– Y cuando él se marchó aquella noche, ¿fue la última vez que usted le vio?
– ¡Oh, no! Le vi la misma tarde en que murió. Creía que ustedes lo sabían.
Dalgliesh intervino con tacto:
– Pero, señorita Gentle, ¿cómo íbamos a saberlo?
– Yo pensaba que él le habría dicho a alguien adónde iba. ¿Es importante esto?
– Muy importante, señorita Gentle. Hemos estado tratando de seguir sus movimientos aquella tarde. Díganos qué ocurrió.
– No hay mucho que decir. Llegó, inesperadamente, poco antes de las tres. Recuerdo que yo estaba escuchando la Hora de la Mujer en Radio Cuatro. Llegó caminando y llevaba una bolsa de viaje. Debió de recorrer los seis kilómetros desde la estación, pero pareció sorprendido cuando yo le dije lo lejos que quedaba. Me explicó que le apetecía una caminata junto al río. Le pregunté si había comido algo y me contestó que tenía un poco de queso en su bolsa y que eso le bastaba. Debía de estar hambriento. Por suerte, yo me había guisado un estofado de buey para almorzar y quedaba un poco, por lo que le hice entrar y comérselo, y después tomamos café juntos. No habló mucho. No creo que viniera para hablar. Después dejó aquí la bolsa y fue a dar su paseo. Regresó alrededor de las cuatro y media y yo hice té. Tenía muy sucios los zapatos -los prados junto al río han estado muy encharcados este verano- y, por tanto, le di mi caja de betunes y él se sentó en la escalera y se dedicó a limpiarlos. Después, recogió su bolsa, se despidió y prosiguió su camino. Así de sencillo.
Así de sencillo, pensó Dalgliesh. Las horas en blanco justificadas, aquel pegote de barro en el zapato explicado. No había ido a ver a su amiga, sino a una mujer a la que en toda su vida sólo había visto otra vez, una mujer que no hacía preguntas, que no andaba con exigencias, que le había dado aquellos momentos de paz que él recordaba. Había querido pasar aquellas horas allí donde absolutamente nadie supiera encontrarle. Y debió de ir directamente desde Paddington hasta la iglesia de Saint Matthew. Tendrían que comprobar los horarios de los trenes y cuánto tiempo pudo haberle exigido todo el viaje. Pero, Berowne hubiese podido ir a su casa, recoger su diario y, a pesar de ello, llegar a la iglesia a las seis de la tarde.
Mientras miraba la puerta que se cerraba, Kate dijo:
– Conozco a una anciana que, en su lugar, diría: «Nadie quiere saber nada de mis libros, soy pobre, soy coja y vivo en una casucha húmeda con un perro como única compañía». Y ella dice: «Tengo buena salud, mi pensión, mi casa, la compañía de Makepeace, y sigo escribiendo».
Dalgliesh se preguntó en quién estaría pensando ella. Había en su voz un rencor que a él le resultaba nuevo. Después recordó que había una abuela de edad avanzada en algún rincón de aquel cuadro, y reflexionó. Era la primera vez que ella aludía veladamente a una vida privada. Antes de que pudiera contestar, ella prosiguió:
– Por tanto, esto explica por qué dijo Higgins que la ropa de Swayne estaba chorreando. Después de todo, era una noche de agosto. Si había estado nadando desnudo y se había vestido después de ahogarse la chica, ¿por qué había de estar chorreando? -Y añadió-: ¡ Es un nuevo motivo, señor, un motivo más. La paliza, la humillación, arrojado al río y sacado a rastras de él, como un perro, y además delante de la chica.
Dalgliesh dijo:
– Sí, desde luego, Swayne debía de odiarle.
Y en consecuencia tenía, por fin, no sólo el motivo para un asesinato, sino también para aquel asesinato en particular, con su mezcla de planificación y de impulso, y su brutalidad, el ingenio mostrado en él, aquella astucia que no había sido suficientemente aguda. Lo tenía ante él con toda su mezquindad, su arrogancia, su esencial incapacidad, pero también con toda su terrible violencia. Reconocía la mente que había tras ello. Había tropezado con casos similares, la mente de un asesino que no se contenta meramente con arrebatar una vida, que venga la humillación con la humillación, que no puede soportar la idea torturante de que su enemigo respire el mismo aire, que desea ver a su víctima no sólo muerta, sino también caída en desgracia, la mente de un hombre que se ha sentido despreciado e inferior toda su vida pero que nunca más volverá a sentirse en inferioridad. Y si su instinto acertaba y Dominic Swayne era su hombre, para echarle mano tendría que quebrantar a una mujer vulnerable, solitaria y obstinada. Se estremeció y se subió el cuello de la chaqueta. El sol se extinguía ya en los prados y el viento era más fresco, y desde el río llegaba un olor húmedo y siniestro, como el primer aliento del invierno. Oyó la voz de Kate:
– ¿Cree que podremos destruir su coartada, señor, por algún método ortodoxo?
Dalgliesh cobró nuevos ánimos y se encaminó hacia el coche.
– Debemos intentarlo, inspectora, debemos intentarlo.
SEXTA PARTE. Consecuencias mortales
I
Cuando el padre expuso por primera vez a la señorita Wharton la sugerencia de Susan Kendrick en el sentido de que tal vez le conviniera pasar uno o dos días con ellos en la vicaría de Nottingham hasta que las cosas se hubieran apaciguado un tanto, ella lo aceptó con gratitud y una sensación de alivio. Se acordó que fuese a Nottingham inmediatamente después del juicio y que el padre Barnes fuese con ella en metro hasta King's Cross, para ayudarla a llevar su única maleta y acomodarla en el tren. Aquel plan pareció la respuesta a una plegaria. El casi untuoso respeto con el que ahora la trataban los McGrath, que parecían mirarla como una valiosa posesión que realzaba la categoría de ellos en el barrio, lo consideraba ella más pavoroso que su anterior antagonismo. Sería un alivio escapar de sus ávidos ojos y sus interminables interrogatorios.
La encuesta judicial no fue una prueba tan dura como ella creía. Sólo se tomó declaración, brevemente, acerca de la identidad y el descubrimiento de los cadáveres antes de que, a petición a la policía, se aplazara la vista. El juez de primera instancia trató a la señorita Wharton con grave consideración y su presencia en el estrado de los testigos fue tan breve que, apenas se dio cuenta de que se encontraba en ella, se la invitó a abandonarla. Sus ojos, ansiosamente escudriñadores, no habían podido ver a Darren. Conservaba el confuso recuerdo de haber sido presentada a numerosos extraños, entre ellos un joven rubio que dijo ser el cuñado de sir Paul. Nadie más de la familia estaba presente, pero había varios hombres vestidos de oscuro que, según le dijo el padre Barnes, eran abogados. En cuanto a éste, resplandeciente con su sotana y birrete nuevos, se mostró totalmente a sus anchas. La guió, con brazo seguro, a través de los fotógrafos, saludó a miembros de su parroquia con un aplomo que ella jamás había visto en él, y trató a la policía con singular familiaridad. En un momento de perplejidad, la señorita Wharton llegó incluso a pensar que aquellos asesinatos parecían haberle sentado bien.
Pasado el primer día en Saint Crispin, supo que su visita no iba a constituir un éxito. Susan Kendrick, aunque en avanzado estado de gestación de su primer hijo, no mostraba ninguna merma en sus energías y cada minuto de su jornada parecía ocupado por sus quehaceres parroquiales o domésticos, o bien por la clínica de fisioterapia en el hospital local, a la que dedicaba parte de su tiempo. Aquella vicaría enclavada en plena ciudad nunca estaba vacía y, excepto en el estudio del padre Kendrick, no había tranquilidad en ninguna parte. Continuamente presentaban a la señorita Wharton a personas cuyos nombres no acertaba a captar y cuyas funciones en la parroquia nunca adivinaba. En lo referente a los asesinatos, su anfitriona se mostraba debidamente compasiva, pero era evidente que abrigaba la opinión de que no era razonable que alguien se sintiera perpetuamente trastornado por unos muertos, por más desagradable que hubiera sido su final, y que explayarse en esa experiencia era, en el mejor de los casos, un error, y en el peor absolutamente morboso. Pero la señorita Wharton había llegado a la etapa en la que le hubiera sido útil hablar, y echaba de menos a Darren con una ansiedad que se estaba haciendo desesperada, preguntándose dónde estaba, qué sería de él, y si era feliz.