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– Yo estoy muy bien. Soy uno de los afortunados. No soy un rehén de la suerte. Mi trabajo me da todo lo que necesito. Y cuando esté a punto de ir a la chatarra, tengo el Mayflower, un yate de cincuenta pies. Está amarrado en Chichester y ahora no puedo dedicarle mucho tiempo. Pero apenas me retire lo equiparé y zarparé. ¿Y usted, comandante? ¿Ningún Mayflower?

– Ningún Mayflower.

– ¡Pero usted tiene su poesía, claro! Lo había olvidado.

Pronunció la palabra como si fuera un insulto. Como si dijera: «Tiene usted sus trabajitos en madera, su colección de sellos, sus bordados». Peor todavía, pues hablaba como si supiera que durante cuatro años no había escrito ningún poema, y que era posible que nunca más volviera a hacerlo. Dalgliesh dijo:

– Para ser alguien que no era íntimo suyo, sabe mucho acerca de él.

– Me interesaba. Y, en Oxford, su hermano mayor y yo éramos amigos. Yo cenaba a menudo en Campden Hill Square cuando él vivía y los tres habíamos ido a navegar juntos varias veces. Hasta Cherburgo para ser exactos, en 1978. Uno llega a conocer a un hombre cuando los dos han sobrevivido juntos a una galerna de fuerza diez. En realidad, Paul me salvó la vida. Yo me caí por la borda y él pudo pescarme.

– ¿Pero no es la suya una evaluación bastante superficial, una explicación obvia?

– Es sorprendente cuan a menudo la explicación obvia es la correcta. Si tuviese usted que diagnosticar, lo sabría.

Dalgliesh se volvió hacia Kate:

– ¿Desea preguntar algo, inspectora?

Lampart no tuvo tiempo para impedir la momentánea expresión de sorpresa y desconcierto producida al ver que una mujer, a la que consideraba como poco más que una esclava de Dalgliesh, cuya misión consistía solamente en tomar con discreción notas y permanecer sentada como dócil y silencioso testigo, al parecer disfrutaba de permiso para interrogarle. Dirigió hacia ella una mirada penetrante y risueña, pero sus ojos se mostraban alerta.

Kate preguntó:

– Con respecto a esa cena en el Black Swan, ¿es ese lugar uno de sus predilectos? ¿Usted y lady Berowne van allí a menudo?

– Bastante a menudo en verano. Menos, en invierno. El ambiente es agradable. Está a una distancia conveniente de Londres y ahora, después de cambiar Higgins su chef, la comida es buena. Si me pide usted una recomendación para una cena tranquila, sí, puedo recomendarlo.

El sarcasmo era visible y su enojo había resultado demasiado evidente. La pregunta, aunque inofensiva y aparentemente irrelevante, le había molestado. Kate prosiguió:

– ¿Y estuvieron allí, los dos, la noche del siete de agosto, cuando Diana Travers se ahogó?

Él contestó secamente:

– Es obvio que usted ya sabe que estuvimos allí, por lo que no veo la necesidad de esta pregunta. Era la fiesta del cumpleaños de lady Berowne. Cumplía veintisiete años. Nació el siete de agosto.

– ¿Y la acompañó usted, no su marido?

– Sir Paul Berowne tenía otros compromisos. Yo ofrecí la fiesta a lady Berowne. Se suponía que él se reuniría más tarde con nosotros, pero telefoneó para decir que no le era posible. Puesto que sabe usted que estábamos allí, es obvio que sabrá también que nos marchamos antes de que ocurriera la tragedia.

– ¿Y aquella otra tragedia, señor, la de Theresa Nolan? Desde luego, tampoco estaba usted presente cuando ocurrió, ¿no es así?

«Cuidado, Kate», pensó Dalgliesh, pero no intervino.

– Si me pregunta si estuve sentado al lado de ella en Holland Park cuando ingirió toda una botella de tabletas de Distalgesic y se ayudó con unos tragos de jerez de cocinar, no, no estuve presente. De haber estado allí, lógicamente hubiera impedido que lo hiciera.

– Ella dejó una nota en la que explicaba claramente que se había matado debido al sentimiento de culpabilidad que le producía su aborto. Un aborto perfectamente legal. Ella era una de sus enfermeras en esta clínica. Me pregunto por qué no se sometió a esa operación en Pembroke Lodge.

– No lo pidió. Y si lo hubiera hecho, yo no la habría operado. Prefiero no operar a las personas de mi plantilla. Si parece haber razones médicas para poner fin a un embarazo, las envío a un colega ginecólogo. Así lo hice con ella. En realidad, no acierto a ver cómo su muerte o la de Diana Travers puedan tener algo que ver con el asunto que les ha traído aquí esta mañana. ¿Es necesario perder tiempo con preguntas irrelevantes?

Dalgliesh repuso:

– No son irrelevantes. Sir Paul recibió cartas que sugerían de un modo retorcido pero inconfundible, que de alguna manera estaba relacionado con esas dos muertes. Todo lo que le ocurriese durante las últimas semanas de su vida ha de ser relevante. Probablemente, esas cartas eran el tipo usual de necedad maliciosa a la que los políticos están expuestos, pero es conveniente eliminar toda clase de posibilidades.

Lampart pasó su mirada de Kate a Dalgliesh.

– Comprendo. Siento haberme mostrado poco cooperador, pero no sé absolutamente nada sobre esa Travers, excepto que trabajaba en Campden Hill Square como asistenta por horas y que se encontraba en el Black Swan la noche de la fiesta de cumpleaños. Theresa Nolan vino aquí desde Campden Hill Square, donde había estado atendiendo a lady Ursula, incapacitada entonces por la ciática. Tengo entendido que la contrataron a través de una agencia de enfermeras. Cuando lady Ursula ya no necesitó una enfermera de noche, sugirió a la joven que ofreciera sus servicios aquí. Tenía el título de comadrona y resultaba perfectamente satisfactoria. Debió de quedar embarazada mientras trabajaba en Campden Hill Square, pero yo no le pregunté quién fue el responsable y no creo que ella lo dijera nunca.

Dalgliesh preguntó:

– ¿No se le ocurrió que el hijo pudiera ser de sir Paul Berowne?

– Sí. Se me ocurrió. Imagino que se les ocurrió a bastantes personas.

No dijo nada más y Dalgliesh no lo presionó en este punto. Pasó a preguntar:

– ¿Qué ocurrió cuando descubrió su embarazo?

– Acudió a mí y me dijo que no podía permitirse tener el hijo y quería una interrupción de embarazo. La envié a un psiquiatra y dejé que éste tomara las medidas necesarias.

– ¿Creyó usted que el estado de la joven en aquellos momentos, me refiero a su estado mental, permitía que solicitara legalmente un aborto?

– Yo no la examiné. No discutí ese punto con ella. Y tampoco era una decisión médica que yo pudiera tomar. Como he dicho, la envié a un colega psiquiatra. Le dije a la joven que podía ausentarse, sin dejar de percibir su paga, hasta que tomara una decisión. No volvió aquí hasta una semana después de la operación. En cuanto a lo demás, ustedes ya lo saben.

De pronto se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, hasta que se volvió hacia Dalgliesh:

– He estado reflexionando sobre este asunto de Paul Berowne. El hombre es un animal y vive más a sus anchas consigo mismo y con el mundo cuando recuerda que lo es. Desde luego, es el más inteligente y el más peligroso de todos los animales, pero no por ello deja de serlo. Los filósofos, y también los poetas, que yo sepa, han complicado demasiado este punto. En realidad, no es tan complicado. Nuestras necesidades básicas son muy claras: comida, techo, afecto, sexo y prestigio, por este orden. Eso es lo que buscan las personas más felices, y se consideran satisfechas al conseguirlas. Berowne no. Sólo Dios sabe cuáles eran las cosas intangibles e inalcanzables a las que creía tener derecho. La vida eterna, probablemente.

Dalgliesh dijo:

– ¿Por lo tanto, usted cree en la probabilidad de que se matara él mismo?

– No tengo las pruebas suficientes. Pero le diré que si ustedes deciden finalmente que fue suicidio, para mí no será ninguna sorpresa.

– ¿Y el vagabundo? Hubo dos muertos.

– Eso ya es más difícil. ¿Mató él a Paul, o fue Paul el que lo mató a él? Evidentemente, la familia no deseará admitir esta última posibilidad. Lady Ursula jamás aceptará esa explicación, cualquiera que sea el veredicto final.