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– ¿Y echó a nadar, dejando que ella se ahogara?

Los ojos de él volvieron a enfocarla como haciendo un esfuerzo, y ella oyó de nuevo en su voz la carga de odio y triunfo.

– Se rió de mí. Nadie puede hacer tal cosa. Nadie más volverá a hacerlo.

– ¿Y qué sintió después, sabiendo lo que había hecho en aquella sacristía, aquella carnicería, toda aquella sangre?

– En estos casos se necesita una mujer y yo tenía una a mano. No era lo que yo hubiese elegido, pero hay que arreglárselas con lo que se pueda. Fue una idea brillante también. Yo sabía que después ella nunca se doblegaría.

– La señorita Matlock. La utilizó en más de un sentido.

– No más que los Berowne. Ellos creen que ella les sirve devotamente. ¿Y sabe por qué? Porque nunca se han molestado en preguntarse qué piensa ella en realidad. Tan eficiente, tan dedicada. Casi como si fuera de la familia, excepto, claro está, que no lo es. Nunca lo ha sido. Ella los odia. No lo sabe en realidad, todavía no lo sabe, pero los odia y un día despertará y se dará cuenta. Como yo. Esa vieja bruja asquerosa, lady Ursula. La he visto procurar no sentirse rebajada cuando Evelyn la toca.

– ¿Evelyn?

– Mattie. Sepa que ella tiene un nombre. Pero ellos le encontraron un apodo, como si se tratara de un gato o de un perro.

– Si han estado abusando de sus servicios durante años, ¿por qué no se marchó?

– Demasiado atemorizada. Estaba ida. Cuando alguien pasa una temporada en una de esas granjas de la protección y el padre es un asesino, la gente se vuelve suspicaz. Ya no se atreven a confiar a esas personas el cuidado de sus preciosos hijos o dejarlas andar por sus cocinas. Los Berowne la tenían bien segura, allí donde querían tenerla, ya lo creo. ¿Por qué habían de pensar, si no, que a ella le entusiasmaba cuidar a aquella vieja egoísta, lavarla por debajo de sus tetas caídas como pellejos? ¡Espero no llegar a viejo!

Ella dijo:

– Llegará. Allí donde va a ir, le cuidarán debidamente. Una dieta saludable, ejercicio diario, bien seguro durante la noche. Llegará a viejo, sin lugar a dudas.

Él se echó a reír.

– Pero no me matarán, ¿verdad que no? No pueden hacerlo. Y volveré a salir. Curado. La sorprendería saber con qué rapidez me curarán.

– No, si mata a una oficial de policía.

– Esperemos que no sea necesario, pues. ¿Cuándo estará lista esa comida? Tengo ganas de ponerme en marcha.

Ella contestó:

– Pronto. Ya no puede tardar mucho.

La cocina empezaba a llenarse del sabroso olor de la salsa. Cogió el paquete de la pasta y sacó de él un puñado de espaguetis. Los partió y los leves chasquidos le parecieron insólitamente fuertes. Pensó: Si Allan ha telefoneado a la policía, pueden estar ya ahí afuera, perforando la pared, mirando, vigilando, escuchando. Se preguntó cómo procederían. ¿Telefonearían y comenzarían el largo proceso de negociación? ¿Irrumpirían de golpe? Probablemente, ninguna de las dos cosas. Mientras él ignorase su presencia, vigilarían y escucharían, sabiendo que más tarde o más temprano él saldría del apartamento con sus dos rehenes. Esto les ofrecería la mejor oportunidad para reducirlo a la impotencia. Si es que estaban allí. Si es que Allan había actuado.

De pronto, él dijo:

– Dios, este lugar es de lo más patético. Usted no puede verlo, ¿verdad? Cree que está muy bien. No, cree que está mejor incluso. Cree que en realidad es algo. Se siente orgullosa de él, ¿verdad? Un buen gusto aburrido, ortodoxo, horrible, convencional. Seis tazas espantosas colgadas de sus pequeños ganchos. No necesita nada más, ¿verdad? Con seis personas ya basta. No puede venir nadie más porque no habría taza para él. Y lo mismo en la alacena. Le he echado un vistazo y lo sé. Seis de cada cosa. Nada roto. Nada desportillado. Todo muy bien ordenado. Seis platos corrientes, seis de postre y seis soperos. Me ha bastado con abrir ese armario que hay detrás de mí para saber cómo es usted. ¿Nunca le entran ganas de dejar de contar la vajilla y empezar a vivir?

– Si por empezar a vivir se refiere a jaleo y violencia, no, no tengo ganas. Ya tuve bastante de eso cuando era una cría.

Sin mover la pistola, alargó la mano izquierda y levantó el pestillo de la alacena. Después sacó los platos corrientes, uno por uno, y los colocó sobre la mesa. Dijo:

– ¿Verdad que no parecen reales? No parece que hayan de romperse.

Levantó uno de los platos y lo golpeó contra el borde de la mesa. Se partió limpiamente en dos. Después cogió el siguiente. Ella siguió cocinando tranquilamente mientras oía romper un plato tras otro, cuidadosamente, y cómo las dos mitades eran dispuestas ordenadamente sobre la mesa. La pirámide crecía. Cada golpe era como una pequeña detonación. Ella pensó: Si realmente la policía se encuentra aquí, si han instalado sus dispositivos de escucha, captarán estos ruidos y tratarán de identificarlos. El mismo pensamiento debió de ocurrírsele a él, que dijo:

– Es una suerte para las dos que no esté la bofia ahí afuera. Se preguntarían qué estoy haciendo y si entraran sería lamentable para esa vieja bruja. Los platos rotos no ensucian, pero no es posible colocar ordenadamente sangre y sesos encima de una mesa.

Ella le preguntó:

– ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo se las ingenió para sorprenderle? Tuvo que presentarse ante él medio desnudo, con la navaja en la mano…

Había hecho la pregunta para motivarle, para halagarle, pero lo que no esperaba era su respuesta. Brotó de él casi como si fuesen amantes y él hubiera estado anhelando hacer sus confidencias. Dijo:

– Pero ¿no lo comprende? ¡Él quería morir, maldito sea, quería morir! Prácticamente, lo pidió. Hubiera podido tratar de detenerme, de rogar, de discutir, de iniciar una pelea. Hubiera podido suplicar, pedir misericordia. «No, por favor, no lo hagas. ¡Por favor!» Eso era todo lo que yo quería de él. Por favor. Sólo esas dos palabras. El cura pudo decirlas, pero no Paul Berowne. Me miró con aquel menosprecio… Y después me volvió la espalda. ¡Le aseguro que me volvió la espalda! Cuando entré medio desnudo, navaja en mano, nos quedamos mirándonos el uno al otro. Él lo supo entonces. Claro que lo supo. Y yo no lo hubiera hecho si él me hubiese hablado, aunque fuese como a un ser medio humano. No le hice nada al niño. Puedo ser misericordioso. Y aquel niño está enfermo. Si sale de aquí con vida, haga algo por él, por el amor de Dios. ¿O es que no les importa, maldita sea?

Repentinamente, los ojos azules se habían vuelto luminosos. Ella pensó: Está llorando. En realidad, está llorando. Y lloraba en silencio, sin una mueca en la cara. Kate no sintió compasión, tan sólo una clara curiosidad. Apenas se atrevía a respirar, aterrorizada al pensar que la mano de él pudiera estremecerse, que se disparase el arma apoyada en la cabeza de su abuela. Podía ver los ojos de la anciana, agrandados y vidriosos como si ya estuviera muerta, su cuerpo rígido por el terror, sin osar parpadear a pesar de la presión del duro metal contra su cráneo indefenso. Entonces él recuperó el dominio de sí mismo y, con un sonido entre sollozos y risas, dijo:

– Debía de parecer un loco de atar. Desnudo, o casi, pues sólo llevaba puestos los calzoncillos. Y la navaja. Él debió de ver la navaja. Quiero decir que yo no la ocultaba, ni mucho menos. Por tanto, ¿por qué no me detuvo? Ni siquiera se mostró sorprendido. Lo natural era que se quedara aterrorizado. Era de suponer que tratara de impedirlo. Pero él sabía a qué había ido yo allí. Sólo me miró como diciendo: «¿Así que eres tú? Es extraño que hayas de ser tú». Como si yo no tuviera otra opción. Tan sólo un instrumento. Insensato. Pero yo sí tenía opción. Y él también la tenía. ¡Dios, pudo haberme detenido! ¿Por qué no lo hizo?

Ella dijo:

– No lo sé. No sé por qué no le detuvo. -Y acto seguido preguntó-: Ha dicho que no le hizo nada al niño. ¿Qué niño? ¿Es que ha hablado con Darren?