– Está bien -dijo con sorda resignación-. Iremos al puesto de policía de Harrow Road. Les explicaremos lo del coche.
VI
El piso de Sarah Berowne se encontraba en una tétrica hilera de casas victorianas de cinco pisos, cuya recargada y mugrienta fachada distaba unos diez metros de Cromwell Road, situada detrás de un seto de polvorientos laureles y aligustre espinoso y casi privado de hojas. Junto al interfono había una hilera de nueve timbres, el más alto de los cuales ostentaba una sola palabra: «Berowne». La puerta se abrió al empujarla, apenas llamaron, y Dalgliesh y Kate atravesaron un vestíbulo y avanzaron por un estrecho pasillo, con el suelo recubierto de linóleo y las paredes pintadas en el sempiterno crema brillante; el único mobiliario consistía en una mesa para la correspondencia. La caja del ascensor sólo tenía cabida para dos pasajeros. Su pared posterior la cubría casi por completo un espejo, pero mientras la cabina ascendía lentamente y rechinando, la imagen de sus dos figuras tan cerca entre sí que él podía oler el limpio y dulce aroma del cabello de ella, y casi podía imaginar que oía latir su corazón, no hizo nada para disipar su incipiente claustrofobia. Se detuvieron con una sacudida. Al salir al pasillo y volverse Kate para cerrar la reja del ascensor, Dalgliesh vio que Sarah Berowne les esperaba ante su puerta abierta.
La semejanza de familia era casi sobrecogedora. La joven estaba enmarcada frente a la luz de su apartamento, como una frágil sombra femenina de su padre. Tenía los mismos ojos grises y ampliamente separados, la misma inclinación de los párpados, la misma distinción en el porte, pero carente de la pátina masculina constituida por la confianza y el éxito. Los cabellos rubios, sin mechas de oro como los de Barbara Berowne, sino más oscuros, casi rojizos, mostraban ya las primeras hebras grises y colgaban en secos y mortecinos mechones junto a aquella cara alargada de Berowne. Él sabía que sólo tenía veinte años y pico, pero parecía mucho mayor, con aquella piel color de miel exangüe y fatigada. Ni siquiera se molestó en echar una ojeada a su credencial y Dalgliesh se preguntó si es que no le importaba o con ello denotaba un leve gesto de menosprecio. Se limitó a inclinar levemente la cabeza cuando le presentó a Kate, y después se hizo a un lado y les invitó a pasar a la sala de estar, atravesando el recibidor. Una figura familiar se levantó para recibirlos y se encontraron cara a cara con Ivor Garrod.
Sarah Berowne los presentó, pero no explicó el motivo de su presencia. No obstante, no había razón para hacerlo, ya que se trataba de su apartamento y ella podía invitar a quien se le antojara. Eran Kate y él los intrusos, presentes allí, en el mejor de los casos, por invitación o porque no había más remedio, tolerados, rara vez bien acogidos.
Después de la oscuridad del pasillo y de aquel ascensor claustrofóbico, se encontraban ahora en el vacío y la luz. El apartamento era una reconversión a partir de la mansarda del tejado; la sala de estar, de techo muy bajo, abarcaba casi toda la longitud de la casa y su pared norte, totalmente de vidrio y con puertas correderas, daba a un estrecho balcón. Había una puerta en el extremo más distante, que presumiblemente llevaba a la cocina. Dalgliesh supuso que el dormitorio y el baño tenían su entrada por el vestíbulo, en la parte frontal de la casa. Había adquirido la habilidad de captar las características sobresalientes de una habitación sin aquel examen preliminar abierto que él hubiera juzgado ofensivo en cualquier extraño, y mucho más en un policía. Pensaba a veces que no dejaba de ser extraño que un hombre morbosamente sensible respecto a su propia intimidad hubiera elegido un trabajo que le exigía invadir casi a diario la intimidad de los demás. Sin embargo, los espacios donde vivía la gente, y las posesiones personales con las que ésta se rodeaba, eran inevitablemente fascinantes para un detective, una afirmación de identidad que resultaba intrigante en sí misma, pero también como delación de carácter, intereses y obsesiones.
Esa habitación era, evidentemente, a la vez sala de estar y estudio. Estaba amueblada escasamente, pero con comodidad. Había dos grandes y viejos sofás en paredes opuestas, y sobre ellos estantes para libros, el estéreo y un pequeño armario para las bebidas. Ante la ventana había una mesita redonda, con cuatro sillas. La pared situada frente a la ventana estaba recubierta con paneles de corcho en los que se había fijado, con chinchetas, una colección de fotografías. A la derecha había fotos de Londres y de londinenses, evidentemente destinadas a establecer una postura política, parejas elegantemente ataviadas para una fiesta en los jardines de palacio, avanzando sobre el césped de Saint James's Park, con la tarima de la banda de música como fondo; un grupo de negros en Brixton, mirando malhumorados al objetivo; los Queen's Scholars de la escuela de Westminster, decorosamente situados en el interior de la Abadía; un abarrotado patio de recreo Victoriano, con un niño delgado y de ojos tristones que se agarraba a una barandilla como si fuera un animalito aprisionado; una mujer con cara de zorro eligiendo un abrigo de pieles en Harrods; un par de jubilados, con las deformadas manos en sus regazos y sentados muy rígidos, como figuras de Staffordshire, uno a cada lado de su estufa eléctrica de un solo panel. Pensó que el mensaje político era demasiado fácil para llevar mucho peso, pero, en su opinión, las fotografías eran técnicamente válidas y, ciertamente, con una buena composición. A la izquierda del tablero había lo que probablemente había sido un encargo más lucrativo: una hilera de retratos de escritores de fama. Parte de la preocupación de la fotógrafa por las privaciones sociales parecía haber infectado también su trabajo en este sentido. Los hombres, sin afeitar, vestidos despreocupadamente con camisas sin corbata y el cuello abierto, daban la impresión de acabar de tomar parte en un debate literario del Canal 4, o de dirigirse a una bolsa de trabajo de los años treinta, mientras que las mujeres parecían inquietas o a la defensiva, excepto una rolliza abuela famosa por sus novelas detectivescas, que miraba tristemente a la cámara, como si deplorase la nota sanguinaria de su oficio o bien la magnitud de su progreso en él.
Sarah Berowne les indicó el sofá a la derecha de la puerta y ella se sentó en el opuesto. Era, pensó Dalgliesh, una distribución muy poco conveniente para todo lo que no fuera una conversación a gritos. Garrod se acomodó en el brazo del sofá al otro lado de ella, como si se distanciara deliberadamente de los tres. En el último año se había retirado, al parecer voluntariamente, del escenario de la política y últimamente se le oía mucho menos exponer los puntos de vista de la Campaña Revolucionaria Obrera, concentrándose, aparentemente, en su trabajo como asistente social de la comunidad, cualquiera que fuese el significado de esta denominación. Pero se le reconocía inmediatamente como hombre que, incluso en reposo, se comportaba como si conociera perfectamente la fuerza de su presencia física, aunque con esa fuerza sometida a un control consciente. Llevaba unos pantalones vaqueros con una camisa blanca de cuello abierto y tenía un aspecto a la vez deportivo y elegante. Parecía salido, pensó Dalgliesh, de un retrato de los Uffizi, con su rostro florentino alargado y arrogante, la boca generosamente curvada bajo el breve labio superior, la nariz pronunciada y una mata de pelo negro, con unos ojos a los que nada les pasaba por alto. Preguntó: