Era interesante, pensó Kate, que esta información no hubiera salido a relucir cuando Dalgliesh interrogó a los funcionarios que dependían de sir Paul. Aquellos hombres cuidadosos, por su preparación y por propio instinto, protegieron a su ministro. ¿Extendieron también esta protección más allá de la muerte? Hablaron de la rapidez y la habilidad de Paul Berowne para dominar una situación complicada, pero no se había hecho ninguna mención a la visita de una joven inoportuna. Pero tal vez esto no resultara sorprendente. El funcionario que había pasado el mensaje era en cierto modo un principiante. Era un ejemplo más de prescindir de interrogar al hombre que en realidad poseía la información interesante. Pero, aunque se le hubiera interrogado, tal vez él no hubiese juzgado importante el hecho, a no ser que hubiera leído el informe sobre la investigación judicial y reconocido a la joven. Y tal vez ni siquiera en este caso lo habría mencionado.
Carole Washburn seguía contemplando el bosque, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta y los hombros encogidos como si de aquella maraña de vegetación llegara el primer viento frío del invierno. Dijo:
– Estaba apoyada en el tronco…, aquel tronco. Apenas puede verse ahora, y en pleno verano es invisible. Pudo haber permanecido aquí días enteros.
No por mucho tiempo, pensó Kate. El olor pronto hubiera alertado a los guardianes del parque. Holland Park podía ser un pequeño paraíso en medio de la ciudad, pero no era diferente de cualquier otro Edén. Había todavía predadores de cuatro patas merodeando entre las matas, y predadores de dos patas que caminaban por los senderos. La muerte seguía siendo la muerte. Los cadáveres todavía hedían cuando se pudrían. Miró a su compañera. Carole Washburn seguía contemplando el bosque con una dolorosa intensidad, como si conjurase aquella figura caída al pie del álamo. Entonces dijo:
– Paul explicó la verdad sobre lo sucedido, pero no toda la verdad, Había dos cartas en el bolsillo de la chaqueta de ella, una dirigida a sus abuelos para pedirles perdón, la que se leyó en la encuesta judicial. Pero había otra, marcada como confidencial y dirigida a Paul. Esto es lo que he venido a contarle a usted.
– ¿Usted la vio? ¿Se la enseñó él?
Kate trataba de impedir que se notara avidez en su voz. ¿Sería esto, por fin, una prueba física?, pensó.
– No. La trajo a mi apartamento pero no me la dio para que la leyese. Él me dijo lo que contenía. Al parecer, mientras Theresa trabajaba como enfermera en Pembroke Lodge, la pasaron al servicio nocturno. A una de las pacientes su esposo le había llevado unas botellas de champaña y estaban dando una fiesta. Algo propio de aquel lugar. La mujer estaba un poco achispada. Hablaba sin parar sobre su bebé, un hijo después de tres niñas, y dijo: «Gracias al querido Stephen». Después, explicó que si las pacientes querían un bebé de un sexo determinado, Lampart hacía una amniocentesis temprana y abortaba el feto indeseado. Las mujeres que odiaban los partos y no estaban dispuestas a pasar por ellos sólo para tener un hijo del sexo no deseado, sabían dónde acudir.
Kate dijo:
– Pero asumía…, asume un riesgo terrible.
– En realidad, no. No si nunca hay nada sobre papel, ni se habla nunca de nada específico. Paul se preguntaba si algunos de los informes patológicos eran falsificados para mostrar una anormalidad en el feto. La mayor parte de su trabajo de laboratorio se efectúa en la misma clínica. Después, Theresa trató de obtener alguna prueba, pero no era fácil. Cuando interrogó a la paciente al día siguiente, ella se echó a reír y dijo que estaba bromeando. Pero Theresa se sintió aterrorizada. Aquella misma tarde se despidió.
Por consiguiente, ésta era la explicación de aquellas misteriosas anotaciones que Dalgliesh había encontrado en el misal de Theresa. Ella trataba de reunir pruebas sobre el sexo de los hijos anteriores de las pacientes. Kate preguntó:
– ¿Habló Theresa con alguien en Pembroke Lodge?
– No se atrevió. Sabía que alguien había atacado en cierta ocasión a Lampart, y que éste lo había arruinado con una querella por difamación. Era…, es un hombre notoriamente propenso al litigio ante los tribunales. ¿Qué podía esperar hacer ella, una joven enfermera, pobre, sin amigos poderosos, contra un hombre de este estilo? ¿Quién iba a creerla? Y entonces descubrió que estaba embarazada y que tenía sus propios problemas en los que pensar. ¿Cómo podía ella hablar contra lo que consideraba como el pecado de él, cuando ella misma estaba a punto de cometer pecado mortal? Pero cuando ya se preparaba para morir, creyó que había de hacer algo, poner punto final a aquello. Pensó en Paul. Éste no era un ser débil, no tenía nada que temer. Era un ministro, un hombre poderoso. Él se ocuparía de que aquello cesara.
– ¿Y lo hizo?
– ¿Cómo iba a hacerlo? Ella no tenía la menor idea del tipo de carga que colocaba sobre sus hombros. Como he dicho, era una inocente. Siempre son éstas las que causan más daño. Lampart es el amante de su esposa. Si arremetía contra él, parecería un chantaje o, lo que todavía sería peor, una venganza. Y la culpabilidad que sentía por la muerte de ella, su mentira al decir que debía de ser una de sus votantes, el hecho de que no la ayudara, todo esto debió de parecerle moralmente peor que todo lo que estuviera haciendo Lampart.
– ¿Y qué decidió?
– Rompió la carta mientras estaba conmigo y la arrojó al water.
– Pero él era abogado… ¿No tuvo el instinto de conservar esta prueba?
– No esta clase de prueba. Dijo: «Si no tengo valor para utilizarla, debo desprenderme de ella. No hay fórmula de compromiso. O hago lo que Theresa quería o destruyo la prueba». Supongo que guardarla podía ser degradante, como si conservara cuidadosamente una prueba contra un enemigo, por si era necesaria en el futuro.
– ¿Le pidió consejo a usted?
– No. Consejo, no. Él necesitaba pensarlo todo de nuevo y yo estaba allí para escuchar. Para eso solía necesitarlo, para escuchar. Ahora me doy cuenta. Y sabía lo que diría yo, lo que quería yo decir. Yo diría: «Divórciate de Barbara y utiliza esta carta para asegurarte de que ella y su amante no pongan ningún inconveniente. Utilízala para conseguir tu libertad». No sé si lo hubiera dicho con tanta brutalidad, pero él sabía que eso era lo que yo quería que hiciera. Antes de destruirla, me hizo prometer que no diría nada.
Kate preguntó:
– ¿Está segura de que no tomó absolutamente ninguna medida?,
– Creo que tal vez habló con Lampart. Me dijo que lo haría, pero nunca más volvimos a hablar de ello. Él se disponía a decirle a Lampart lo que sabía, admitiendo que no tenía pruebas. Y retiró su dinero de Pembroke Lodge. Era un capital importante, tengo entendido, que había invertido anteriormente su hermano.
Empezaron a caminar lentamente por el sendero. Kate pensó: Supongamos que Paul Berowne hubiera hablado con Lampart. Con la prueba destruida, y además una prueba patéticamente inadecuada, el doctor poco tenía que temer. Un escándalo podía dañar a Paul Berowne tanto como al propio Lampart. Pero después de la experiencia de sir Paul en aquella sacristía, tal vez las cosas resultaran muy diferentes, Tal vez el Berowne cambiado, habiendo echado por la borda su carrera, consideraría como su deber moral denunciar y arruinar a Lampart, con pruebas o sin ellas. ¿Y qué sería de Barbara Berowne, enfrentada por una parte a un marido, que había abandonado a la vez su cargo y todas sus perspectivas, y que incluso se proponía vender su casa, y, por otro lado, a un amante que tal vez estuviera sentenciado a la ruina? Kate decidió hacer una pregunta contundente que, en otras circunstancias, tal vez hubiera considerado imprudente: