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Exactamente seis minutos después llegó Stephen Lampart. Entró sin prisas, se excusó por la tardanza y les saludó con tranquila cortesía, como si se tratara de una visita social. Si le sorprendió encontrar a Dalgliesh acompañado por una detective, supo ocultarlo admirablemente. Sin embargo, al presentarlos Dalgliesh y mientras se estrechaban la mano, pudo observar en Lampart una mirada aguda y calculadora. Era como si saludara a una posible paciente, calculando a través de su larga experiencia, en aquel primer encuentro, si era probable que ella pudiera causarle problemas.

Vestía ropa cara, pero no formal. El traje de lana, gris oscuro y con una raya casi invisible, y la inmaculada camisa azul claro, sin duda tenían la misión de distanciarlo de la ortodoxia más intimidadora propia del médico de gran éxito. Dalgliesh pensó que hubiera podido ser un banquero, un académico o un político. Pero, cualquiera que fuese su actividad, habría brillado en ella. Su cara, sus ropas, su mirada llena de confianza en sí mismo, ostentaban la huella inconfundible del éxito.

Dalgliesh esperaba que se sentara ante la mesa, lo que le hubiera proporcionado una posición de dominio, pero, en cambio, les indicó el bajo sofá y se sentó ante ellos, en un sillón más alto y de respaldo recto. Esto le concedía una ventaja más sutil y al propio tiempo reducía la entrevista al nivel de una conversación íntima, incluso agradable, sobre un problema mutuo. Dijo:

– Desde luego, sé por qué están aquí. Es un asunto muy desagradable. Todavía me es difícil creerlo. Supongo que todos los parientes y amigos les dicen siempre lo mismo. Un asesinato tan brutal es una de esas cosas que les ocurren a los extraños, pero no a la gente a la que uno conoce.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Cómo se enteró?

– Lady Berowne me telefoneó poco después de que ustedes le dieran la noticia, y apenas me fue posible me presenté en la casa. Deseaba ofrecerles toda la ayuda posible a ella y a lady Ursula. Pero todavía no conozco los detalles. ¿Pueden ustedes decirme algo más de lo que ocurrió exactamente?

– A los dos los degollaron. Todavía no sabemos por qué ni quién lo hizo.

– He sabido eso a través de los diarios y la televisión, pero las informaciones me han parecido casi intencionadamente confusas. Tengo la impresión de que tratan ustedes el caso como un asesinato.

Dalgliesh replicó secamente:

– No hay pruebas que sugieran que fuese un pacto de suicidio.

– Y la puerta de la iglesia, la que da a esa sacristía o lo que fuese, allí donde encontraron los cadáveres, ¿puedo preguntar si la encontraron ustedes abierta, o ésta es una de esas preguntas que no pueden contestar?

– Estaba sin cerrar.

– Bien, al menos eso tranquilizará a lady Ursula.

No explicó el motivo, pero, por otra parte, tampoco necesitaba hacerlo. Tras una pausa, preguntó:

– ¿Qué desea de mí, comandante?

– Me gustaría que nos hablara usted de él. Este asesinato podría ser lo que a primera vista aparenta. Dejó entrar a alguien y esa persona, un extraño, los mató a los dos. Pero si la cosa no es tan sencilla, entonces necesitamos saber todo lo que sea posible acerca de él.

Lampart dijo:

– Incluso quién sabía dónde estaba ayer por la noche, y quién le odiaba lo suficiente como para cortarle la garganta.

– Incluido todo lo que pueda usted decirnos y que resulte aunque sea remotamente relevante.

Lampart hizo una pausa como para reunir y ordenar sus pensamientos. Era del todo necesario. Los dos sabían que sus pensamientos habían sido ordenados mucho tiempo antes. Finalmente, dijo:

– No creo que pueda servirle de gran ayuda. Nada de lo que yo sepa o pueda suponer acerca de Paul Berowne tiene la menor relación con su muerte. Si me pregunta sobre sus enemigos, supongo que debía de tenerlos, enemigos políticos. Pero yo supondría que Paul tenía menos que la mayor parte de los miembros del gobierno, y, por otra parte, no son estos enemigos personas capaces de pensar en el asesinato. La idea de que esto pudiera ser un crimen político es absurda. A no ser, desde luego… -hizo una nueva pausa y Dalgliesh esperó-, a no ser que alguien de la extrema izquierda le tuviera una animosidad personal. Sin embargo, esto parece improbable. Más que improbable, ridículo. Sarah, su hija, era muy contraria a sus ideas políticas, pero nada me permite suponer que la gente con la que ella se mezcla, ni siquiera su amiguito marxista, sean capaces de utilizar una navaja como arma.

– ¿A qué gente se refiere?

– Bueno, un pequeño grupo revolucionario de la extrema izquierda. No creo que los laboristas quieran tenerlos a su lado. Yo hubiera creído que usted lo sabía ya. ¿Acaso no es misión de la Sección Especial seguirle los pasos a esa gente?

Su mirada era franca y levemente inquisitiva, pero Dalgliesh captó la nota de desprecio y disgusto que había en aquella voz cuidadosa, y se preguntó si Kate la había oído también. Preguntó:

– ¿Quién es el amigo?

– Verdaderamente, comandante, no es que lo esté acusando. Yo no acuso a nadie. -Dalgliesh no habló. Se preguntó qué período de silencio Lampart juzgaría convincente antes de facilitar la información. Tras una pausa, dijo-: Es Ivor Garrod. El abanderado de todas las causas de moda. Yo sólo lo he visto una vez. Sarah lo llevó a cenar a Campden Hill Square, hará unos cinco meses, principalmente, creo yo, para enojar a su padre. Fue una cena que prefiero olvidar. A juzgar por lo que habló allí, la violencia que él propugna alcanza una escala mucho más grandiosa que simplemente cortarle el cuello a un ex ministro conservador.

Dalgliesh preguntó con calma:

– ¿Cuándo vio usted por última vez a sir Paul Berowne?

El cambio en el interrogatorio casi desconcertó a Lampart, pero éste respondió con perfecto aplomo:

– Hace unas seis semanas. No éramos tan amigos como lo habíamos sido antes. En realidad, yo me proponía telefonearle hoy y preguntarle si podía cenar conmigo esta noche o mañana, a no ser, desde luego, que su conversión religiosa hubiera anulado su afición a la buena comida y a los vinos de marca.

– ¿Por qué quería usted verlo?

– Quería preguntarle qué pensaba hacer con respecto a su esposa. Usted ya sabe, desde luego, que recientemente había abandonado su escaño así como su cargo ministerial, y es probable que usted sepa mejor que yo sus razones. Al parecer, se proponía situarse al margen de la vida pública. Yo quería saber si esto incluía situarse también al margen de su matrimonio. Estaba la cuestión de la provisión financiera para lady Berowne, para Barbara. Ella es prima mía. La conozco desde la infancia. Me intereso por ella.

– ¿Hasta dónde llega este interés?

Lampart miró a un lado por encima de su hombro, para observar a la mujer rubia y su enfermera, que todavía seguían dando pacientemente su paseo circular sobre el césped. Por un momento pareció como si transfiriese todo su interés a ellas, pero después se rehízo, de modo tal vez demasiado obvio, y se volvió de nuevo hacia Dalgliesh.

– Lo siento. ¿Hasta dónde llega mi interés? No quiero casarme con ella, si esto es lo que usted infiere, pero me preocupo por ella. Durante los últimos tres años, he sido su amante además de su primo. Supongo que a eso se le puede considerar un interés considerable.