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Ella preguntó:

– ¿Y todavía confías en mí? ¿Me has dicho todo esto sabiendo que os quiero dejar?

– Claro. Te conozco. Has heredado el orgullo de tu padre. Tú no querrías que la gente dijera que tu amante te ha plantado y por tanto tú te vengas traicionándole. No querrías que tus amistades, incluso tu abuela, supieran que has conspirado contra tu padre. Podríamos decir que confío en tus decencias burguesas. Pero no existe apenas un riesgo. La célula se disolverá, volverá a formarse y se reunirá en cualquier otro lugar. Ahora, ni siquiera esto es necesario.

Ella pensó: «Este es otro aspecto de la lucha revolucionaria, enterarse de las decencias de la gente y utilizarlas contra ella». Dijo:

– Hay algo que aprendí de papá, algo de lo que no me di cuenta hasta que él murió. Procuraba ser bueno. Supongo que estas palabras no tienen ningún significado para ti.

– Significan algo. No estoy seguro de qué esperas tú, exactamente, que signifiquen. Supongo que él trataba de comportarse de tal modo que no le incomodara un exceso de culpabilidad. Todos lo hacemos. En vista de su política y su estilo de vida, no pudo resultarle fácil. Tal vez al final dejara de intentarlo.

Ella repuso:

– Yo no hablaba de política. No tenía nada que ver con la política. Ya sé que tú piensas que todo tiene que ver con ella, pero hay otro punto de vista. Hay un mundo en otra parte.

– Espero que seas feliz en él.

Estaban saliendo ahora de la galería y ella sabía que ésta sería la última vez que estarían los dos juntos allí. La sorprendió constatar cuan poco le importaba. Dijo:

– Pero en cuanto a Diana Travers, tú has dicho que la metiste en Campden Hill Square hasta decidir qué había de hacerse con ella. ¿Y qué hiciste? ¿Ahogarla?

Y ahora, por primera vez, ella vio que él se enojaba.

– No seas melodramática.

– Pero fue conveniente para ti, ¿no es verdad?

– Ya lo creo, y no sólo para mí. Había alguien más que tenía un motivo mucho más poderoso para desembarazarse de ella. Tu padre.

Olvidando la necesaria discreción, ella casi gritó:

– ¿Papá? ¡Pero si él no estuvo allí! Le esperaban, pero no llegó.

– Ya lo creo que estuvo allí. Aquella noche yo le seguí. Puedes considerarlo como un ejercicio de vigilancia. Le seguí en coche a lo largo de todo el camino hasta el Black Swan y le vi meterse en el desvío de entrada. Y si llegas a decidir hablar con Dalgliesh, que por alguna razón parece inducir en ti la necesidad de exponer confidencias femeninas y sentimentales, yo diría que ésta es una información que debieras suministrarle.

– Pero tú no puedes, ¿verdad que no? No sin admitir que también tú estabas allí. Si es una cuestión de motivo, Dalgliesh podría pensar qué no hay mucho que escoger entre los dos. Y tú estás vivo, y él ha muerto.

– Pero, a diferencia de tu padre, yo tengo una coartada. Y esta vez auténtica. Volví directamente en coche a Londres, para asistir a una reunión de asistentes sociales en el Ayuntamiento. Yo estoy limpio. Pero ¿y él? Su recuerdo ya es lo bastante desagradable. ¿Quieres vincular otro escándalo a su nombre? ¿No te basta con el pobre Harry Mack? Piensa en esto si te entra la tentación de hacer una llamada anónima a la Sección Especial.

VIII

La mañana del martes no podía augurar mejor día para salir en coche de Londres. La luz del sol era incierta pero sorprendentemente intensa y el cielo era un etéreo techo azul por encima de las movedizas nubes. Dalgliesh conducía a buena velocidad, pero casi en silencio. Kate esperaba que fueran directamente a Riverside Cottage, pero la carretera pasaba ante el Black Swan y, cuando llegaron a él, Dalgliesh detuvo el coche, pareció reflexionar y finalmente enfiló el camino de entrada. Dijo:

– Tomaremos una cerveza. Me agradaría pasear a lo largo del río, ver el edificio desde esta orilla. Es propiedad de Higgins, al menos la mayor parte de él. Será mejor que le informemos de nuestra presencia.

Dejaron el Rover en el aparcamiento, que estaba vacío, excepto un Jaguar, un BMW y un par de Fords, y se encaminaron hacia el vestíbulo de entrada. Henry les saludó con impasible cortesía, como inseguro de si se esperaba que los reconociera y, como respuesta a una pregunta de Dalgliesh, explicó que monsieur se encontraba en Londres. El bar estaba vacío, salvo por la presencia de un cuarteto de hombres de negocios inclinados con actitud de conspiradores sobre sus whiskies. El barman, de rostro aniñado sobre su chaqueta blanca y almidonada y su corbata de lazo, les sirvió una abundante y auténtica ale de cuyo suministro se enorgullecía el Black Swan, y empezó a ocuparse de lavar copas y ordenar su barra como si esperase que esta manifestación de actividad inhibiera cualquier pregunta por parte de Dalgliesh. Éste se preguntó qué clase de alquimia habría utilizado Henry para señalar sus identidades. Llevaron sus cervezas a las butacas situadas a cada lado de la chimenea, donde ardían unos troncos, bebieron en amistoso silencio, y después regresaron al aparcamiento y cruzaron la entrada del resto para ir a la orilla del río.

Era uno de aquellos perfectos días otoñales ingleses que se dan con más frecuencia en la memoria que en la vida. Los ricos colores de la hierba y la tierra se intensificaban con la luz suave de un sol casi lo bastante caliente como para ser primaveral, y el aire era una dulce evocación de todos los otoños de la infancia de Dalgliesh: humo de leña, manzanas maduras, las últimas gavillas de la cosecha y el intenso olor a brisa marina de las aguas en movimiento. El Támesis fluía con ímpetu, bajo un vientecillo que iba en aumento y aplanaba la hierba que bordeaba la orilla y formaba pequeños torbellinos a lo largo de ésta. Bajo una superficie iridiscente en azules y grises, en la que la luz se movía y cambiaba como si fuese de cristales de colores, hierbas con hojas como puñales se movían ondulantes. Más allá de los grupos de sauces en la orilla opuesta, pastaba apaciblemente un rebaño de vacas frisonas.

Al otro lado y a unos veinte metros aguas arriba pudo ver un bungalow, poco más que un gran cobertizo blanco sobre pilares, y supuso que éste era su punto de destino. Y sabía también, como lo había sabido caminando bajo los árboles de Saint James's Park, que allí encontraría la pista que buscaba. Pero no le corría prisa. Como el niño que aplaza el momento de una satisfacción segura, se alegraba de que llegaran temprano, agradeciendo aquel breve lapso de tranquilidad. Y de pronto experimentó un minuto de cosquilleante felicidad tan inesperada e intensa que casi contuvo el aliento, como sí pudiera detener el tiempo. Ahora le sobrevenían muy raras veces esos momentos de intensa dicha física, y jamás había experimentado uno en medio de una investigación por asesinato. El momento pasó y oyó su propio suspiro. Rompiendo el encanto con una frase corriente, dijo:

– Supongo que esto debe ser Riverside Cottage.

– Creo que sí, señor. ¿Saco el mapa?

– No. Pronto lo sabremos. Es mejor que sigamos.

Pero todavía se entretuvo saboreando el viento que movía sus cabellos y agradeciendo otro minuto de paz. Se alegraba, también, de que Kate Miskin pudiera compartirlo con él sin necesidad de hablar y sin hacerle pensar que el silencio de ella era una disciplina consciente. La había elegido a ella porque necesitaba una mujer en su equipo y ella era la mejor entre las disponibles. La elección había sido en parte racional y en parte instintiva, y precisamente ahora estaba empezando a comprender que su instinto le había servido muy bien. Hubiera sido poco sincero decir que entre los dos no había ningún atisbo de sexualidad. En su experiencia casi siempre lo había, por más que se le repudiara e ignorara, entre cualquier pareja heterosexual razonablemente atractiva que trabajara en estrecha proximidad. No la habría elegido si la hubiese juzgado inquietantemente atractiva, pero la atracción existía y él no era inmune a ella. Sin embargo, a pesar de este leve aguijón de sexualidad, o tal vez a causa de él, encontraba sorprendentemente calmante trabajar a su lado. Ella sabía instintivamente lo que él quería, sabía cuándo tenía que guardar silencio, y su deferencia nunca resultaba excesiva. Sospechaba que, con una parte de su mente, ella veía sus puntos débiles con mayor claridad, le comprendía mejor y era mejor juez al respecto que cualquiera de sus subordinados varones. Nada tenía de la crueldad de Massingham, pero no era ni mucho menos sentimental. No obstante, según su experiencia, las mujeres oficiales de policía rara vez lo eran.