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– Eso no existe.

– No, es el nombre que le doy yo. En la Policía Metropolitana probablemente la llaman C3A, o algo así de aburrido. Pero tú sabes a qué me refiero. Si el primer ministro y el jefe de los socialdemócratas ingieren arsénico mientras cenan juntos en secreto para planear una coalición, y se ve el cardenal arzobispo de Westminster y a Su Gracia de Canterbury abandonando misteriosamente, de puntillas, el lugar del suceso, no nos interesa que el CID local irrumpa allí, ensuciando las alfombras con sus zapatones del cuarenta y cinco. ¿No es ésta, más o menos la idea?

– Un guión fascinante, aunque improbable. ¿Y si se encontrara al director de una revista literaria muerto de una paliza, y se observara que un oficial de detectives abandonaba el lugar de puntillas? ¿Qué originó tu artículo sobre Paul Berowne, Conrad?

– Un comunicado anónimo. Y no es necesario que adoptes una expresión de disgusto. Todos sabemos que vosotros os sentáis en las tabernas para pagar dinero de nuestros contribuyentes a los más sórdidos ex presidiarios, a cambio de informaciones recibidas, en su mayor parte, sin duda, de una exactitud más que dudosa. Estoy bien enterado de esas confidencias. Sin embargo, yo ni siquiera tuve que pagar por ésta. Me llegó por correo, totalmente gratuita.

– ¿Quién más la recibió, si es que lo sabes?

– Llegó a tres diarios, dirigida a los redactores de las columnas de chismes. Decidieron esperar antes de utilizar el material.

– Muy prudentes. Tú lo comprobaste.

– Naturalmente, lo comprobé. Al menos, Winifred lo hizo.

Winifred Forsythe era, nominalmente, la ayudante editorial de Ackroyd, pero había pocas tareas relacionadas con la Review que ella no supiera manejar, y no dejaba de haber quienes aseguraban que era el poder financiero de Winifred lo que mantenía a flote la revista. Tenía la apariencia, la manera de vestir y la voz de un ama de llaves victoriana, y era una mujer intimidante, acostumbrada a salirse con la suya. Tal vez a causa de cierto temor atávico a la autoridad femenina, pocas personas se atrevían a enfrentarse a ella, y cuando Winifred hacía una pregunta esperaba recibir la oportuna respuesta. Más de una vez Dalgliesh había deseado tenerla en su plantilla de colaboradores.

Ackroyd dijo:

– Empezó por telefonear a la casa de Campden Hill Square y preguntar por Diana Travers. Contestó una mujer, que no era lady Berowne ni lady Ursula. Se trataba de una sirviente o una asistenta; Winifred dijo que no le había sonado a secretaria, ya que no mostró la suficiente autoridad ni tenía un tono de voz competente. Por otra parte, Berowne nunca tuvo una secretaria en su casa. Era, probablemente, el ama de llaves. Cuando oyó la pregunta, guardó silencio y se le escapó una especie de resuello. Después dijo: «La señorita Travers no está aquí, se marchó». Winifred preguntó si tenían una dirección y ella contestó negativamente y colgó el teléfono con cierta brusquedad. No fue una reacción bien montada. Si querían ocultar el hecho de que la Travers había trabajado allí, hubieran tenido que adiestrar a esa mujer con más eficiencia. En la encuesta no se mencionó el hecho de que la joven había trabajado para Berowne, y nadie más parece estar relacionado con el hecho. Sin embargo, parecía que nuestro anónimo estaba en lo cierto, al menos en uno de sus datos. No cabía duda de que a la Travers se la conocía en Campden Hill Square.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Y después?

– Winifred fue al Black Swan. Debo admitir que el pretexto que empleó no era particularmente convincente. Les dijo que estábamos pensando en escribir un artículo sobre personas ahogadas en el Támesis. Podíamos confiar en que nadie hubiera oído hablar de la Paternoster Review, de modo que la incongruencia esencial de la consulta no podía ser demasiado aparente. Aun así, todos se mostraron curiosamente cautelosos. El propietario -no recuerdo su nombre, creo que era un francés- no estaba allí cuando Winifred llegó, pero las personas con las que habló habían sido bien adiestradas. Después de todo, a ningún propietario de restaurante le gusta que se produzca una muerte en el local. En plena vida nos acecha la muerte, pero cabe esperar que no lo haga en plena cena. Meter unas infortunadas langostas vivas en agua hirviendo es una cosa -a propósito, ¿cómo puede creer la gente que ellas no lo notan?-, pero un cliente ahogado en el local es otra cosa muy diferente. No es que el Támesis pueda considerarse exactamente como su local, pero ésta es la teoría general. Demasiado cerca para resultar cómodo. A partir del momento en que uno del grupo que cenó con ella llegó chorreando para decir que la chica estaba muerta, el propietario y su personal adoptaron posiciones defensivas, y debo reconocer que, al parecer, lo hicieron con una habilidad considerable.

Dalgliesh no dijo que él ya había estudiado los informes de la policía local. Preguntó:

– ¿Qué ocurrió, exactamente? ¿Pudo averiguarlo Winifred?

– La chica, Diana Travers, llegó con un grupo de cinco amigos. Creo que eran, en su mayoría, gente del teatro, o al menos que intentaban serlo. Ninguno de ellos era conocido en este aspecto. Después de cenar armaron un poco de barullo y se dirigieron a la orilla del río, donde se armó cierto jaleo entre ellos. No es cosa que se aliente demasiado en el Black Swan; se tolera, sin duda, cuando se trata de un joven vizconde con buenas relaciones, pero los componentes de aquel grupo no eran ni lo bastante ricos, ni lo bastante aristocráticos, ni lo bastante famosos para permitirse esa conducta. El propietario se estaba preguntando si debía enviar a alguien para hacerles una advertencia, cuando el grupo se trasladó más arriba y se encontró más o menos fuera del alcance del oído.

Dalgliesh apuntó:

– Supongo que para entonces habrían pagado ya la cuenta…

– Sí, desde luego, todo estaba pagado.

– ¿Quién pagó?

– Bien, esto tal vez te sorprenda. Pagó Dominic Swayne, el hermano de Barbara Berowne. Era su fiesta. Él reservó la mesa y él pagó.

Dalgliesh dijo:

– Ese joven debía de llevar la cartera bien repleta si pudo pagar una cuenta de seis cenas en el Black Swan. ¿Por qué no formaba parte del grupo que celebraba el cumpleaños de su hermana?

– Winifred juzgó que no sería práctico hacer esa pregunta. Sin embargo, se le ocurrió pensar que tal vez él hubiera organizado su fiesta la misma noche para molestar a su hermana o, desde luego, a los que la acompañaban.

Esto también se le había ocurrido a Dalgliesh. Recordó el informe policial. El grupo lo constituían seis personas: Diana Travers, Dominic Swayne, dos chicas estudiantes de teatro y cuyos nombres no recordaba, Anthony Baldwin, diseñador de escenarios y Liza Galloway, que seguía un curso de administración teatral en el City College. Ninguno tenía antecedentes policiales, y de haberlos tenido ello hubiera ocasionado cierta sorpresa. Ninguno había sido investigado por la policía de Thames Valley, y tampoco esto resultaba sorprendente. No había habido nada sospechoso, al menos superficialmente, en la muerte de Travers. Se había sumergido desnuda en el Támesis y se había ahogado con una eficiencia poco espectacular, en cuatro metros de agua infestada por los juncos, en una cálida noche estival.

Ackroyd prosiguió su relato:

– Al parecer, el grupo tuvo el buen gusto, desde el punto de vista de los del restaurante, de no entrar un cadáver envuelto en hierbajos directamente a través de las puertas cristaleras del comedor. Afortunadamente, la puerta lateral que conduce a las cocinas era la más cercana. Las chicas entraron, anunciando a gritos que una de su grupo se había ahogado, mientras Baldwin, que aparentemente se comportó con más sentido común que los demás, trataba de administrar a la joven el «beso de la vida», aunque no con gran eficiencia. El chef salió para sustituirlo, con más experiencia, y estuvo trabajando en ella hasta que llegó la ambulancia. Para entonces, la chica estaba muerta del todo. Probablemente, lo había estado desde el momento en que la sacaron del agua. Pero tú ya estás enterado de todo esto. No irás a decirme que no has estudiado el informe de la encuesta efectuada, ¿verdad?