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– ¿Sabía su marido que usted y ella eran amantes?

– No tengo la menor idea. Generalmente, los maridos se enteran de estas cosas. Paul y yo no nos veíamos tanto como para crear con ello una situación embarazosa. Somos los dos hombres ocupados, y ahora con muy poco en común. Excepto Barbara, desde luego. Por otra parte, difícilmente podía él hacer objeciones, en el sentido moral. Él tenía una querida, como sin duda ustedes han descubierto ya. ¿O acaso no han hurgado todavía en esa parte escabrosa?

Dalgliesh repuso:

– Me interesa saber cómo hurgó usted en ella.

– Barbara me lo contó. Ella lo suponía, o, mejor dicho, lo sabía. Hace unos dieciocho meses utilizó los servicios de un detective privado y le hizo seguir. Para ser más preciso, ella me habló de sus sospechas y yo busqué un hombre adecuadamente discreto para que le prestara ese servicio. No creo que eso la molestara particularmente, esa infidelidad. Se trataba tan sólo de que deseaba saberlo. No creo que viera en esa mujer una seria rival. En realidad, sospecho que más bien la complacía. La divertía y le daba algo con lo que enfrentarse a Paul si resultaba necesario. Y, desde luego, la libraba de la desagradable necesidad de dormir con él, al menos sobre una base inconvenientemente regular. No obstante, ella no cerraba su puerta. A Barbara le agradaba comprobar de vez en cuando que él todavía se sentía adecuadamente subyugado.

Era, pensó Dalgliesh, mostrarse notablemente franco, innecesariamente incluso. Se preguntó si aquella disposición aparentemente ingenua a confiar sus más íntimas emociones, así como las de otras personas, procedía de un exceso de confianza en sí mismo, de su arrogancia y vanidad, o si había en ello algún motivo más siniestro. Lampart no sería el primer asesino en suponer que si se le cuentan a la policía detalles que ésta no tiene un derecho particular a preguntar, la policía se muestra menos inclinada a sospechar otros secretos más peligrosos. Preguntó:

– ¿Y él se mostraba adecuadamente subyugado?

– Supongo que sí. Es una lástima que no esté aquí para preguntárselo.

Con un movimiento rápido y sorprendentemente desmañado, se levantó y se dirigió hacia la ventana, como si el cuerpo le pidiera movimiento. Dalgliesh se volvió en su sillón y le observó. De pronto, el otro se dirigió a la mesa, descolgó el teléfono y marcó un número. Dijo:

– Hermana, creo que la señora Steiner ha hecho ya suficiente ejercicio al aire libre. Esta mañana hace demasiado fresco para pasear lentamente. Dígale que yo volveré a verla -consultó su reloj- dentro de unos quince minutos. Muchas gracias. -Colgó el teléfono, volvió a su sillón y dijo casi ásperamente-: Vayamos al grano. Supongo que lo que desea de mí es una especie de declaración. Dónde estaba yo, qué estaba haciendo, con quién estaba cuando Paul murió… Si fue un asesinato, no soy tan ingenuo como para engañarme pensando que no puedo ser sospechoso.

– No se trata de sospechas. Hemos de hacer esas preguntas a todos los que tuvieran una estrecha relación con sir Paul.

Se echó a reír, con una súbita explosión sonora, agria y despectiva.

– ¡Estrechamente relacionados! Vamos a suponerlo así. ¡Y todo esto es simple rutina! ¿No es eso lo que suelen ustedes decir a sus víctimas? -Dalgliesh no contestó y el silencio pareció irritar a Lampart, que preguntó-: ¿Dónde debo hacer esa declaración? ¿Aquí, o en el puesto local de policía? ¿O acaso operan ustedes desde el Yard?

– Podría hacerla allí, en mi despacho, si ello le resulta conveniente. Tal vez podría venir esta tarde. Pero también se le puede tomar la declaración en el puesto local si con ello se ahorra tiempo. No obstante, sería útil conocer ahora la sustancia de la misma.

Lampart repuso:

– Supongo que habrá observado que no he pedido que estuviera presente mi abogado. ¿No cree que esto muestra una confianza conmovedora en la policía?

– Si quiere que su abogado esté presente, desde luego está usted en su perfecto derecho.

– No quiero que venga. No lo necesito. Espero no decepcionarle, pero creo tener una coartada. Es decir, si es que Berowne murió entre las siete de la tarde y la medianoche. -Dalgliesh seguía guardando silencio y Lampart prosiguió-: Estuve con Barbara durante todo ese tiempo, como sin duda ya saben ustedes. Deben de haber hablado ya con ella. Antes, desde las dos hasta las cinco de la tarde, estuve aquí, operando. La lista está a su disposición y la instrumentista y el anestesista pueden corroborarlo. Ya sé que iba enguantado, enmascarado y con un gorro en la cabeza, pero puedo asegurarle que mi personal reconoce mi trabajo aunque no me vean la cara. Pero, desde luego, me la vieron también, antes de ponerme la máscara. Hago mención de esto por si se les ocurriera alguna idea fantasiosa sobre la posibilidad de que hubiera persuadido a alguno de mis colegas para hacerse pasar por mí.

Dalgliesh dijo:

– Eso puede ocurrir en las novelas, pero difícilmente en la vida real.

– Y después, Barbara y yo tomamos el té en esta habitación y seguidamente pasamos algún tiempo en mi apartamento privado, arriba. Después, yo me cambié y salimos juntos de aquí, alrededor de las siete cuarenta. El portero de noche nos vio salir y probablemente podrá confirmar la hora. Fuimos al Black Swan, en Cookham, donde cenamos juntos. No es que yo observara con rigor la hora, pero supongo que llegamos allí alrededor de las ocho y media. Conduzco un Porsche de color rojo, por si eso importa. La mesa estaba reservada para las nueve menos cuarto. Jean Paul Higgins es el administrador y él podrá confirmarlo. Sin duda, confirmará también que eran ya más de las once cuando nos marchamos. Sin embargo, agradecería que se empleara en ello un poco de tacto. No soy extremadamente sensible en cuanto a la reputación, pero no puedo permitirme el lujo de que la mitad del Londres elegante se dedique a chismorrear sobre mi vida privada. Y si bien algunas de mis pacientes tienen sus pequeños caprichos, como el de parir bajo el agua o ponerse en cuclillas sobre la alfombra del salón, no creo que a ninguna le agradase que la ayudara a dar a luz un sospechoso de asesinato.

– Seremos discretos. ¿Cuándo llegó aquí lady Berowne? ¿O fue usted a buscarla antes, a Campden Hill Square?

– No. No he entrado en el número sesenta y dos desde hace semanas. Barbara vino en taxi. No le gusta conducir en Londres. Llegó hacia las cuatro, supongo. Estuvo en el quirófano, viéndome operar, desde las cuatro y cuarto, aproximadamente, hasta que terminé. ¿No le había mencionado este detalle?

– ¿Estuvo con usted todo el tiempo?

– Casi todo. Creo que salió unos pocos minutos después de ver la tercera cesárea.

– ¿Y ella llevaba también bata y máscara?

– Desde luego. Pero ¿qué importancia puede tener esto? Seguramente, él no murió antes de las siete.

– ¿Lo hace muy a menudo? Me refiero a verle operar.

– No tiene nada de raro. Es un capricho suyo… -Hizo una pausa y añadió-: De vez en cuando.

Los dos guardaron silencio. Había ciertas cosas, pensó Dalgliesh, que incluso Stephen Lampart, con su actitud de irónico desprendimiento y su desprecio por la reticencia, no llegaba a atreverse a decir. De modo que ella se excitaba así. Eso era lo que la excitaba: ver, enfundada en una bata y con una máscara en el rostro, cómo sus manos cortaban el cuerpo de otra mujer. La carga erótica del sacerdocio médico. Las enfermeras ayudantes moviéndose, como en una ceremonia bien ensayada, alrededor de él. Los ojos grises encontrando los ojos azules por encima de la máscara. Y después observar, mientras él se quitaba los guantes, extendía los brazos en una parodia de bendición al tiempo que un acólito le quitaba la bata. La mezcla embriagadora de poderío, misterio y crueldad. Los rituales del cuchillo y la sangre. Se preguntó dónde habrían hecho después el amor… ¿en el dormitorio de él, en una salita privada? Era sorprendente que no se acoplaran sobre la mesa de operaciones. O tal vez lo hicieran.