Y eso no dejaba de ser un premio, pensó Dalgliesh. Si Barbara Berowne estaba embarazada y Lampart no era el padre, ¿quién podía serlo? De haber sido el propio Berowne y haber conocido él este hecho, ¿se hubiera sentido más o menos predispuesto a darse muerte? Probablemente, un jurado hubiera pensado que menos. Para Dalgliesh, que jamás había creído en la teoría del suicidio, esto no tenía una relevancia particular. Sin embargo, la tendría, y muy considerable, para el fiscal, si él, Dalgliesh, agarraba a su hombre y el caso llegaba ante los jueces.
Ackroyd dijo entonces:
– ¿Cómo te fue con la formidable lady Ursula? ¿La conocías ya?
– No. En mi vida social no suelo tratar con hijas de condes. Y, hasta el momento, tampoco había conocido a ninguna en el ámbito de mi trabajo. ¿Qué debería pensar acerca de ella? Dímelo tú.
– Lo que todo el mundo quiere saber acerca de ella -al menos, todos los de su generación- es por qué se casó con sir Henry. Pero resulta que yo conozco la respuesta. La he deducido totalmente por mi cuenta. Tal vez pienses que mi teoría es obvia, pero ello no le restará mérito. Explica por qué tantas mujeres hermosas eligen a hombres tan ordinarios. Es porque una mujer hermosa -y estoy hablando de belleza, no solamente de atractivo- es totalmente ambivalente en lo que respecta a su belleza. Con una parte de su mente sabe que ésta es la cosa más importante que hay en su persona. Y, desde luego, hay que reconocer que así es. Pero con otra parte de su persona desconfía de ello. Al fin y al cabo, sabe que se trata de algo transitorio. Ha de presenciar cómo se desvanece esa belleza. Ella desea ser amada por otra cualidad, en general una que no posee. Por lo tanto, cuando lady Ursula se cansó de todos aquellos jóvenes inoportunos que la rodeaban y la colmaban de cumplidos, eligió al viejo Henry, que durante años la había amado devotamente, que sin duda seguiría amándola hasta que muriese, y que no parecía darse cuenta de que se había apropiado la belleza más admirada de Inglaterra. Al parecer, todo funcionó perfectamente. Ella le dio dos hijos y le fue fiel…, es decir, más o menos. Y ahora, pobrecita, se ha quedado sin nada. El título de su padre se extinguió cuando su único hermano murió en 1917. Y ahora ocurre esto. A no ser, desde luego, que Barbara Berowne lleve en su vientre un heredero, lo cual, dadas las circunstancias, parece improbable.
Dalgliesh preguntó:
– ¿No será la parte menos importante de la tragedia, esa extinción del título de baronet?
– No necesariamente. Un título, particularmente si es antiguo, confiere una confortable sensación de continuidad familiar, casi una especie de inmortalidad personal. Si se pierde, uno empieza a comprender que toda la carne es ceniza. Voy a darte un consejo, mi querido Adam. No subestimes nunca a lady Ursula Berowne.
Dalgliesh repuso:
– No hay peligro de ello. ¿Conociste personalmente a Paul Berowne?
– No. Conocía a su hermano, pero no muy bien. Nos conocimos cuando se hizo novio oficial de Barbara Swayne. Hugo era un anacronismo, más bien un héroe de la primera guerra mundial que un soldado moderno. Casi se esperaba verlo golpeándose los pantalones caqui de montar con su bastón, y llevando espada. Cabía esperar que los de su especie se hicieran matar. Nacen para eso. Si no lo hicieran, ¿qué diablo harían de sus personas cuando envejecieran? Era, desde luego, el hijo predilecto, y con mucho. Era el tipo de hombre al que su madre comprendía, que se había criado junto a ella, con esa mezcla de belleza física, temeridad y encanto. Empecé a interesarme por Paul Berowne cuando decidimos escribir ese corto artículo, pero admito que la mayor parte de información que obtuve sobre él es de segunda mano. Una parte de la tragedia privada de Paul Berowne, desde luego pequeña si la miramos sub specie aeternitatis, la resumió perfectamente Jane Austen. «Su carácter tal vez se agriara un poco al descubrir, como tantos otros de su mismo sexo, que, debido a una injustificable inclinación en favor de la belleza, era el marido de una mujer muy necia.» Orgullo y prejuicio, palabras del señor Bennet.
– Razón y sensibilidad, palabras del señor Palmer. Y cuando uno conoce a Barbara Berowne, esa inclinación no parece tan injustificable.
– ¿Razón y sensibilidad? ¿Estás seguro? Sea como sea, me satisface verme inmune a ese especial atractivo y al impulso de posesión que parece inseparable de él. La belleza sofoca la facultad de crítica. Sabe Dios lo que pensó Berowne estar consiguiendo, aparte de toda una carga de culpabilidad. Probablemente, el Santo Grial.
En general, pensó Dalgliesh, la visita a Saint John's Wood había sido más fructífera incluso de lo que él esperaba. Se entretuvo antes de dar por terminado su té. Debía a su anfitriona, como mínimo, la apariencia de una decente urbanidad, y por otra parte tampoco tenía ningún deseo especial de marcharse con apresuramiento. Relajado por la solícita atención de Nellie Ackroyd, cómodamente instalado en una butaca discretamente mecedora, cuyos brazos y respaldo parecían diseñados precisamente para amoldarse a su cuerpo, y con la vista calmada por el distante fulgor del canal visto a través de aquel invernadero lleno de luz, tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse y despedirse, y emprender su regreso al Yard, recoger a Kate Miskin y llevarla con él a entrevistar a la única hija de Berowne.
V
Melvin Jones no llevaba la intención de hacer el amor. Había encontrado a Tracy en el lugar de costumbre, la cerca junto al camino de sirga, y habían caminado, rodeando ella con su brazo el suyo y con su cuerpo delgado apretado contra el de él, hasta que llegaron a su lugar secreto, aquella franja de hierba aplanada detrás de los densos saúcos, junto al erguido y muerto tocón de un árbol. Y ocurrió todo como sabía él que ocurriría. El breve y escasamente satisfactorio espasmo y lo que ocurrió antes no presentaron ninguna diferencia con lo que siempre había sucedido.
El intenso olor a tierra y a hojas muertas, el blando suelo bajo sus pies, el cuerpo ávido de ella forcejeando bajo el suyo, el olor de sus axilas, sus dedos arañando su cuero cabelludo, el roce de la corteza del árbol contra su mejilla, el centelleo del canal divisado a través de la hojarasca. Todo terminó, pero después la depresión que siempre seguía fue peor que todo lo que hubiera experimentado antes. Tenía ganas de hundirse en la tierra y gemir en voz alta. Ella murmuró:
– Cariño, tenemos que ir a ver a la policía. Debemos explicarles lo que vimos.
– No fue nada. Tan sólo un coche aparcado frente a la iglesia.
– Frente a la puerta de la sacristía. Frente al lugar donde ocurrió aquello. La misma noche. Y sabemos la hora, más o menos las siete. Pudo ser el coche del asesino.
– No es probable que condujera un Rover negro, y ni siquiera vimos su matrícula.
– Pero tenemos que explicarlo. Si no encuentran a quién lo hizo y vuelve a matar, nunca nos lo perdonaremos.
Esta nota de untuosa rectitud le dio náuseas. Se preguntó por qué no había notado nunca ese tono plañidero en la voz de ella. Sabiendo que de nada iba a servir dijo:
– Me dijiste que tu padre nos mataría si supiera que nos hemos estado viendo. Todas esas mentiras que le has contado, sobre tus clases nocturnas. Dijiste que nos mataría a los dos.
– Pero, cariño, ahora es diferente. Él lo comprenderá. Y siempre podemos casarnos. Les diremos que estamos prometidos.
Claro, pensó él, repentinamente iluminado. A papá, aquel respetable predicador laico, no le importaría con tal que no hubiera escándalo. Papá disfrutaría de la publicidad, de una sensación de importancia. Ellos tendrían que casarse. Papá, mamá y la propia Tracy se asegurarían de ello. Era como si su vida se revelara de pronto en una lenta película de desesperanza, sucediéndose una imagen tras otra a lo largo de los años insoslayables. Trasladarse a la casita de los padres de ella, pues ¿dónde más podían permitirse vivir? Esperar un piso del municipio. El primer bebé llorando en plena noche. La voz plañidera y acusadora de ella. La muerte lenta, incluso del deseo. Un hombre había muerto, un ex ministro, un hombre al que él nunca había conocido, nunca había visto, cuya vida y la suya jamás habían entrado en contacto hasta ese momento. Alguien, su asesino o un automovilista inocente, había aparcado su Rover frente a la iglesia. La policía detendría al asesino, si es que había un asesino, y éste iría a la prisión de por vida, y al cabo de diez años se le dejaría salir, libre de nuevo. Pero él sólo tenía veintiún años y su sentencia perpetua sólo terminaría con su muerte. ¿Y qué había hecho él para merecer semejante castigo? Un pecado tan insignificante, comparado con el asesinato. Tuvo que reprimir un gemido ante tamaña injusticia.