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– ¿Cree que Lampart le mató, con o sin la complicidad de ella?

– No. Sería un estúpido si la implicase a ella en algo de este tipo. Y ella no tiene el valor ni el ingenio para planearlo por sí sola. Es el tipo de mujer que consigue un hombre para que le haga el trabajo sucio, y después se persuade a sí misma de que no sabe nada al respecto. Pero yo le he dado un motivo, un motivo para los dos. Habría de bastar para que a ella la vida le resultara incómoda.

– ¿Es eso lo que desea?

La joven se volvió en redondo y exclamó con súbita pasión:

– ¡No, no es eso lo que deseo! Quiero verla acosada, interrogada, aterrorizada. Quiero verla humillada. Quiero verla detenida, encarcelada para toda su vida. Quiero verla muerta. Esto no sucederá, nada de esto sucederá. Y lo peor es que yo me he hecho más daño a mí misma que todo el que pueda hacerle a ella. Una vez la telefoneé a usted, una vez dije que me encontraría aquí, supe que tenía que venir. Pero él me habló confidencialmente, confió en mí, siempre había confiado en mí. Ahora ya no queda nada, nada de lo que pueda recordar acerca de nuestro amor, que esté libre de dolor y de culpabilidad.

Kate la miró y vio que estaba llorando. No emitía ningún sonido, ni siquiera el menor sollozo, pero de unos ojos fijos y que parecían aterrorizados brotaban las lágrimas en una corriente ininterrumpida y corrían por su cara exangüe hasta llegar a una boca medio abierta y temblorosa. Había algo que asustaba en aquel dolor intenso y silencioso. Kate pensó: «No hay un hombre, ningún hombre en el mundo, que merezca esta agonía». Sintió una mezcla de compasión, de impotencia y de irritación que, pudo reconocerlo, no carecía de un leve menosprecio. Pero la compasión se impuso. No acertaba a decir nada que sirviera de consuelo, pero al menos podía ofrecer alguna respuesta práctica, pedir a Carole que fuese con ella a su apartamento para tomar un poco de café antes de separarse. Abría ya la boca para hablar, pero se contuvo. La joven no era sospechosa. Incluso en el caso de que fuera razonable pensar en ella como tal, tenía una coartada, una reunión fuera de Londres a la hora del crimen. Pero en el caso de que a Carole se le exigiera declarar ante el tribunal, cualquier sugerencia de amistad o de un entendimiento entre las dos podía resultar perjudicial para la acusación. Y para algo más que la acusación: podía ser perjudicial para su propia carrera. Era el tipo de error sentimental de juicio que no desagradaría del todo a Massingham si llegaba a enterarse de él. Y entonces se oyó a sí misma decir:

– Mi apartamento está muy cerca de aquí, al otro lado de la avenida. Venga y tome un poco de café antes de marcharse.

En el apartamento, Carole Washburn se dirigió hacia la ventana como una autómata y contempló la vista sin decir palabra. Después se acercó al sofá y examinó la pintura al óleo colgada en la pared: tres triángulos, en parte sobrepuestos, en pardo rojizo, verde claro y blanco. Preguntó, pero no como si le importara mucho:

– ¿Le gusta el arte moderno?

– Me gusta experimentar con formas y diferentes colores unos junto a otros. No me gustan las reproducciones y no puedo permitirme originales, de modo que pinto por mi cuenta. No creo que sean arte, pero disfruto con ellos.

– ¿Dónde aprendió a pintar?

– Me limité a comprar las telas y las pinturas y aprendí por mi cuenta. El dormitorio pequeño es una especie de estudio. Últimamente, no he tenido tiempo para hacer gran cosa.

– Es interesante. Me gusta la textura del fondo.

– La hice apretando una tela contra la pintura antes de que se secara. La textura es lo más fácil; lo que me cuesta más es aplicar el óleo debidamente.

Entró en la cocina para moler el café. Carole la siguió y se quedó mirándola desde el umbral. Esperó hasta que desenchufó el molinillo, y entonces preguntó súbitamente.

– ¿Qué le hizo elegir la policía?

Kate sintió la tentación de contestar: «Prácticamente las mismas razones que a ti te hicieron elegir ser funcionaria civil. Pensé que podría realizar esa tarea. Era ambiciosa. Prefiero el orden y la jerarquía al caos». Después se preguntó si Carole necesitaba hacer preguntas en vez de contestarlas, hurgar, aunque fuera tentativamente, en la vida de otra persona. Respondió:

– No quería un trabajo de oficina. Deseaba una carrera en la que, desde un buen principio, pudiera esperar una promoción. Supongo que me gusta enfrentarme a los hombres y éstos se mostraron bastante contrarios a mi idea en la escuela a la que fui. Esto fue un incentivo adicional.

Carole Washburn guardó silencio y la miró durante unos momentos, antes de retirarse de nuevo a la sala de estar. Kate, con las manos ocupadas por la cafetera, las tazas y los platos, la bandeja y las galletas, no pudo menos que recordar aquella última entrevista con la señorita Shepherd, la asesora de carreras:

– Nosotros esperábamos que apuntaras más alto, hacia la universidad, por ejemplo. Yo diría que tus notas te hacen apta para ella.

– Quiero empezar a ganar dinero.

– Eso es comprensible, Kate, pero recuerda que puedes aspirar a una beca completa. Podrás arreglártelas.

– Yo no quiero arreglármelas. Quiero un puesto de trabajo, algo que sea mío. La universidad representaría tres años perdidos.

– La educación nunca se pierde, Kate.

– Es que no abandono la educación. Puedo seguir educándome a mí misma.

– Pero una mujer policía… Nosotros esperábamos más bien que eligieras algo más… Bien, socialmente importante.

– Quiere decir más útil.

– Más relacionado, tal vez, con los problemas humanos básicos.

– No se me ocurre nada más básico que contribuir a que la gente pueda pasearse con toda seguridad en su propia ciudad.

– Siento decirte, Kate, que las recientes investigaciones demuestran que pasear con toda seguridad tiene poco que ver con el nivel de labor policial. ¿Por qué no lees ese folleto que hay en la biblioteca, «Labor policial en la ciudad: una solución socialista»? Pero si ésta es tu opción, naturalmente haremos cuanto podamos para ayudarte. ¿Y dónde deseas situarte? ¿En el Departamento de Menores?

– No. Deseo ser detective.

Y había sentido la tentación de añadir con malicia: «Y también la primera mujer que esté al frente de una comisaría». Sin embargo, supo después que esto era tan irreal como la posibilidad de que una recluta de las fuerzas femeninas del ejército llegar a mandar la Caballería Real. Las ambiciones, si se quería saborearlas, y no digamos satisfacerlas, habían de arraigar en la posibilidad. Incluso sus fantasías infantiles habían estado ancladas en la realidad. El padre perdido reaparecía, afectuoso, próspero y arrepentido, pero jamás esperó de él que se apeara de un Rolls-Royce. Y al final no se había presentado, y ella supo que en realidad jamás había esperado que lo hiciera.

No se oía el menor rumor en la sala de estar y, cuando entró en ella con la bandeja del café, vio que Carole se había sentado en una silla, muy erguida y mirando sus manos cruzadas. Kate depositó la bandeja y en seguida Carole vertió leche en su taza y a continuación la levantó con las dos manos y bebió con avidez agazapada en su silla como si fuera una anciana acuciada por el hambre.

Era extraño, pensó Kate, que la joven pareciera más desesperada, poseedora de menos control sobre sí misma, que en su primer encuentro, cuando charlaron brevemente en su cocina. Se preguntó qué podía haber ocurrido para obligarla a traicionar la confianza de Berowne, para instigar tanta amargura y tanto rencor. ¿Se habría enterado de que no se la mencionaba en el testamento de él? Sin embargo, seguramente era esto lo que ella esperaba. Pero tal vez esto importara más de lo que ella pudiera haber creído, esa confirmación pública y definitiva de que siempre había ocupado tan sólo un lugar en la periferia de la vida de él, oficialmente no existente después de la muerte como lo había sido en los años que pasaron juntos. Ella pensaba que le era indispensable, que él había encontrado con ella en aquel apartamento sencillo, pocas veces visitado, un foco tranquilo de plenitud y de paz. Y tal vez hubiera sido así, al menos durante unas pocas horas arrebatadas a su tiempo. Sin embargo, ella no había sido indispensable para él; no lo había sido nadie. Él había organizado a la gente en compartimientos, tal como lo había hecho con el resto de su vida extraordinariamente reglamentada, archivando a cada persona en los recovecos de su mente hasta el momento de necesitar lo que cada una pudiera ofrecerle. No obstante, se preguntó Kate a sí misma, ¿es eso tan diferente de lo que yo hago con Allan?