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– ¿Preguntó Winifred si Paul Berowne había estado allí aquella noche? -inquirió Dalgliesh.

– Sí, lo preguntó, con todo el tacto de que fue capaz. Al parecer, se le esperaba. Tenía algún asunto que le impedía unirse al grupo para la cena, pero dijo que intentaría llegar a tiempo para tomar el café con ellos. Poco antes de las diez, llamó por teléfono para decir que le habían entretenido y que no le era posible llegar. El detalle interesante es que estuvo allí…, al menos su coche.

– ¿Cómo descubrió eso Winifred?

– Bien, debo decir que gracias a su astucia y sobre todo a la buena suerte. ¿Supongo que conoces el aparcamiento de coches junto al Black Swan?

Dalgliesh contestó:

– No, nunca he estado allí. Es un placer que todavía me reservo. Explícamelo.

– Pues bien, al propietario le desagrada el ruido de los coches al llegar y al partir, y no le culpo por ello, de modo que el aparcamiento está a unos cincuenta metros del restaurante y rodeado por un alto seto de hayas. No tienen un encargado del aparcamiento, pues es de suponer que resultaría demasiado caro. Los clientes han de caminar esos cincuenta metros y, si llueve, dejan primero a sus invitados ante la puerta, por lo tanto, ese aparcamiento queda aislado y es más o menos privado. Sin embargo, el portero le echa un vistazo de vez en cuando, y se le ocurrió a Winifred que difícilmente pudo Berowne haber dejado su coche allí si en realidad telefoneaba para decir que no podía llegar a tiempo. Después de todo, a cualquiera de aquel grupo se le podía haber ocurrido marcharse poco después, y entonces habría reconocido el coche. Por lo tanto, ella investigó un poco más en los alrededores. Hay una especie de zona libre poco antes de llegar a la A3, frente a una pequeña granja situada a poca distancia de la carretera. Preguntó allí.

– ¿Con qué pretexto? -quiso saber Dalgliesh.

– Bueno, dijo tan sólo que estaba realizando una investigación privada para encontrar un coche robado. La gente siempre contesta a todo, mientras se le hagan las preguntas con suficiente aplomo… Deberías saber esto, mi querido Adam.

– Y tuvo suerte -dijo Dalgliesh.

– Ya lo creo. Un chico de unos catorce años estaba haciendo sus deberes de la escuela en su dormitorio, cuya ventana se encuentra en la fachada del edificio, y vio un Rover negro aparcado. Por ser chico, naturalmente se sintió interesado. Se mostró muy seguro acerca de la marca. Estuvo allí desde las diez, aproximadamente, y seguía allí cuando él se acostó.

– ¿Tomó el número de la matrícula?

– No, esto le hubiera obligado a salir de casa, desde luego, y no se sentía tan intrigado como para tomarse esa molestia. Lo que le interesó fue el hecho de que hubiera sólo un hombre en el coche. Lo aparcó, lo cerró y se encaminó hacia el Black Swan. No es raro que aparquen coches allí, pero generalmente se trata de parejas de enamorados que se quedan dentro del coche.

– ¿Pudo dar una descripción?

– Tan sólo de tipo muy general, pero más o menos correspondía a la de Berowne. Yo estoy convencido de que era su coche y de que él estuvo allí, pero admito que no hay pruebas. Eran las diez de la noche cuando el chico le vio, y en aquella parte no hay farolas. Yo no podía saber con certeza que se encontraba en el Black Swan cuando Diana Travers se ahogó y, como habrás observado en mi artículo, procuré cuidadosamente no decir semejante cosa.

– ¿Consultaste con tus abogados antes de darlo a la imprenta?

– Claro que sí. No es que les gustara mucho, pero tuvieron qué admitir que no podía contener calumnia. Después de todo, era un dato puramente factual. Nuestras habladurías siempre lo son.

Y las habladurías, pensó Dalgliesh, eran como cualquier otro artículo en el mercado. Uno sólo lo recibía si tenía algo de valor que dar. Y Ackroyd, uno de los chismosos más notorios de Londres, tenía fama por la precisión y el valor de sus palabras. Coleccionaba pequeños retazos de información como otros guardan tornillos y clavos. Tal vez no los necesitara para la faena que en un momento dado tenía entre manos, pero antes o después podían resultarle útiles.

Y, por otra parte, le gustaba la sensación de poder que la murmuración le otorgaba. Tal vez redujera para él aquella ciudad vasta y amorfa a unas proporciones manejables, a los pocos centenares de personas que contaban en su mundo y que le daban la ilusión de vivir en un pueblo privado, íntimo pero diverso y no carente de excitación. Y él no era malévolo. Le gustaba la gente y disfrutaba complaciendo a sus amigos. Ackroyd se acurrucaba como una araña en su estudio y tejía su tela de blanda intriga. Le resultaba importante que al menos un hilo de la misma le conectase con un alto funcionario de la policía, como otros, mucho más poderosos, hacían con las camarillas parlamentarias, el teatro, Harley Street o la abogacía. Casi con toda seguridad, había registrado sus fuentes, dispuesto a ofrecer a Dalgliesh una pequeña prima de información. Dalgliesh creyó llegado el momento de buscarla y preguntó:

– ¿Qué sabes de Stephen Lampart?

– No mucho, puesto que la naturaleza me ha ahorrado misericordiosamente la experiencia de los partos. Dos buenas amigas tuvieron sus bebés en su clínica de Hampstead, Pembroke Lodge. Todo fue muy bien; el heredero de un ducado y un futuro banquero mercantil, ambos dados a luz sin problemas y los dos varones, lo cual, tras una serie de niñas, era lo que se pretendía. Tiene fama de ser un buen ginecólogo.

– ¿Y con las mujeres?

– Mi querido Adam, eres un hombre libidinoso. Por ser un ginecólogo, debe de tener particulares tentaciones. Después de todo, las mujeres están siempre dispuestas a mostrar su gratitud de la única manera que las pobrecillas conocen. Sin embargo, él sabe protegerse a sí mismo, y no sólo en lo que se refiere a su vida sexual. Hace ocho años, hubo una querella por calumnia. Tal vez la recuerdes. Un periodista llamado Mickey Case tuvo la mala idea de sugerir que Lampart había efectuado un aborto ilegal en Pembroke Lodge. En aquellos tiempos, las cosas eran algo menos liberales. Lampart se querelló y consiguió daños y perjuicios. Arruinó a Mickey. Desde entonces, no ha habido ni traza de escándalo. No hay nada como la fama de querellante para que uno se salve de la difamación. A veces se rumorea que él y Barbara Berowne son algo más que primos, pero no creo que nadie posea pruebas al respecto. Han sabido ser notablemente discretos y Barbara Berowne, desde luego, desempeñó a la perfección el papel de la amante y hermosa esposa del diputado cuando se le exigió que lo hiciera, lo cual no sucedía muy a menudo. Berowne nunca fue un tipo sociable. Una pequeña cena de vez en cuando, las usuales meriendas electorales, recaudación de fondos y cosas por el estilo. Sin embargo, a ella no se le exigía que se exhibiera en ese papel particular con inconveniente frecuencia. Lo curioso de Lampart es que se pasa la vida trayendo críos al mundo, pero al mismo tiempo le desagradan intensamente los niños. Aunque aquí estoy bastante de acuerdo con él. Hasta las cuatro semanas, son perfectamente encantadores, pero después, todo lo que pueda decirse en favor de los críos es que llega un momento en que han crecido ya. Él tomó sus precauciones contra la procreación; se sometió a una vasectomía.

– ¿Y cómo diablos te has enterado de eso, Conrad?

– Mi querido amigo, no es ningún secreto. La gente suele jactarse de esas cosas. Apenas se la hizo empezó a lucir una de esas corbatas nauseabundas que lo pregonan por ahí. Admito que es una nota bastante vulgar, pero es que en Lampart hay una nota de vulgaridad. Ahora la tiene más controlada, me refiero a la vulgaridad. La corbata está guardada en un cajón junto con, no me cabe duda de ello, otros recuerdos de su pasado.