– Tenía los medios, tenía los conocimientos y tenía el motivo. No creo que quisiera un matrimonio con ella, pero, desde luego, tampoco deseaba una amante empobrecida que pudiera empezar a pensar en la cuestión del divorcio. Sin embargo, si quería ver muerto a Berowne, y muerto antes de que se gastara el dinero en algún proyecto descabellado para albergar vagabundos, no necesitaba cortarle el cuello. Es médico. Existen métodos más sutiles. Ese asesino no mató simplemente por conveniencia. Hubo una explosión de odio en aquella habitación y el odio no es una emoción fácil de ocultar. No lo vi en Stephen Lampart. Arrogancia, agresión, celos sexuales contra el hombre poseedor de la mujer, pero odio no.
A Kate nunca le había faltado valor y no le faltó ahora. Después de todo, él la había seleccionado para su equipo. Era de suponer que juzgara que su opinión era digna de ser oída. Él no buscaba una subordinada femenina para que acariciara su ego. Por consiguiente, dijo:
– Sin embargo, ¿no pudo haber sido conveniencia más que odio, señor? Matar sin despertar sospechas no es fácil, ni siquiera para un médico. Él no era el médico de cabecera de sir Paul. Y esto, de haberlo podido hacer como había planeado, podía ser el asesinato perfecto, incluso lejos de la sospecha de asesinato. Fue Harry Mack el que enredó la cosa. Sin esa segunda muerte, ¿no lo hubiéramos interpretado según las apariencias, es decir, como un suicidio?
Dalgliesh contestó:
– Seguido por el usual y eufemístico veredicto de «con las facultades mentales perturbadas». Tal vez. Si no hubiera cometido el error de llevarse las cerillas y quemar a medias el dietario. Eso fue un refinamiento innecesario. En ciertos aspectos, la pista de aquella cerilla a medio quemar es la más interesante del caso.
De pronto, Kate se sintió a sus anchas con él, casi como una compañera. Ya no pensaba en la impresión que pudiera causar ella, sino en el caso. Hizo lo que hubiera hecho con Massingham. Con los ojos fijos en la carretera, pensó en voz alta:
– Una vez el asesino decidió quemar el dietario, supo que necesitaba llevarse las cerillas a la iglesia. Berowne no fumaba, por lo que no podía haber un encendedor en el cadáver. Evidentemente, hubiera sido una imprudencia utilizar su propio encendedor, si es que lo tenía, y no podía estar seguro de encontrar cerillas en la sacristía. Y cuando las encontró, la caja estaba encadenada y resultaba más fácil y rápido utilizar la caja que llevaba consigo. El tiempo era vital. Por consiguiente, volvemos a alguien que conocía a sir Paul, que conocía sus hábitos, que sabía dónde se encontraba el martes por la noche, pero que no estaba familiarizado con la iglesia. Sin embargo, difícilmente podía llevar el dietario en la mano cuando llegó. Por lo tanto, llevaba una chaqueta o un abrigo con bolsillos amplios. O tal vez una bolsa o algo por el estilo, un macuto, una cartera, un maletín de médico.
Dalgliesh observó:
– También pudo haberlo llevado en medio de un periódico doblado.
Kate prosiguió:
– Llama a la puerta. Sir Paul le franquea la entrada. Pide ir al lavabo. Deja su bolsa allí, junto con las cerillas y el dietario. Se quita ropa. Tal vez se queda desnudo. Después vuelve a la sacristía pequeña. Pero esto empieza a parecer extraño, señor. Su víctima no hubiera permanecido allí, esperando tranquilamente. Seguro que no al encontrarse ante un hombre desnudo y con una navaja abierta en la mano. Paul Berowne no era viejo ni estaba enfermo o debilitado. Se hubiera defendido. No es posible que ocurriera así.
– Concéntrese en las cerillas.
– Pero debía de estar desnudo cuando cometió el crimen. Al menos, desnudo hasta la cintura. Él sabía que correría la sangre en abundancia. No podía correr el riesgo de mancharse la ropa. Pero… ¡Claro! Primero atonta a su víctima de un golpe. Después va a buscar la navaja, se desnuda y efectúa la operación delicada. Vuelve al lavabo. Se lava rápidamente pero a fondo, y vuelve a vestirse. Después, finalmente, quema el dietario. Así puede estar seguro de que no habrá sangre en la reja de la chimenea. Debió de ocurrir todo por este orden. Finalmente, tal vez por hábito, se mete la caja de cerillas en el bolsillo de la chaqueta. Esto sugiere que estaba acostumbrado a llevar cerillas. Un fumador, tal vez. Debió de tener un sobresalto al meterse la mano en el bolsillo más tarde y encontrarlas, y comprender que hubiera debido dejarlas en el lugar del crimen. ¿Por qué no regresó? Demasiado tarde, tal vez. O acaso no se sintiera capaz de entrar nuevamente allí.
Dalgliesh dijo:
– O acaso sabía que una segunda visita aumentaría el riesgo de ser visto, o de dejar alguna pista en la sacristía. Pero supongamos que el asesino se llevó su caja de cerillas adrede. ¿Qué sugiere esto?
– Que la caja que utilizó podía serle atribuida. Pero esto es improbable, desde luego. Utilizaría una marca corriente, una de esas cajas que hay a millones. Y no pudo saber que encontraríamos aquella cerilla medio quemada. Tal vez se la llevó porque era una caja que alguien podía echar en falta. Tal vez planeara devolverla, y esto significa que no fue a la iglesia desde su propia casa. Lógicamente, él venía de Campden Hill Square, donde se había apropiado del dietario y también de la caja de cerillas. Pero, en este caso, si la caja de cerillas procedía de casa del propio Berowne, ¿por qué no dejarla en el escenario del crimen? Aunque se averiguase la procedencia de la caja, sólo podía llevarnos hasta el propio Berowne. Por lo tanto, hemos de pensar de nuevo en un simple error. Una cuestión de hábito. Se metió la caja en el bolsillo.
Dalgliesh dijo:
– Si lo hizo, no debió de preocuparle mucho después de la primera impresión causada por el descubrimiento. Se diría que nosotros supondríamos que Berowne utilizó las cerillas de la caja encadenada, o que pensaríamos que las cerillas se habían quemado junto con el dietario. O acaso llegáramos a la suposición de que pudo haber utilizado una cerilla de uno de esos estuches que se obtienen en hoteles y restaurantes, lo bastante pequeñas como para consumirse sin dejar traza. Desde luego, no cabe imaginar a Berowne como un hombre que recogiera cerillas del restaurante, pero la defensa podría argumentar que esto fue lo ocurrido. No es éste, precisamente, un momento propicio para solicitar acusación sólo por las pruebas forenses, y no hablemos ya de ese par de centímetros de cerilla medio quemada.
Kate preguntó:
– ¿Cómo cree usted que ocurrió, señor?
– Posiblemente, de modo muy parecido a lo que usted ha descrito. Si sir Paul se hubiera encontrado ante un asaltante desnudo y armado, dudo que hubiéramos encontrado lo que encontramos en aquella habitación. No había señal de lucha, lo cual sugiere que primero debió de quedar aturdido por un golpe. Hecho esto, el asesino emprendió su trabajo, con rapidez, expertamente, sabiendo perfectamente lo que había de hacer. Y no necesitó mucho tiempo. Un par de minutos para desnudarse y coger la navaja. Menos de diez segundos para cometer el asesinato. Por consiguiente, el golpe para aturdir a la víctima no tuvo que ser muy fuerte. De hecho, debió de estar muy bien calculado, para no dejar una contusión sospechosamente grande. Pero hay otra posibilidad. Pudo haber puesto algo alrededor de la cabeza de Berowne, y de este modo haberlo derribado. Algo blando, un pañuelo de cuello, una toalla, su propia camisa. O tal vez un lazo corredizo, un cordón, un pañuelo de bolsillo.
Kate objetó:
– Pero en este caso debió procurar no apretarlo demasiado, para no estrangular a su víctima. La causa de la muerte había de ser la herida en la garganta. ¿Y no hubiera dejado marcas un pañuelo?
Dalgliesh contestó:
– No necesariamente. No, una vez terminada su labor de carnicero. Pero tal vez sepamos algo a través de la autopsia de esta tarde.
Y de pronto, ella se encontró de nuevo en la sacristía pequeña, viendo otra vez aquella cabeza medio seccionada, viendo todo el cuadro vívidamente, nítidamente, tan claro como un grabado en color. Y esta vez no tuvo aquel bendito momento de preparación, ninguna posibilidad de preparar su mente y sus músculos para lo que sabía que había de contemplar. Sus manos, con los nudillos muy blancos, apretaron el volante. Por un momento, imaginó que el coche se había parado, que había pisado el pedal del freno, pero seguían avanzando suavemente, a lo largo de Finchley Road. Era extraño, pensó, que el horror, brevemente recordado, pudiera ser a veces más terrible que la realidad. Pero su compañero estaba hablando. Debía de haberse perdido unos segundos de lo que él estaba diciendo. Sin embargo, le había oído hablar sobre la autopsia, diciendo que tal vez le gustara a ella asistir a la misma. Normalmente, esta sugerencia, que había de traducir como una orden, le hubiera agradado. La hubiera recibido con satisfacción, como una nueva afirmación de que ella formaba parte, realmente, de su equipo. Pero ahora, por primera vez, notó un espasmo de repugnancia, casi una revulsión. Asistiría, desde luego. No sería ésta su primera autopsia. No temía ponerse en ridículo. Podía mirar, sin sentirse mareada. En la escuela de adiestramiento de detectives, había visto a sus compañeros varones tambalearse en la sala de autopsias, mientras ella se mantenía firme. Era importante estar presente en la autopsia, si el forense lo permitía. Se podían aprender muchas cosas, y ella ansiaba aprender. Su abuela y la asistenta social la estarían esperando a las tres, pero tendrían que limitarse a esperar. Había intentado, aunque no con un gran afán, encontrar un momento en aquel día para telefonear y decir que no podría ir. Sin embargo, se dijo que ello no era necesario, pues su abuela debía de saberlo ya. Intentaría ir un rato al finalizar la jornada, si no era demasiado tarde. Pero ahora, para ella y en este momento, los muertos habían de tener prioridad sobre los vivos. No obstante, por primera vez desde que se había incorporado al CID, una vocecilla traicionera, que hablaba con un tono desconfiado, le preguntaba qué era, exactamente, lo que su trabajo le estaba haciendo.