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– A mí me gusta y creo que él juega para complacerme. Aquí no hay nadie más que quiera hacer una partida conmigo.

– ¿Y quién ganó aquella vez, señorita Matlock?

– Yo, me parece. No recuerdo por qué tanteo, pero creo que gané yo.

– ¿Cree usted que ganó? Hablamos de hace tan sólo diez días. ¿No puede estar segura?

Dos pares de ojos se clavaron en los suyos, los de ella y los de lady Ursula. Ellas no eran, pensó, aliadas naturales, pero ahora estaban sentadas la una al lado de la otra, rígidamente erguidas, inmóviles como si estuvieran prendidas en un campo de fuerza que ambas alimentaran y que las vinculara entre sí. Notó que lady Ursula había llegado al extremo de su resistencia, pero creyó ver en la mirada retadora de Evelyn Matlock un destello de triunfo. Entonces ella dijo:

– Puedo recordarlo perfectamente. Gané yo.

Dalgliesh sabía que ésta era la manera más efectiva de fabricar una coartada. Describir hechos que realmente hubieran sucedido, pero en una ocasión diferente. Era la coartada más difícil de desmentir, puesto que, aparte de la alteración en el tiempo, las partes afectadas decían la verdad. Pensaba que ella estaba mintiendo, pero no podía estar seguro. Sabía que la mujer era una neurótica, y el hecho de que ahora empezara a disfrutar al medir su ingenio con el suyo bien podía ser tan sólo la auto-dramatización de una mujer en cuya vida se habían producido muy pocas excitaciones de ese calibre. Oyó entonces la voz de lady Ursula:

– La señorita Matlock ha contestado a todas sus preguntas, comandante. Si se propone seguir acosándola, creo que tendré que disponer que esté presente mi abogado.

Dalgliesh repuso fríamente:

– Tal es, desde luego, su derecho, lady Ursula. Y no estamos aquí para acosarlas, ni a usted ni a ella.

– En este caso, Mattie, creo que debes acompañar hasta la puerta al comandante y al inspector jefe Massingham.

El coche recorría Victoria Street cuando sonó el teléfono, Massingham contestó a la llamada, escuchó y después entregó el receptor a Dalgliesh.

– Es Kate, señor. Detecto en ella una nota de entusiasmo femenino. Al parecer, no puede esperar nuestro regreso. Pero creo que prefiere decírselo personalmente.

La voz de Kate, como su entusiasmo, estaba bien controlada, pero también Dalgliesh pudo detectar la nota de vivo optimismo.

– Ha surgido algo interesante, señor. La editorial Hearne and Collingwood ha llamado hace diez minutos para darnos la dirección de Millicent Gentle. Se mudó de casa desde que le publicaron el último libro y como no les dio la nueva dirección, les ha costado un poco dar con ella. Vive en Riverside Cottage, Coldham Lane, cerca de Cookham. He consultado una guía municipal. Coldham Lane pasa casi enfrente del Black Swan, señor, ella debió entregar a sir Paul su libro el siete de agosto.

– Parece probable. ¿Tiene su número de teléfono?

– Sí, señor. La editorial no ha querido darme ni la dirección ni el número hasta haber hablado con ella por teléfono y haber obtenido su consentimiento.

– Llámela pues, Kate. Pregúntele si puede recibirnos mañana por la mañana, lo más temprano posible.

Colgó el teléfono. Massingham dijo:

– La pista de la novelista romántica. Me muero de ganas de conocer a la autora de Una rosa crepuscular. ¿Quiere que vaya yo a Cookham, señor?

– No, John, iré yo.

Ante la entrada del Yard, se apeó del Rover, dejando que Massingham se ocupara de meterlo en el garaje, y, después de titubear un momento, echó a andar con paso vigoroso hacia Saint James's Park. Su despacho era un lugar demasiado claustrofóbico para contener su repentino arrebato de irracional optimismo. Necesitaba caminar en libertad y solo. Había sido un día infernal, iniciado con el peor de los malhumores en el despacho de Gilmartin, y rematado en Campden Hill Square con una serie de mentiras no demostrables. Pero ahora vejaciones y frustraciones se desprendían de sus hombros. Pensó: «Mañana sabré exactamente qué ocurrió en el Black Swan la noche del siete de agosto. Y cuando lo sepa, sabré también por qué tuvo que morir Paul Berowne. Tal vez no pueda probarlo todavía, pero lo sabré».

VI

Brian Nichols, recientemente nombrado comisario ayudante, no simpatizaba con Dalgliesh y consideraba todavía más irritante esta antipatía al no estar seguro de que fuese justificada. Después de veinticinco años de policía, calibraba incluso sus antipatías con ojo judicial; le agradaba confiar en que el caso contra el acusado se sostuviera ante el tribunal. Con Dalgliesh no estaba seguro. Nichols era superior en rango pero esto le procuraba escasa satisfacción por saber que Dalgliesh pudo haberle aventajado de haberlo querido. Este desinterés por el ascenso, que Dalgliesh nunca condescendía en justificar, lo veía como una crítica sutil de las preocupaciones de él, más ambiciosas. Deploraba su poesía, no por principio, sino porque le había dado prestigio y, por tanto, no podía considerarse como un hobby inofensivo, como la pesca, la jardinería o la talla en madera. Un policía, en su opinión, debía conformarse con ser policía. Un agravio adicional era el hecho de que Dalgliesh eligiera a la mayoría de sus amigos al margen de las fuerzas policiales y que aquellos colegas con los que congeniaba no siempre fuesen del rango apropiado. En un oficial de menos grado, esto hubiera sido considerado como una idiosincrasia peligrosa, y en un superior tenía un toque de deslealtad. Y para rematar tales delitos, vestía demasiado bien.

Ahora se encontraba de pie ante la ventana, mirando hacia el exterior y mostrando un fácil aplomo, vestido con un traje de tweed marrón claro que Nichols le había visto llevar durante los últimos cuatro años. Tenía el sello inconfundible de un sastre excelente, probablemente, pensaba Nichols, la misma firma de la que su abuelo había sido buen cliente. Nichols, al que le agradaba comprar ropa, a veces con más entusiasmo que discriminación, pensaba que en un hombre era más decoroso poseer más trajes aunque no estuvieran tan bien cortados. Finalmente, siempre que se encontraba ante Dalgliesh, sentía inexplicablemente que tal vez debiese afeitarse el bigote y descubría que su mano se movía sin querer hacia su labio superior, como para decirse que el bigote seguía siendo un apéndice respetable. Este impulso, irracional, casi neurótico, le irritaba profundamente.

Ambos hombres sabían que Dalgliesh no necesitaba encontrarse allí, en el despacho de Nichols en la décima planta, que la sugerencia casual de que el comisario debía entrar en el cuadro no era más que una invitación, no una orden. La nueva brigada estaba ya formalmente constituida, pero el asesinato de Berowne se había producido seis días demasiado pronto. En el futuro, Dalgliesh informaría directamente al comisario; ahora, sin embargo, Nichols podía imponer un legítimo interés. Al fin y al cabo, era su departamento el que había facilitado la mayoría de los hombres para el equipo de apoyo de Dalgliesh. Y con el comisario temporalmente ausente para asistir a una conferencia, él podía argüir que tenía derecho al menos a un breve informe sobre los progresos realizados. Pero, de una manera irracional, parte de él deseaba que Dalgliesh hubiera presentado objeciones, que le hubiera dado la excusa para una de aquellas trifulcas departamentales cuando el trabajo ofrecía menos excitación que la anhelada por su espíritu inquieto y en las que él solía salir victorioso.

Mientras Nichols examinaba el expediente del caso, Dalgliesh miraba hacia el este por encima de la ciudad. Había visto muchas capitales desde una altura similar, todas ellas diferentes. Cuando contemplaba Manhattan desde la habitación de su hotel, su espectacular y majestuosa belleza siempre le parecía precaria, incluso sentenciada. Surgían imágenes de películas vistas en su adolescencia, monstruos prehistóricos que se alzaban por encima de los rascacielos para derribarlos con sus garras, una enorme ola procedente del Atlántico y que cubría el horizonte, la ciudad tachonada de luces que se oscurecía en el holocausto final. Veía el panorama, que nunca le cansaba, en términos de pintura. A veces, tenía la blandura y la calidez de una acuarela; otras veces, en pleno verano, cuando el verdor recubría el parque, tenía la densa textura del óleo. Esa mañana era un grabado al acero, de líneas contundentes, gris, unidimensional.