Había expresado su placer respecto al bebé que esperaban, pero el nerviosismo se había trocado en timidez y sus palabras habían sonado como extremadamente sentimentales incluso a sus propios oídos. Frente al sólido sentido común de Susan respecto a su embarazo, ella llegó a sentirse como una solterona absurda. Se había ofrecido para ayudar en la parroquia, pero la incapacidad de su anfitriona para encontrarle una tarea que se aviniera a sus habilidades redujo todavía más su confianza. Había empezado a merodear por la vicaría como el ratón de sacristía que probablemente ellos creían que era, y al cabo de un par de días sugirió con nerviosismo que debía empezar a pensar en regresar a casa y nadie hizo el menor intento para disuadirla.
Pero la misma mañana del día de su partida se decidió a confiar a Susan su preocupación por Darren, y en este punto la dueña de la casa se mostró útil. La burocracia local no tenía secretos para ella. Sabía a quién llamar, cómo descubrir el número, y había hablado a la voz desconocida del otro extremo de la línea con el tono de una autoridad conspiradora mutuamente reconocida. Efectuó la llamada desde el estudio de su marido, con la señorita Wharton sentada en la silla convenientemente situada para quienes buscaban el consejo del vicario. Durante la conversación telefónica, se sintió como la indigna destinataria de una paciente atención profesional, vagamente consciente de que hubiera hecho mejor papel de haber sido una madre soltera o una delincuente, preferiblemente ambas cosas a la vez, y además negra.
Después, Susan Kendrick le dio el veredicto. De momento, ella no podía ver a Darren, pues la asistenta social no lo juzgaba ni mucho menos deseable. Había comparecido ante el Tribunal de Menores y se había cursado una orden de supervisión. Esperaban disponer un programa de tratamiento inmediato para él, pero hasta que éste estuviera satisfactoriamente en marcha, no creían prudente que viera a la señorita Wharton. Esto sólo podía provocar recuerdos desagradables. Se había mostrado muy poco dispuesto a hablar de los asesinatos, y su asistenta social juzgaba que, cuando estuviera preparado para hacerlo, convenía que fuese ante alguien debidamente cualificado en materia de ayuda social y capaz de actuar sobre el trauma sufrido por el niño. Él aborrecerá todo esto, pensó la señorita Wharton. Nunca le habían gustado las intromisiones.
Echada en la cama, la primera noche en su casa, despierta como tan a menudo solía estarlo últimamente, tomó una decisión. Iría a Scotland Yard y pediría ayuda a la policía. Seguramente, ésta tendría alguna autoridad, o al menos cierta influencia sobre la asistenta social de Darren. Siempre se habían mostrado muy amables y serviciales con ella y podrían asegurar a las autoridades municipales que a ella se le podía confiar el cuidado de Darren. Esta decisión proporcionó cierta tranquilidad a su turbado espíritu y se quedó dormida.
A la mañana siguiente se sintió menos confiada, pero su resolución se mantenía inquebrantable. Saldría después de las diez, pues de nada le serviría encontrarse con la hora punta del tráfico. Se vistió cuidadosamente para esta excursión; las primeras impresiones siempre eran importantes. Antes de salir, se arrodilló y rezó brevemente para que la visita fuese un éxito, para que se la atendiera con comprensión, para que Scotland Yard no fuese el lugar atemorizador que ella imaginaba, y para que el comandante Dalgliesh o la inspectora Miskin estuvieran dispuestos a hablar con la autoridad local y explicar que ella ni siquiera mencionaría los asesinatos ante Darren si su asistenta social lo consideraba imprudente. Caminó hasta la estación de metro de Paddington y tomó la Circle Line. En la estación de Saint James's Park se equivocó de salida, quedó desorientada durante unos minutos y tuvo que preguntar el camino hasta el Yard. Y de pronto, al otro lado de la calzada, vio el signo giratorio y el gran edificio rectangular de cristal, tan familiar gracias a los telediarios.
El vestíbulo de entrada la sorprendió. No recordaba con seguridad lo que había imaginado ella: un agente uniformado de guardia, tal vez una reja de acero, incluso una hilera de presos esposados, conducidos bajo escolta a las celdas. Pero se encontró ante un mostrador de recepción de lo más corriente, atendido por dos mujeres jóvenes. Había mucha gente en aquel lugar, que mostraba un aspecto de actividad eficiente pero al mismo tiempo relajada. Hombres y mujeres enseñaban sus pases y se dirigían, charlando alegremente, hacia los ascensores. Excepto la llama conmemorativa que ardía en su pedestal, pensó, aquello podía ser cualquier oficina. Preguntó por la inspectora Miskin, tras haber decidido que se trataba de una cuestión en la que una mujer podía mostrarse más comprensiva que un hombre, y que difícilmente podía molestar al comandante Dalgliesh con algo de tan escasa importancia, excepto para ella. No, admitió, no estaba citada. Se le pidió que se sentara en una de las sillas colocadas ante la pared de la izquierda, y esperó mientras la joven telefoneaba. Su confianza aumentó y sus manos, que se aferraban a su bolso, se relajaron gradualmente. Fue capaz, incluso, de interesarse por las continuas idas y venidas de la gente, de sentir que tenía derecho a encontrarse allí.
Y, de pronto, la inspectora Miskin apareció junto a ella. No esperaba esta aparición; más bien creía que un ordenanza la acompañaría a su despacho. Está economizando tiempo, pensó. Si cree que es importante, entonces me hará subir. Y resultó obvio que la inspectora Miskin no juzgaba que fuese algo importante. Cuando la señorita Wharton le hubo explicado el motivo de su visita, se sentó junto a ella y guardó silencio unos momentos. «Se siente decepcionada -pensó la señorita Wharton-, Esperaba que le trajera alguna noticia sobre los asesinatos, que recordara algún detalle nuevo o importante.» Entonces la inspectora dijo:
– Lo siento, pero no creo que podamos ayudarla. El Tribunal de Menores ha cursado una orden de supervisión a la autoridad local. Ahora, el caso es de su incumbencia.
– Lo sé. Es lo que la señora Kendrick me dijo, pero yo creía que ustedes podrían ejercer su influencia. Después de todo, la policía…
– En esto no tenemos influencia.
Estas palabras le parecieron tremendamente definitivas y la señorita Wharton pasó a la súplica:
– Yo no le hablaría del asesinato, aunque a veces pienso que los niños son más fuertes que nosotros en ciertos aspectos. Pero tendría el mayor cuidado. Me sentiría mucho mejor sólo con poder volver a verle, aunque fuese por poco rato, sólo para saber que se encuentra bien.
– ¿Y por qué no puede hacerlo? ¿Le han dicho algo al respecto?
– Ellos piensan que no debe hablar de los asesinatos hasta que logre superar el trauma con alguien experimentado en materia de ayuda social.
– Sí, eso suena a la jerga de costumbre.
A la señorita Wharton la sorprendió la súbita nota de sarcasmo en la voz de la inspectora y tuvo la sensación de contar con una aliada. Abrió la boca para hacer una nueva petición, pero decidió abstenerse de ella. Si algo podía hacerse, la inspectora Miskin lo haría. La inspectora parecía estar reflexionando, y finalmente dijo:
– No puedo darle su dirección, y por otra parte no la recuerdo. Tendré que consultar su expediente. Ni siquiera estoy segura de si lo dejaron en su casa con su madre, pero supongo que solicitaron una orden de custodia si deseaban sacarlo de allí. Sin embargo, recuerdo el nombre de su escuela, Bollington Road Júnior. ¿Sabe dónde está?