– No, pero el abogado defensor sí podría hacerlo. Y Doc Kynaston tampoco lo ha descartado por completo. Tú y yo hemos visto salir airosas defensas menos ingeniosas.
Dalgliesh dijo:
– Él escribió algo cuando se encontraba en aquella sacristía. El laboratorio no puede identificar las palabras, aunque consideran posible que firmase con su nombre. La tinta del secante es la misma tinta de su pluma.
– ¿Por tanto escribió una nota de suicida?
– Posiblemente, pero, ¿dónde está ahora?
El comisario ayudante dijo:
– La quemó junto con el diario. De acuerdo, ya sé lo que vas a decirme, Adam. ¿Es probable que un suicida queme su nota una vez escrita? Pues bien, no es imposible. Pudo haberla quemado descontento de lo que escribió. Palabras inadecuadas, demasiado triviales, no vale la pena. Después de todo, es la acción la que habla por sí misma. No todo suicida aparece muy documentado para ese viaje.
Un destello de complacida sorpresa pasó por su rostro, como gratificado ante la aptitud de su frase, pero deseoso de recordar de dónde lo había sacado. Dalgliesh dijo:
– Hay algo que pudo haber escrito y que tal vez no secó inmediatamente, algo que otra persona bien pudo haber deseado destruir.
Nichols se mostraba a veces algo lento en su captación, pero nunca le asustaba tomarse el tiempo necesario. Ahora lo hizo, y después dijo:
– Eso necesitaría tres firmas, claro. Es una teoría interesante, y sin duda reforzaría el motivo para dos de tus sospechosos, como mínimo. Pero tampoco constituye prueba. Cada vez volvemos a lo mismo. Es un edificio ingenioso el que has construido, Adam, y yo me siento medio convencido por él. Pero lo que necesitamos son pruebas sólidas, concretas. -Y añadió-: Podríamos decir que es como la Iglesia, un edificio ingenioso erigido sobre suposiciones sin demostrar, lógico en sí, pero sólo válido si uno puede aceptar la premisa básica, la existencia de Dios.
Pareció complacido con la analogía y Dalgliesh dudó de que fuera de su propia cosecha. Vio cómo el comisario ayudante hojeaba las restantes páginas del expediente casi con negligencia. Cerrando la carpeta, dijo:
– Es una lástima que no hayas podido seguir los movimientos de Berowne después de salir él del sesenta y dos de Campden Hill Square. Da la impresión de que se hubiera desvanecido en el aire.
– No del todo. Sabemos que se dirigió a la oficina de los Westerton, los agentes de fincas, en Kensington High Street, y vio a uno de los socios, Simón Follett-Briggs. Pidió que alguien de la firma le visitara el día siguiente para inspeccionar y valorar la casa. De nuevo, una acción difícilmente comprensible en un hombre que piensa suicidarse. Dice Follett-Briggs que se mostraba tan despreocupado como si le diera instrucciones para vender un apartamento de un par de habitaciones por cuarenta mil libras. Él expresó con tacto su pesar por el hecho de que la familia vendiera una casa en la que había vivido desde que fue construida, pero Berowne replicó que ellos la habían tenido durante ciento cincuenta años y que ya era hora de que alguien más tuviera esa oportunidad. No estaba dispuesto a comentar ese punto y sólo deseaba asegurarse de que fuese allí alguien, a la mañana siguiente, para efectuar la valoración. Fue una entrevista breve y se marchó a eso de las once y media. Después de esto, no hemos podido seguir sus pasos, pero pudo haber pasado por uno de los parques o caminado junto al río. Se había enfangado los zapatos, y éstos hablan sido después lavados y limpiados.
– ¿Limpiados dónde?
– Exactamente. Sugiere que pudo haber vuelto a su casa, pero nadie admite haberle visto. Tal vez hubiese pasado desapercibido en caso de haber entrado y salido rápidamente, pero no si se quedó el tiempo suficiente para limpiarse los zapatos. Y el padre Barnes está seguro de que llegó a la iglesia a las seis. Tenemos casi siete horas que justificar.
– ¿Y viste a ese Follett-Briggs? La gente tiene a veces nombres extraordinarios. Debía de estar hecho polvo. La venta hubiera supuesto una buena comisión. Pero supongo que aún podrá conseguirla si la viuda decide vender.
Dalgliesh guardó silencio.
– ¿Y dijo Follett-Briggs cuánto pensaba sacar?
Era, pensó Dalgliesh, como si hablara de un coche de segunda mano.
– No quiso comprometerse, desde luego. No ha inspeccionado la casa y tenía la impresión de que las instrucciones de Berowne ya no rigen. Sin embargo, con un poco de presión aplicada con tacto, murmuró que esperaba conseguir más de un millón. Excluyendo el contenido, desde luego.
– ¿Y todo va a parar a la viuda?
– Va a parar a la viuda.
– Pero la viuda tiene una coartada. Y también la tiene el querido de la viuda. Y, que yo sepa, todos los demás sospechosos en el caso.
Cuando Dalgliesh recogió su carpeta y se dirigió hacia la puerta, la voz del comisario ayudante le persiguió como una súplica.
– Sólo una prueba concreta, Adam. Es todo lo que necesitamos. Y, por el amor de Dios, procura conseguirla antes de que tengamos que convocar la próxima conferencia de prensa.
VII
Sarah Berowne encontró la postal sobre la mesa del vestíbulo el lunes por la mañana. Era una postal del Museo Británico, que representaba un gato de bronce con pendientes en las orejas, y con un mensaje de Ivor escrito con su letra apretada y vertical. «Te he telefoneado, pero en vano. Espero que te encuentres mejor. ¿Podemos cenar juntos el martes próximo?»
Por consiguiente, todavía utilizaba su código. Disponía de una pequeña colección de postales de los principales museos y galerías de Londres. Toda mención de telefonear significaba una propuesta que hacer, y este mensaje, una vez descifrado, pedía que ella estuviera cerca del puesto de venta de postales del Museo Británico el próximo martes. La hora variaba según el día. Los martes, la cita era siempre para las tres. Como otros mensajes similares, éste daba por sentado que ella podía acudir. De lo contrario, ella había de telefonear para decir que le era imposible ir a cenar. Pero él siempre había dado por supuesto que ella cancelaría cualquier otro compromiso cuando llegara una postal. Un mensaje enviado de esta manera era siempre urgente.
Era, pensó ella, un código que difícilmente burlaría el ingenio de la policía y menos de los servicios de seguridad, si se interesaban por él, pero tal vez su misma sencillez y su carácter de mensaje abierto fuesen una salvaguarda. Después de todo, ninguna ley prohibía que unos amigos pasaran una hora visitando juntos un museo, y la cita era preferentemente lógica. Siempre podían inclinarse sobre la misma guía, hablar en el murmullo casi obligatorio, desplazarse a voluntad en busca de las galerías desiertas.
En aquellos primeros y arriesgados meses, después de haberla reclutado él para su Célula de los Trece, cuando ella empezaba a enamorarse de él, había mirado esas postales como hubiera podido hacerlo con una carta de amor, atisbando en el vestíbulo en espera de que el correo cayera en el buzón, apoderándose de la postal y absorbiendo su mensaje como si aquellas letras apretadas pudieran decirle lo que tan desesperadamente ella necesitaba que se le dijera, pero que sabía que él jamás escribiría y mucho menos diría. Pero ahora, por primera vez, leyó la convocatoria con una mezcla de depresión y de irritación. La nota era ridículamente breve, y no sería fácil estar en Bloomsbury a las tres. ¿Y por qué diablos no podía telefonear? Rompiendo la postal, sintió lo que nunca había experimentado antes: que el código era un truco infantil e innecesario, fruto de la necesidad obsesiva de él de manipular y conspirar. Era algo que a los dos les ponía en ridículo.
Él llegó, como siempre, puntual y seleccionó unas postales en el puesto de venta. Ella esperó mientras él pagaba y, sin hablar, salieron juntos de la galería. A él le fascinaban las antigüedades egipcias y, casi instintivamente, se dirigieron primero hacia las galerías de la planta baja y permanecieron juntos mientras él contemplaba el enorme torso granítico de Ramsés II. En cierta ocasión, a ella le había parecido que aquellos ojos muertos, aquella boca medio sonriente y finamente cincelada sobre la barba prominente, eran un símbolo poderosamente erótico del amor de los dos. Muchas cosas se habían susurrado entre ellos, en frases breves y elípticas, mientras lo contemplaban como si vieran al faraón por primera vez, tocándose los hombros y luchando ella contra el anhelo de extender la mano para sentir los dedos de él entre los suyos. Pero ahora todo su poder se había extinguido. Era un artefacto interesante, una losa enorme de granito resquebrajado, pero nada más. Él dijo: