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Se apartó de mala gana de la ventana. Nichols había cerrado la carpeta, pero se estaba meciendo en su sillón y moviendo incesantemente su cuerpo como para subrayar la relativa informalidad del procedimiento. Dalgliesh se acercó y se sentó frente a él. Ofreció un conciso resumen de su investigación hasta donde ésta había llegado y Nichols escuchó en su exhibición de disciplinada paciencia, sin dejar de mecerse y con los ojos clavados en el techo. Después dijo:

– De acuerdo, Adam, me has convencido de que Berowne fue asesinado. Pero yo no soy el que debe quedar convencido. Sin embargo, ¿con qué cuentas como prueba directa? Una pequeña mancha de sangre bajo un pliegue de la chaqueta de Harry Mack.

– Y una mancha que coincide, en el forro. Sangre de Berowne. Él murió el primero. No hay lugar a dudas. Podemos probar que esa mancha es idéntica a su sangre.

– Pero no cómo llegó allí. Ya sabes lo que la defensa alegará si el caso llega al tribunal. Uno de tus hombres la llevó allí en sus zapatos. O lo hizo el chiquillo, el que descubrió el cadáver. O aquella solterona…, ¿cómo se llama? Edith Wharton.

– Emily Wharton. Examinamos los zapatos de los dos y tengo la seguridad de que ninguno de los dos entró en la sacristía pequeña. Y, aunque lo hubieran hecho, es difícil ver cómo hubieron podido dejar una marca de sangre de Berowne debajo de la chaqueta de Harry.

– Es una mancha muy conveniente para tu punto de vista. Y supongo que también para el de la familia. Pero sin ella no hay nada que sugiera que eso no sea exactamente lo que primero pareció ser: asesinato seguido por suicidio. Un político destacado, brillante, pasa por una especie de conversión religiosa, una experiencia casi mística, llámalo como quieras. Echa por la borda su cargo, su carrera, posiblemente su familia. Y después, y no me preguntes cómo o por qué, descubre que todo es una quimera. -Y Nichols repitió esta palabra como si quisiera asegurarse de su pronunciación. Después prosiguió-: Y a propósito, ¿por qué volvió Berowne a aquella iglesia? ¿Tú lo sabes?

– Posiblemente a causa de una nueva complicación relacionada con su matrimonio. Creo que su mujer le dijo aquella mañana que estaba encinta.

– Pues ya ves. Él ya estaba teniendo dudas. Vuelve allí y se enfrenta a la realidad de lo que ha echado a perder. Ante él sólo quedan el fracaso, la humillación y el ridículo. Y entonces decide ponerle punto final allí mismo. Tiene los medios a mano. Mientras está haciendo sus preparativos, quemando su dietario, entra Harry y trata de detenerlo. ¿El resultado? Dos cadáveres en vez de uno.

– Esto supone que él no sabía que Harry Mack estaba allí. Y creo que sí lo sabía, que él le dejó entrar. Y esto no es lo que suele hacer un hombre que piensa suicidarse.

– No tienes pruebas de que él le dejara entrar. Ninguna que pudiera satisfacer a un jurado.

– Berowne dio a Harry parte de su cena: pan integral, queso de Roquefort, una manzana. Figura en el expediente. ¿No irás a sugerirme que Harry Mack compró su Roquefort? No pudo haber sorprendido a Berowne. Llevaba ya algún tiempo en la iglesia antes de que Berowne muriese. Se había acostado en la sacristía grande. Hay pruebas físicas de ello: cabellos, fibras de su chaqueta, aparte de las migajas de comida. Y no estaba en la sacristía ni en la iglesia cuando el padre Barnes dio un vistazo después de las vísperas.

Nichols dijo:

– Cree haber dado un vistazo. ¿Juraría como testigo que dio vuelta a la llave en la puerta sur, que examinó todos los rincones? ¿Y por qué había de buscar? Él no se esperaba un asesinato. Hay muchos lugares donde Harry, o un asesino incluso, pudo haberse ocultado. Es de suponer que la iglesia estaba oscura, en una penumbra religiosa.

El comisario ayudante tenía esa costumbre de salpicar su conversación con alguna que otra cita a medias. Dalgliesh nunca había podido decidir si sabía lo que estaba diciendo o bien las palabras nadaban en su consciente procedentes de un estanque ya medio olvidado de ejercicios escolares. Ahora le oyó decir:

– ¿Hasta qué punto conocías personalmente a Berowne?

– Le vi un par de veces a través de una mesa de sala de consejo. Viajamos juntos para asistir a la conferencia sobre dictámenes. En una ocasión me pidió que le visitara en su despacho. Atravesamos los dos Saint James's Park hasta la Cámara. Me caía bien, pero no me tiene obsesionado. No me identifico con él más que cualquiera pueda hacer con cualquier víctima. Esto no es una cruzada personal. Pero admito una objeción perfectamente razonable a verle marcado como el brutal asesino de un hombre que murió después de hacerlo él.

Nichols dijo:

– ¿Basándote en la prueba de una pequeña mancha de sangre?

– ¿Qué prueba necesitamos?

– Para el hecho del asesinato, ninguna. Como te he dicho antes, a mí no tienes que convencerme. Pero no veo cómo puedes llegar más lejos si no encuentras una prueba irrefutable que vincule a uno de tus sospechosos con el escenario del crimen. -Y Nichols añadió-: Y cuanto antes mejor.

– Supongo que el comisario estará recibiendo quejas.

– Las usuales: dos fiambres, dos gargantas rajadas, y un asesino que sigue en libertad. ¿Por qué no arrestamos a ese lunático peligroso, en vez de examinar los coches, las ropas y las casas de ciudadanos respetables? A propósito, ¿encontraste alguna pista en la ropa de los sospechosos?

Era irónico, pensó Dalgliesh, pero no sorprendente; la nueva división creada para investigar delitos graves con sensibles matizaciones, acusada ya de torpe insensibilidad. Y sabía de dónde debían proceder las críticas. Dijo:

– No, pero tampoco esperaba ninguna. Ese asesino iba desnudo o casi desnudo. Tenía a su alcance medios para lavarse. Tres transeúntes oyeron que corría el agua allí poco después de las ocho.

– ¿Berowne lavándose las manos antes de cenar?

– En ese caso, lo estaba haciendo muy a conciencia.

– ¿Pero sus manos estaban limpias cuando lo viste?

– La izquierda sí. La derecha estaba muy ensangrentada.

– Pues ya lo ves.

Dalgliesh dijo:

– La toalla de Berowne estaba colgada en una silla de la sacristía. Creo que su asesino se secó con el trapo del té en la cocina. Todavía estaba ligeramente húmedo, no en ciertos lugares sino todo él, cuando lo toqué. Y lo mataron con una de sus navajas. Berowne tenía dos, marca Bellingham, en un estuche junto al fregadero. Un intruso casual, o el propio Harry Mack, no hubiera sabido que estaban allí; probablemente, ni siquiera habría identificado el estuche por lo que era.

– ¿Y qué es una Bellingham, válgame Dios? ¿Por qué no podía ese hombre utilizar una Gillette o una máquina eléctrica, como cualquiera de nosotros? De acuerdo, por tanto fue alguien enterado de que él se afeitaba con una navaja barbera, alguien que sabía que lo encontraría en la iglesia aquella noche, y que tuvo acceso a la casa de Campden Hill Square para recoger las cerillas y el dietario. ¿Y sabes quién encaja mejor en esa lista de requisitos? El propio Berowne. Y todo lo que tú tienes contra la teoría del suicidio es una mancha de sangre.

Dalgliesh empezaba a pensar que aquellas cuatro palabras breves y contundentes le seguirían acosando hasta que finalizara el caso, pero se limitó a decir:

– ¿Supongo que no sugerirás que Berowne se degolló a medias, se abalanzó contra Harry, tambaleándose, para asesinarlo, chorreando sangre entretanto, y después avanzó de nuevo, a trompicones, hasta el otro extremo de la habitación para infligirse el tercer y último corte en su garganta?