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Pero Massingham no estaba interesado en los detalles del procedimiento para el abandono de un escaño parlamentario, y preguntó:

– ¿Están seguros en la división de que el cadáver es el de sir Paul Berowne?

– Uno de los cadáveres. No olvide al vagabundo. Sí, es Berowne. Hubo una comprobación de identidad en el lugar de autos, y, al parecer, el párroco local le conocía. No era la primera vez que Berowne pasaba la noche en la sacristía de la iglesia de Saint Matthew.

– Curioso lugar para ir a dormir.

– O a morir. ¿Ha hablado con la inspectora Miskin?

Una vez empezaran a trabajar juntos, ambos la llamarían Kate, pero ahora Dalgliesh le otorgó su debido rango. Massingham contestó:

– Hoy está libre de servicio, señor, pero conseguí encontrarla en su casa. He pedido a Robins que recoja su equipo y ella se reunirá con nosotros en el lugar de los hechos. También he avisado a los demás.

– De acuerdo, John. Puede sacar el Rover. Nos encontraremos fuera. Cuatro minutos.

Pasó por su mente que tal vez a Massingham no le habría desagradado que Kate Miskin hubiese abandonado ya su casa y hubiese sido imposible entrar en contacto con ella. La nueva brigada había sido organizada en el Cl para investigar delitos graves que, por razones políticas o de otra índole, necesitaran ser manejados con gran sensibilidad. A Dalgliesh le resultaba tan evidente el hecho de que la brigada necesitaría una detective experimentada, que había dedicado sus energías a elegir la más apropiada, en vez de especular sobre si encajaría o no en el equipo. Había seleccionado a Kate Miskin, de veintisiete años de edad, por su hoja de servicios y su actitud durante la entrevista, convencido de que poseía las cualidades que él estaba buscando. Eran también aquéllas que más admiraba en un detective: inteligencia, valor, discreción y sentido común. Quedaba por ver qué otras cosas pudiera aportar con su contribución. Él sabía que ella y Massingham habían trabajado juntos, antes de ser nombrado el inspector detective de división y ella sargento. Se rumoreaba que su relación había sido a veces tempestuosa, pero Massingham había aprendido a disciplinar algunos de sus prejuicios desde entonces, ya que no en vano tenía el célebre temperamento Massingham. Y una nueva e incluso iconoclasta influencia, hasta cierta rivalidad saludable, podría resultar más efectiva operativamente que la complicidad francmasona y machista que frecuentemente unía a un equipo de policías todos varones.

Dalgliesh empezó a despejar su escritorio, rápida pero metódicamente, y después comprobó el contenido de la bolsa que se llevaba en casos de asesinato. Le había dicho a Massingham cuatro minutos y estaría allí puntualmente. Se había trasladado ya, como por un acto consciente de su voluntad, a un mundo en el que el tiempo era medido con precisión, los detalles eran observados obsesivamente y los sentidos se mostraban sobrenaturalmente alerta ante los sonidos, los olores, las imágenes, un simple parpadeo o el timbre de una voz. Había tenido que abandonar aquella oficina para ver numerosos cadáveres, en diferentes lugares y distintos estados de descomposición, jóvenes, viejos, patéticos, horripilantes y todos ellos con un solo hecho en común, el de que habían encontrado una muerte violenta a manos de otra persona. Pero este cadáver era diferente. Por primera vez en su carrera, la víctima era alguien a quien él había conocido y apreciado. Se dijo que era inútil especular sobre la diferencia, en caso de haberla, que esto introduciría en la investigación. Sabía ya que la diferencia estaba presente.

El jefe de policía había dicho:

– Tiene la garganta cortada, posiblemente por él mismo. Pero hay un segundo cadáver, el de un vagabundo. Es probable que este caso resulte complicado en más de un sentido.

Su reacción ante la noticia había sido en parte previsible y en parte compleja y perturbadora. Se había producido ese impulso inicial de incredulidad tan lógico cuando uno se entera de la muerte inesperada de cualquier persona conocida, aunque sea casualmente. Habría experimentado lo mismo si le hubieran dicho que Berowne había muerto a causa de un infarto o de un accidente de coche. Sin embargo, a esta primera sensación la había seguido otra de afrenta personal, una vaciedad seguida por una oleada de melancolía, no lo suficiente intensa como para calificarla de dolor, pero más aguda que una mera pena, y le había sorprendido por su misma intensidad. Sin embargo, había tenido la fuerza suficiente para decir:

– No puedo aceptar este caso. Estoy demasiado implicado, demasiado comprometido.

Mientras esperaba el ascensor, se dijo que no estaba más implicado en este caso que en cualquier otro. Berowne había muerto. Su tarea consistía en averiguar cómo y por qué. Su compromiso residía en su trabajo con los vivos, no con los muertos.

Apenas había cruzado las puertas giratorias cuando Massingham llegó por la rampa con el Rover. Al acomodarse a su lado, Dalgliesh preguntó:

– ¿Se han puesto en marcha los de las huellas y los fotógrafos?

– Sí, señor.

– ¿Y el laboratorio?

– Envían una bióloga cualificada. Se reunirá con nosotros allí.

– ¿Ha podido hablar con el doctor Kynaston?

– No, señor, sólo con su ama de llaves. Él ha estado en Nueva Inglaterra, visitando a su hija. Siempre va allí en otoño. Se le esperaba en Heathrow; en el vuelo BA 214, que llega a las siete y veinticinco. Ha aterrizado ya, pero probablemente está atascado en la Westway.

– Siga llamando a su casa hasta que llegue.

– Doc Greeley está disponible, señor. Kynaston estará fatigado a causa del viaje.

– Quiero a Kynaston, fatigado o no.

Massingham dijo:

– Lo mejor de lo mejor para este cadáver.

Algo que había en su voz, una nota de diversión, incluso de desprecio, irritó a Dalgliesh. «Dios mío -pensó-, ¿me mostraré excesivamente sensible ante esta muerte, antes incluso de haber visto al difunto?» Se ciñó el cinturón de seguridad sin decir palabra y el Rover enfiló Broadway, la carretera que había cruzado menos de dos semanas antes, disponiéndose a visitar a sir Paul Berowne.

Con la vista fija al frente, sólo consciente a medias del mundo existente más allá de la claustrofóbica comodidad del coche, y de las manos de Massingham aferradas al volante, del cambio de marchas prácticamente insonoro, del tendido de semáforos de tráfico, permitió deliberadamente que sus pensamientos se despojaran del presente y de toda conjetura acerca de lo que le esperaba, y, mediante un ejercicio mental, recordó, como si algo importante dependiera de la exactitud de sus recuerdos, todos los momentos de aquella última entrevista con el hombre que ahora estaba muerto.

III

Era el jueves cinco de septiembre y él se disponía a salir de su despacho y dirigirse a la Escuela de Policía de Bramshill, para iniciar una serie de conferencias ante los mandos superiores, cuando le llegó la llamada desde aquella oficina privada. El secretario particular de Berowne hablaba como suelen hacerlo los de su categoría. Sir Paul agradecería que el comandante Dalgliesh pudiera dedicarle unos minutos. Sería conveniente que viniera en seguida. Dentro de una hora, sir Paul tenía que abandonar su oficina para reunirse con un grupo de sus electores en la Cámara.

Dalgliesh apreciaba a Berowne, pero esta convocatoria era más que inconveniente No se le esperaba en Bramshill hasta después del almuerzo y había planeado aprovechar su viaje al norte de Hampshire para visitar unas iglesias en Sherborne Saint John y Winchfield, y almorzar en un pub cercano a Stratfield Saye, antes de llegar a Bramshill con el tiempo suficiente para cambiar las cortesías usuales con el comandante antes de iniciar su conferencia a las dos y media. Se le ocurrió pensar que había llegado a la edad en que un hombre espera sus placeres con menos avidez que en la juventud, pero se siente desproporcionadamente enojado cuando sus planes sufren un trastorno. Se habían producido los usuales preliminares largos, fatigosos y ligeramente agrios para la creación de la nueva brigada en el CI, y su mente estaba pensando ya con alivio en la solitaria contemplación de unas efigies de alabastro, unos cristales del siglo XVI y las impresionantes decoraciones de Winchfleld. Sin embargo, parecía como si Paul Berowne no quisiera dedicar largo tiempo a su entrevista. Todavía podían resultar posibles sus planes. Salió de su despacho, se puso su abrigo de mezclilla, en previsión de una mañana otoñal incierta, y, cruzando Saint James's Station, se dirigió al Ministerio.