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– Pero usted…

– Oh, yo creo que si un hombre tiene en su interior suficiente violencia para cortarse su propia garganta, desde luego también es capaz de cortar la de otro. Y ahora, debo rogarles que me excusen -Miró a Kate-. Me está esperando una paciente. Llegaré al Yard entre las ocho y las nueve y media y firmaré mi declaración. -Añadió, levantándose-: Tal vez para entonces se me haya ocurrido algo más que pueda servirles de ayuda. Pero no confíen demasiado en ello.

Hizo que estas últimas palabras sonaran como una amenaza.

II

Había una corriente ininterrumpida de tráfico ante la verja de la entrada, y Kate tuvo que esperar más de un minuto antes de encontrar un hueco en el que meterse. Incluso pensó en cómo debía de arreglárselas Lampart para salir. Tenía toda la entrevista en su libreta de notas, escrita con su clara aunque poco ortodoxa taquigrafía, pero poseía el don de una memoria verbal casi perfecta y hubiera podido mecanografiar la mayor parte de la conversación sin necesidad de consultar sus jeroglíficos. Dejó que su mente recorriera cada pregunta y cada respuesta, pero aun así no podía ver dónde su jefe se había mostrado tan astuto.

Había dicho muy poca cosa, formulando unas preguntas breves y a veces aparentemente desconectadas de la línea de investigación. Pero Lampart, y después de todo ésta era la intención del jefe, se había sentido invitado a decir muchas cosas, incluso demasiadas. Y toda aquella charla sobre la crisis del hombre de mediana edad era psicología popular como la que cualquiera podía recibir por correo si escribía a un consultorio público preguntando qué le ocurría al marido o al padre. Desde luego, tal vez tuviera razón, pero, al fin y al cabo, médicamente hablando, las variedades de la menopausia masculina no eran la especialidad de Stephen Lampart. Le habían pedido su opinión y él la había dado, pero cabía esperar en un hombre tan satisfecho de su voz como lo estaba él que se mostrara algo más comunicativo en su explicación sobre los problemas psicológicos del embarazo y el aborto. Sin embargo, cuando se trató de Theresa Nolan, ¿qué obtuvieron? Nada en claro, un silencio absoluto sobre los indicios evidentes. Ni siquiera había querido pensar en ella, mucho menos hablar de ella. Y no era simplemente por el hecho de que estas preguntas las hubiera hecho Kate, y las hubiera formulado con una corrección extrema pero carente de toda deferencia, que ella sabía resultaría más ofensiva para la vanidad de él que la rudeza o un abierto antagonismo. Ella esperaba que, con suerte, esto le obligara a él a cometer alguna indiscreción, pero no podía funcionar si no había nada que esconder. Oyó entonces la voz de su jefe:

– Ese detalle emocionante acerca de sir Paul salvándole la vida… ¿Usted lo cree?

– No, señor. Al menos, no como lo ha contado él. Creo que probablemente ocurrió algo por el estilo: él se cayó por la borda y su amigo lo izó. No lo hubiera mencionado si no hubiese algún tipo de corroboración, pero creo que lo que en realidad decía era: «Miren, puedo haberme acostado con su mujer, pero nunca hubiera sido capaz de matarlo. Él me salvó la vida». -Y añadió-: No ha sido muy sutil su manera de hablar de Garrod.

Le dirigió una rápida mirada. Él sonreía con una expresión de disgusto, como hacía a veces cuando uno de sus colegas empleaba un americanismo. Sin embargo, dejó pasar esta observación con un simple comentario:

– En él nada ha sido sutil.

De pronto, ella notó una sensación de optimismo, intensa, embriagadora y peligrosamente cercana a la euforia, que siempre surgía cuando un caso se desarrollaba bien, pero ella había aprendido ya a desconfiar de esta sensación y a sofocarla. «Si esto va bien, si le echamos la mano encima, sea quien sea el culpable, y lo conseguimos, entonces estoy en mi camino. Realmente, estoy en mi camino.» Pero esta ilusión era más profunda que la mera ambición o la satisfacción de haber pasado airosamente un examen, de haber rematado debidamente una tarea. Había disfrutado con ella. Cada minuto de su breve confrontación con aquel engreído comediante le había resultado profundamente placentero. Pensó en sus primeros meses en el CID, en aquellas arduas y concienzudas investigaciones puerta a puerta que habían constituido su labor entonces, en las patéticas víctimas y los todavía más patéticos villanos. Resultaba infinitamente más satisfactoria esta cacería sofisticada, sabiendo que se enfrentaba a un asesino con inteligencia para pensar y planear, un asesino que no era una víctima ignorante e impotente de las circunstancias o de la pasión. Había aprendido a dominar su rostro mucho antes de entrar en la policía. Conducía ahora con cuidado, reflejando la calma en su rostro y observando la carretera que se abría ante ella. Sin embargo, una parte de lo que estaba sintiendo debió de comunicarse a su acompañante, que le preguntó:

– ¿Ha disfrutado usted, inspectora?

La pregunta y el raro uso de su grado la sorprendieron, pero decidió contestar sinceramente, sabiendo que no tenía otra opción. Había aprendido bien esta parte de su oficio. Conocía la reputación de él, y cuando los colegas hablaban del jefe, ella siempre se había esforzado en escuchar. Decían: «Es un hijo de mala madre, pero es justo». Sabía también que existían ciertas inconveniencias que él era capaz de perdonar, así como ciertos caprichos que sabía tolerar, pero la falta de sinceridad no se contaba entre ellos. Por consiguiente, contestó:

– Sí, señor. Me agradó la sensación de controlar la situación, de que estábamos llegando a alguna parte. -Y entonces añadió, sabiendo que al decirlo se adentraba en un territorio peligroso, pero pensando también que bien podía salir airosa-: ¿Representa esta pregunta una crítica, señor?

– No. Nadie entra en la policía si no obtiene cierto placer del ejercicio del poder. Y a la brigada de homicidios no se agrega nadie que no tenga cierta afición a la muerte. El peligro comienza cuando el placer se convierte en un fin por sí mismo. Entonces es cuando llega la hora de pensar en otro tipo de trabajo.

Kate tuvo ganas de preguntarle: «¿Ha pensado usted alguna vez en otro trabajo, señor?», pero sabía que la tentación era ilusoria. Había ciertos superiores a los que cabía hacerles semejante pregunta después de tomar un par de whiskies en la cantina de los oficiales, pero Dalgliesh no era uno de ellos. Recordó el momento en que le dijo a Allan que Dalgliesh la había elegido para la nueva brigada. Él había contestado, sonriendo: «¿No crees, pues, que ha llegado el momento de que trates de leer sus versos?», y ella había replicado: «Preferirla llegar a adaptarme al hombre, antes de intentar adaptarme a su poesía». No estaba segura de haberlo conseguido. Dijo:

– El señor Lampart habló de los navajazos. Deliberadamente, nosotros no le habíamos dicho cómo murió sir Paul. Por lo tanto, ¿por qué ha mencionado una navaja?

Dalgliesh repuso:

– Totalmente razonable. Él era un viejo amigo, una de las personas que habían de saber cómo se afeitaba Berowne. Debió de adivinar cuál fue el arma utilizada. Es interesante que no se decidiera a preguntarnos directamente si fue así. A propósito, tendremos que comprobar esos horarios sin perder tiempo. Creo que es una tarea para Saunders. Lo mejor será que haga tres viajes a la misma hora, con la misma marca de coche y la misma noche de la semana, y si hay un poco de suerte, con las mismas condiciones meteorológicas. Y necesitaremos saber todo lo posible acerca de Pembroke Lodge. Quién es el propietario de la finca, quién tiene acciones, cómo funciona el negocio y cuál es su reputación.

Ella no podía tomar nota escrita de sus instrucciones, pero por otra parte tampoco era necesario. Se limitó a contestar afirmativamente y Dalgliesh prosiguió: