De acuerdo, Esteban. Me alegro de haberte visto.

Diez de la mañana

Paco Navarro hablaba por teléfono cuando Bernal entró.

– Es Ángel, jefe. Cree que ha localizado a la misteriosa Marisol. Dice que vayamos y nos reunamos con él en la calle del Ave María, y propone que Elena se venga aquí para sustituirnos.

– Espérala tú aquí, Paco. Pídeme un coche, estaré allí en seguida.

– Dice que estará en la esquina de Ave María con Tres Peces.

Dicho cruce, recordaba Bernal, estaba en la parte alta de Ave María; había sido su zona de correteos infantiles.

– Te llamaré en cuanto aclaremos lo de la chica. Creo que será mejor que Elena nos ayude a traerla, aunque primero tengo que ver cómo están las cosas.

Mientras el chófer sorteaba las estrechas calles que rodeaban Antón Martín y giraba por Ave María, Bernal recordó haber leído que durante el reinado de Felipe II la calle en cuestión había sido célebre por sus casas destartaladas y llenas de prostitutas. Cuando se demolieron algunos de los edificios, en los pozos correspondientes se habían encontrado cadáveres de clientes asesinados, haciendo que los mirones exclamaran «¡Ave María!» Bernal comprobó que algunas de las casas más antiguas habían sido derribadas y que se habían construido en su lugar edificios de apartamentos de buen aspecto, de igual altura e igual fachada, aunque una de las viejas manzanas, apuntalada por todas partes, parecía haber escapado incluso a las órdenes de demolición de Felipe II.

Bernal encontró a Ángel y Elena delante de un zaguán y dijo al chófer que parase un poco más abajo.

– Será mejor que entre y oiga lo que el portero tiene que decirle, jefe -dijo Ángel con aire sombrío.

Diez y media de la mañana

El portero era un individuo viejo, sordo y asustado, que, nada más ver el carnet de Bernal, exclamó:

– Comisario, suerte que ha venido usted. Ya pensaba llamarles. Es por el olor, ¿sabe usted? Y por el perro que aúlla. Los vecinos no hacen más que quejarse.

– ¿Dónde vive Marisol? -dijo Bernal, enseñándole la foto. Y acto seguido, en voz más alta-: ¡Que dónde vive Marisol!

– Ya se lo he contado todo aquí al joven. Se llama María Soledad Molina y vive en el primero izquierda. Es el que tengo encima de la portería. Es una chica tranquila, muy reservada, va bastante pintada y sale por la noche hasta muy tarde, pero es que creo que trabaja de bailarina en un club que hay detrás de la Gran Vía. Casi todos los días viene a verla un joven muy bien vestido.

Bernal sacó una foto de Raúl Santos y el portero dijo inmediatamente:

– ¡Ése es! ¡El mismo! Creo que tiene una llave del piso de la chica porque se la he visto sacar del bolsillo al entrar. De vez en cuando me da buenas propinas, por cuidar de su novia, dice él.

– ¿Cuándo le vio por última vez? -el grito de Bernal resonó en el silencio de la portería, tanto que se imaginó que todos los vecinos estaban escuchando en el hueco de la escalera.

– Hace más de una semana. Ayer me parece que hizo una semana. Llevaba un maletín negro, como el que usted lleva. No lo he visto desde entonces.

– ¿Y a ella? ¿Cuándo la vio por última vez? -Bernal acababa de percatarse de que el portero podía leerle en los labios, de manera que los movió con exageración en vez de hablar a gritos.

– El sábado, a la hora de comer. Iba muy arreglada y llevaba una maleta pequeña.

– ¿Piensa usted que se iba fuera?

– Tal vez lo haya hecho -dijo el viejo-, aunque suele llevar una maleta consigo cuando va a trabajar. Ella misma se hace la ropa con que actúa, ya me entiende. Tiene una máquina de coser eléctrica en casa -al parecer, aquello era un síntoma de riqueza para el portero.

– ¿Tiene usted llave de la casa? -dijo Bernal.

– No. Ya hemos llamado, porque el perrito que tiene no hace más que ladrar y gemir. Lo deja aquí cuando sale, salvo cuando lo paseo por las mañanas y a la caída de la noche. Y al animalito parece que no le gusta. No debería haberse marchado y dejarlo encerrado, si es que eso es lo que ha hecho. Además, con el mal olor que hay, los vecinos no paran de quejarse. El pobre animal ha tenido que ensuciarse en todas partes.