V
Las amistades de lady Ursula habían expresado su condolencia con flores y su sala de estar tenía un aspecto incongruentemente festivo, debido a las rosas de largo tallo y sin espinas, los claveles y los ramos de importación de lirios blancos, que parecían artefactos de plástico pulverizados con algún perfume. Las flores habían sido introducidas, más bien que ordenadas, en toda una variedad de jarrones colocados alrededor de la habitación, por conveniencia, más que en busca de un efecto. Al lado de ella, sobre la mesa de palisandro, había un pequeño jarro de cristal tallado, con fresias. Su aroma, dulce e inconfundible, llegó hasta Dalgliesh cuando se acercó a su sillón. Ella no se movió para levantarse, pero le tendió la mano y él la tomó. Estaba fría y seca, y no hubo ninguna presión de respuesta. Se sentaba, como siempre, muy erguida, vestida con una falda negra hasta los tobillos y una blusa de cuello alto, de fina lana gris. Sus únicas joyas eran una doble cadena de oro viejo y sus anillos; los largos dedos que reposaban en los brazos de su sillón estaban cargados de grandes piedras centelleantes, hasta el punto de que aquellas manos con venas parecidas a cordones azules y con una piel apergaminada, casi parecían demasiado frágiles para sostener aquel áureo peso.
Hizo un gesto a Dalgliesh para indicarle el sillón opuesto al suyo, Cuando se hubo sentado y Massingham hubo encontrado un lugar en un pequeño sofá colocado junto a la pared, ella dijo:
– El padre Barnes ha estado aquí esta mañana. Tal vez se creyó en el deber de procurarme un consuelo espiritual. ¿O acaso se excusaba por el uso que se hizo de su sacristía? Difícilmente podía suponer que yo le atribuyera la culpa. Si pretendía ofrecerme consuelo espiritual, mucho me temo que encontró en mí un familiar decepcionante. Es un hombre curioso. Lo encuentro muy poco inteligente, muy corriente. ¿Fue ésta también la opinión de usted?
Dalgliesh contestó:
– Yo no lo describiría como corriente, pero es difícil imaginarle influyendo en su hijo.
– A mí me pareció un hombre que hace mucho tiempo ha dejado de esperar poder influir en nadie. Tal vez haya perdido su fe. ¿No está eso de moda, actualmente, en la Iglesia? Pero, ¿por qué eso habría de inquietarle? El mundo está lleno de personas que han perdido la fe: políticos que han perdido la fe en la política, asistentes sociales que han perdido la fe en la asistencia social, maestros que han perdido la fe en la enseñanza y, por lo que puedo yo saber, policías que han perdido la fe en la labor policial y poetas que han perdido la fe en la poesía. Es una característica de la fe el hecho de que se pierda de vez en cuando, o al menos que se extravíe. ¿Y por qué no se hace limpiar la sotana? Es una sotana, ¿no? Había lo que supuse que eran manchas de huevo en el puño derecho, y en la parte del pecho un gran lamparón.
Dalgliesh dijo:
– Es una prenda que prácticamente siempre lleva puesta, lady Ursula.
– Seguramente podría comprarse otra de recambio.
– En caso de poder pagársela. Y había intentado eliminar la mancha.
– ¿De veras? Pero no con gran eficacia. Desde luego, usted ha aprendido a observar esas cosas.
No le sorprendía que estuvieran hablando sobre prendas eclesiásticas mientras lo que quedaba de su hijo yacía, sin cabeza y destripado, en un cajón frigorífico de la morgue. A diferencia de ella y del padre Barnes, ellos dos habían sido capaces de comunicarse desde su primer encuentro. Ella se desplazó un poco en su asiento y después dijo:
– Pero, desde luego, no está usted aquí para charlar sobre los problemas espirituales del padre Barnes. ¿Qué ha venido a decirme, comandante?
– He venido para preguntarle otra vez, lady Ursula, si vio usted o no el dietario de su hijo en el cajón del escritorio, cuando el general Nollinge telefoneó a esta casa el martes pasado, a las seis.
Aquellos ojos notables miraron fijamente a los suyos.
– Esta pregunta ya la ha hecho antes, dos veces. Siempre me satisface, claro, hablar con el poeta que escribió «Rh negativo», pero sus visitas son cada vez más frecuentes y su conversación resulta predecible. No tengo nada que añadir a lo que le dije antes, y juzgo esta reiteración más bien ofensiva.
– ¿Comprende usted la trascendencia de lo que está diciendo?
– Claro que la comprendo. ¿Hay algo más que necesite preguntar?
– Me gustaría que me confirmase que, realmente, habló usted dos veces con Halliwell aquella tarde en que murió su hijo, y que, dentro de lo que usted pueda saber, el Rover no salió aquella noche antes de las diez.
– Esto ya se lo dije, comandante. Hablé con él alrededor de las ocho y después a la nueve y cuarto. Debió de ser unos cuarenta y cinco minutos antes de que él se marchara a Suffolk. Y creo que puede usted tener la seguridad de que si alguien hubiese utilizado el Rover, Halliwell lo habría sabido. ¿Algo más?
– Sí, desearía ver otra vez a la señorita Matlock.
– En ese caso, preferiría que la viese aquí y que yo estuviera presente. Usted mismo puede llamar.
Dalgliesh tiró del cordón del timbre. La señorita Matlock no se apresuró, pero tres minutos después apareció en el umbral de la puerta, ataviada de nuevo con la larga falda gris de amplios pliegues y aquella misma blusa que tan mal le sentaba.
Lady Ursula dijo:
– Siéntate, Mattie. El comandante ha de hacerte unas preguntas.
La mujer fue a buscar una de las sillas colocadas junto a la pared y la acercó, colocándola junto al sillón de lady Ursula. Después miró estoicamente a Dalgliesh, y esta vez pareció como si lo hiciera casi sin la menor ansiedad. Empieza a cobrar confianza, pensó él. Sabe que muy poco es lo que podemos hacer si ella se aferra a su versión de los hechos. Empieza a pensar que, después de todo, la cosa puede ser fácil.
Repasó de nuevo los hechos que ella había relatado, y ella respondió a sus preguntas referentes a la tarde del martes casi con las mismas palabras que había utilizado antes. Finalmente, él dijo:
– Desde luego, ¿no era inusual que el señor Dominic Swayne viniera aquí para tomar un baño, y tal vez comer?
– Ya le dije que lo hacía de vez en cuando. Es el hermano de lady Berowne.
– Pero sir Paul no se enteraba necesariamente de estas visitas, ¿verdad?
– Unas veces sí, y otras no. No era de mi incumbencia decírselo.
– ¿Y la penúltima vez, no el martes sino la vez anterior? ¿Qué hizo usted entonces?
– Tomó un baño, como de costumbre, y después le preparé una cena. No siempre cena aquí cuando viene a bañarse, pero aquella noche lo hizo. Le serví una chuleta de cerdo con salsa de mostaza, patatas fritas y judías verdes.
Una cena más opípara, pensó Dalgliesh, que la tortilla que había preparado ella la noche en que murió Berowne. Pero esa noche él había venido con más premura. ¿Por qué? ¿Porque su hermana le había telefoneado después de la disputa con su marido? ¿Porque le había dicho ella dónde se encontraría Berowne aquella noche? ¿Porque su plan para el asesinato empezaba a cobrar forma?
Preguntó:
– ¿Y después?
– Comió tarta de manzana y queso.
– Yo me refería a qué hizo usted después de la cena.
– Después jugamos al Scrabble.
– Parece como si a usted y a él les gustara extraordinariamente ese juego.