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– Gracias por haberme elegido para la brigada. He aprendido mucho.

Estas palabras brotaron con dureza, sin la menor obsequiosidad, lo cual le hizo comprender lo mucho que le había costado decirlas. Le contestó afablemente:

– Siempre aprendemos. Eso es lo que a veces resulta tan penoso.

Ella asintió como si diera la conversación por terminada y acto seguido se volvió y avanzó con paso firme hacia la puerta, pero de pronto dio media vuelta y gritó:

– ¡Nunca sabré si yo quería que ocurriera de aquella manera! Su muerte. Si yo fui la causante. Si la deseaba. Nunca lo sabré. Ya oyó usted lo que me dijo Swayne: «¿No piensas darme las gracias?». Él lo sabía. Usted le oyó. ¿Cómo podré estar nunca segura?

Él le dijo lo que era posible decir:

– Claro que no quería usted que ocurriera. Cuando piense en ello con calma y sensatez, lo sabrá. Ahora tiende a sentirse parcialmente responsable. Todos lo hacemos cuando perdemos a alguien a quien amamos. Es una culpabilidad natural, pero no es racional. Hizo usted lo que creyó conveniente en aquel momento. Nadie puede hacer más. Usted no mató a su abuela. Lo hizo Swayne, y fue su última víctima.

Pero en un asesinato nunca había una víctima final. Ninguno de los afectados por la muerte de Berowne permanecía inalterado, ni él, ni Massingham, ni el padre Barnes, ni Darren, ni siquiera aquella patética solterona, la señorita Wharton. Esto Kate lo sabía perfectamente. ¿Por qué había de suponer que ella era distinta? Aquellas frases sonaron a falsas al pronunciarlas. Y había cosas que se encontraban más allá de su esfuerzo para tranquilizar. El pie de Berowne, clavado en el acelerador en aquella curva peligrosa; las manos ensangrentadas de ella, tendidas hacia el asesino. Pero ella era resistente, sabría encajar. A diferencia de Berowne, aprendería a aceptar y llevar su carga personal de culpabilidad, como también él había aprendido a llevar la suya.

III

La única experiencia de la señorita Wharton con un hospital de niños se remontaba a cincuenta años atrás, cuando ingresó en su pequeño hospital rural para que le extrajeran las amígdalas. Difícilmente podía Great Ormond Street estar más alejado de sus traumáticos recuerdos referentes a aquel hecho. Era como entrar en una fiesta infantil, con aquella sala tan llena de luz, de juguetes, de madres y de actividades felices, que era difícil creer que aquello era un hospital hasta ver las caras pálidas y las delgadas extremidades de los niños. Después se dijo a sí misma: «Pero están enfermos, todos están enfermos y algunos de ellos morirán. Nada puede evitarlo».

Darren era uno de los que guardaban cama, pero estaba sentado, vivaracho y ocupado con un rompecabezas en una bandeja. Dijo con satisfacción y dándose importancia:

– Uno se puede morir con lo que yo tengo. Me lo dijo uno de los niños.

La señorita Wharton casi gritó para expresar su protesta:

– ¡Oh, Darren no, no! ¡Tú no vas a morirte!

– Supongo que no. Pero podría morirme. Ahora estoy con unos padres adoptivos. ¿Se lo han dicho ya?

– Sí, Darren, y eso es maravilloso. ¡Me alegro tanto por ti! ¿Eres feliz con ellos?

– Son muy buenos. El tío me llevará a pescar cuando salga de aquí. Vendrán algo más tarde. Y tengo una bicicleta…, una Chopper.

Sus ojos estaban ya clavados en la puerta. Apenas la había mirado desde que llegó y, mientras ella avanzaba hacia su cama, pudo captar en su cara un curioso embarazo de adulto, y de pronto ella se vio a sí misma como la veía él, una anciana patética y bastante ridícula, portadora de su obsequio: una violeta africana en un pequeño tiesto.

– Te echo de menos en Saint Matthew, Darren -le dijo ella.

– Sí. Bueno, creo que ahora ya no tendré tiempo para aquello.

– Claro que no. Estarás con tu familia adoptiva. Lo comprendo.

Tuvo ganas de añadir: «Pero pasamos momentos felices juntos, ¿no es así?». Pero se abstuvo. Se parecía demasiado a una súplica humillante en busca de algo que ella sabía que el niño no podía darle.

Había traído la violeta porque le pareció más manejable que un ramo de flores, pero él apenas le dirigió una mirada y ahora, al contemplar ella la sala llena de juguetes, se preguntó cómo pudo haber imaginado que aquello fuera un regalo apropiado. Él no lo necesitaba, y tampoco la necesitaba a ella. Pensó: Se siente avergonzado de mí. Quiere desembarazarse de mí antes de que llegue ese nuevo tío. Y el pequeño apenas pareció advertirlo cuando ella le dijo adiós y se retiró, entregando la violeta a una de las enfermeras, camino de la salida.

Tomó el autobús hasta Harrow Road y se dirigió a pie a la iglesia. Tenía allí mucho que hacer. Hacía tan sólo dos días que había vuelto el padre Barnes, rehusando un período de convalecencia, pero el número de servicios y el de asistentes a ellos había aumentado desde aquel artículo en el periódico acerca de un milagro, y habría aquella tarde una larga fila de penitentes en espera de confesión, después de las vigilias. Saint Matthew ya nunca volvería a ser lo mismo. Se preguntó hasta cuándo habría allí un lugar para ella.

Esta era la primera vez que iba sola a la iglesia desde el asesinato, pero en su sensación de congoja y soledad apenas notó la menor aprensión cuando trató de meter la llave en la cerradura y descubrió, tal como había ocurrido aquella terrible mañana, que no podía introducirla. La puerta, como entonces, no estaba cerrada con llave. La empujó, con el corazón latiéndole fuertemente, y llamó:

– Padre, ¿está usted aquí? ¿Padre?

Una mujer joven salió de la sacristía pequeña. Era una muchacha corriente, respetable, en absoluto inquietante, que llevaba una chaqueta y un pañuelo azul en la cabeza. Al observar el pálido semblante de la señorita Wharton, dijo:

– Lo siento. ¿La he asustado?

La señorita Wharton logró mostrar una débil sonrisa.

– No es nada. Sólo que no esperaba ver a nadie aquí. ¿Ha encontrado lo que buscaba? El padre Barnes todavía tardará otra media hora.

– No, no busco nada -contestó la joven-. Yo era amiga de Paul Berowne. Sólo quería visitar la sacristía pequeña, estar un rato sola allí. Quería ver dónde ocurrió, donde murió él, y ya me marcho. El padre Barnes dijo que devolviera la llave en la vicaría, pero tal vez pueda dársela a usted, puesto que ya está aquí.

Se la tendió y la señorita Wharton la cogió. Después vio que la joven se dirigía hacia la puerta. Cuando llegó junto a ella, se volvió y dijo:

– El comandante Dalgliesh tenía razón. Es sólo una habitación, una habitación perfectamente corriente. Aquí no había nada, nada que ver.

Y dicho esto se marchó. La señorita Wharton, todavía temblorosa, cerró la puerta exterior, recorrió el pasillo hasta la reja y contempló, a través de la iglesia, el rojo resplandor de la lámpara del santuario. Pensó: Y esto también es una lámpara corriente, de bronce pulimentado y con un vidrio rojo. Es posible desmontarla, limpiarla y llenarla con aceite corriente. Y las hostias consagradas detrás de la cortina corrida, ¿qué son? Tan sólo delgados discos transparentes de harina y agua, que vienen bien protegidos en cajitas, a punto para que el padre Barnes los coja entre sus manos y diga sobre ellos las palabras que los convertirán en Dios. Pero en realidad no se convertían. Dios no estaba allí, en aquella pequeña hornacina detrás de la lámpara de bronce. Ya no estaba en la iglesia. Como Darren, se había marchado. Después recordó lo que el padre Collins había dicho en un sermón, la primera vez que ella fue a Saint Matthew: «Si descubres que ya no crees, compórtate como si todavía lo hicieras. Si sientes que no puedes rezar, sigue diciendo las palabras». Se arrodilló en el duro suelo, aferrándose con ambas manos a la reja de hierro y dijo las palabras con las que siempre comenzaba sus plegarias privadas: «Señor, no soy digna de que tú entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».