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Se preguntó si había sido prudente mostrar su baza tan pronto y con tanta claridad, pero la duda sólo fue momentánea. Era necesario enfrentar a Lampart con la nueva evidencia, por tenue que ésta pudiera ser. Se le había de conceder el derecho a la réplica. Y si todo ello era irrelevante, cuanto antes quedara despejado, tanto mejor.

Lampart dijo:

– No fue así. Nunca hablamos. Y, suponiendo que él lo creyese, se hubiera encontrado en una situación bastante desagradable, mucho más desagradable de lo que pueda usted suponer. Él quería un hijo, pero desde luego no quería otra hija. Y, por otra parte, tampoco Barbara. Tal vez Barbara deseara darle un heredero, aunque sólo fuera para consolidar su posición. Ella consideraba esto como parte del trato. Sin embargo, nueve meses de incomodidad para darle otra hija que le disgustara, a la que despreciara e ignorase, era pedirle demasiado a una mujer, sobre todo a una mujer a la que desagrada y teme un parto. Suponiendo que esa historia fuese cierta, podría usted decir que Berowne se encontraba en una posición curiosa, al menos en el aspecto moral. Él no podía digerir los medios, pero sospecho que no le desagradaban del todo los fines. Y ésta nunca ha sido una postura moral particularmente digna, al menos en mi opinión. Barbara tuvo un aborto -una niña- ocho meses después de su matrimonio. ¿Cree usted que a él le causó esto un gran disgusto? No me extraña que el pobre diablo se desbaratase por completo psicológicamente. No me extraña que se rajara el cuello con una navaja. Lo que usted ha descubierto, comandante, si es que es verdad, es una razón adicional para el suicidio, no un motivo para el asesinato.

Lampart descolgó su chaqueta de un colgador y después abrió la puerta para que salieran Dalgliesh y Kate, con una cortesía sonriente que casi resultaba insultante. Después les acompañó hasta su sala de estar privada, cerró la puerta y les indicó las butacas ante la chimenea. Tras sentarse ante ellos, se inclinó hacia adelante, con las piernas abiertas, y aproximó su cara a la de Dalgliesh. Éste pudo ver aquellas correctas facciones ampliadas, los poros de la piel relucientes por el sudor, como si todavía se encontrara bajo el calor del quirófano, los músculos tensos en el cuello, las ojeras de cansancio bajo los ojos y las venillas escarlata alrededor de los iris, las motas de caspa en las raíces del mechón de cabellos que caía, indisciplinado, sobre su frente. Era todavía una cara relativamente joven, pero los signos del envejecimiento ya estaban presentes y, de pronto, pudo ver cuál sería el aspecto de Lampart al cabo de otros treinta años; la piel moteada y blanqueada, los huesos recubiertos por unas carnes menos firmes, la confianza varonil agriada por el cinismo de la vejez. Pero ahora su voz era firme y áspera, y su agresión llegó hasta Dalgliesh, poderosa como una fuerza desencadenada.

– Seré franco con usted, comandante, más franco de lo que probablemente yo juzgaría prudente si lo que usted dice fuese verdad. Si yo hubiera provocado el aborto de esos fetos indeseados, ello no produciría ni la menor impresión en lo que usted denominaría probablemente mi conciencia. Hace doscientos años, la anestesia en los partos era considerada inmoral. Hace menos de cien años, el control de la natalidad era virtualmente ilegal. Una mujer tiene el derecho de elegir si ha de tener o no un hijo. Resulta que yo pienso que también tiene derecho a elegir su sexo. Un hijo no deseado suele ser un estorbo, en sí mismo, para la sociedad y para sus padres. Un feto de dos meses no es un ser humano, es un conjunto complicado de tejidos. Es probable que usted no crea personalmente que el niño tiene un alma antes de nacer, al nacer o después de nacido. Poeta o no poeta, no es usted el tipo de hombre que ve visiones y oye voces en las sacristías de las iglesias. Yo no soy un hombre religioso. Nací con mi ración de neurosis, pero no con ésa. Sin embargo, lo que me sorprende en aquellos que aseguran tener fe es que parecen pensar que pueden encontrar hechos científicos a espaldas de Dios. Ese primer mito, el Jardín del Edén, es notablemente persistente. Siempre pensamos que no tenemos derecho a saber, o que, cuando sabemos, no tenemos derecho a utilizar esa sabiduría. En mi opinión, tenemos derecho a hacer todo lo que podamos para conseguir que la vida humana sea más agradable, más segura y no tan llena de sufrimientos.

Su voz era ronca y en los ojos grises había un destello desagradablemente próximo al fanatismo. Dalgliesh pensó que bien hubiera podido ser un mercenario religioso del siglo XVII recitando su credo con la espada desenvainada.

Dalgliesh repuso suavemente:

– Siempre y cuando, presumiblemente, no perjudiquemos a otras personas y el acto no sea ilegal.

– Siempre y cuando no perjudiquemos a otras personas. Sí, lo admito. Pero librarse de un feto no deseado no perjudica a nadie. O el aborto no puede ser justificado, o bien se justifica basándose en lo que la madre considera importante y el sexo no deseado es una razón tan válida como cualquier otra. Siento más respeto por aquellos cristianos que se oponen al aborto, cualquiera que sea su base, que por aquellos ingeniosos compromisarios que desean una vida de acuerdo con sus propios términos y al mismo tiempo una conciencia libre. Al menos, los primeros son firmes en sus ideas.

Dalgliesh dijo:

– También la ley es firme. El aborto indiscriminado es ilegal.

– Sí, pero esto debería considerarse como altamente discriminatorio. De acuerdo, sé lo que usted quiere decir. Sin embargo, la ley no ha lugar cuando se trata de la moralidad privada, sexual o no.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Y dónde se supone que ha de actuar?

Se levantó y Lampart los acompañó hasta la salida, deferente, sonriente, confiado. Excepto las cortesías de la despedida, no se pronunció ninguna otra palabra.

En el coche Kate dijo:

– Ha sido prácticamente una confesión, señor. Ni siquiera se ha molestado en negarlo.

– No. Pero no es una confesión escrita o que nosotros podamos utilizar ante un tribunal. Y ha sido una confesión de prácticas médicas ilegales, no de asesinato. Y él tiene razón, desde luego. Sería prácticamente imposible probarlo.

– Pero esto le da un doble motivo. Su asunto con lady Berowne y el hecho de que Berowne hubiera podido considerarse obligado a denunciarlo. A pesar de sus faroles y su arrogancia, debe de saber que es tan vulnerable al escándalo como cualquier otro médico. Incluso un simple rumor podría perjudicarle. Y, procedente este rumor de alguien de la categoría de un Berowne, habría de ser tomado en serio.

Dalgliesh dijo:

– Sí, desde luego. Lampart lo tiene todo: los medios, el motivo, la oportunidad, los conocimientos y la arrogancia de pensar que puede salir bien librado del asunto. No obstante, yo acepto una cosa que nos ha dicho. No se hubiera llevado consigo a Barbara Berowne hasta aquella sacristía, y no la veo a ella accediendo a quedarse sola en un coche aparcado en una zona no muy saludable de Paddington, cualquiera que fuese la excusa que le hubieran dado. Y, como siempre, hemos de pensar otra vez en el tiempo. El portero de noche les vio salir juntos de Pembroke Lodge. Higgins les vio llegar al Black Swan. A no ser que uno de ellos o los dos mientan, Lampart queda a salvo.

Y entonces pensó: «A menos que nosotros estemos engañados por aquella descarga de agua desde la tubería. A menos que estemos totalmente equivocados en el momento de la muerte». Si Berowne murió en la hora más temprana que el doctor Kynaston juzgaba posible, las siete de la tarde, ¿qué sería entonces de la coartada de Lampart? Él había asegurado encontrarse en Pembroke Lodge con su amante, pero había más de una manera de salir de la clínica y regresar a ella sin ser visto. Sin embargo, alguien estuvo en la cocina de la iglesia a las ocho, a no ser, desde luego, que se hubiera dejado correr deliberadamente el agua. Pero, ¿quién pudo haberlo hecho? ¿Alguien que llegó antes, a las siete, alguien que llegó en un Rover negro? Si Berowne había muerto a las siete, había otros sospechosos además de Stephen Lampart. No obstante, ¿qué finalidad se perseguía al dejar abierto aquel grifo? Siempre había, desde luego, la posibilidad de que hubiera quedado abierto por casualidad. Pero, en ese caso, ¿cómo y cuándo había sido cerrado?