Casi esperaba que ella replicara: «¿Qué tiene esto que ver con esta investigación y qué tiene que ver con usted?», pero lo que contestó fue:
– ¡Oh, no! Supongo que él no creía que a mí me importara una u otra cosa. Sólo me enteré de ello cuando su mujer me telefoneó. Fue cuando abandonó su cargo ministerial. Parecía como si ella pensara que yo pudiera tener cierta influencia sobre él. Esto demostraba lo poco que nos conocía a él y a mí. Si ella no me hubiera telefoneado, yo habría tenido que enterarme de su dimisión por los periódicos. -Y de repente exclamó-: ¡Dios mío! Ni siquiera pudo convertirse como un hombre corriente. Se le tuvo que conceder su propia visión personal y beatífica. Ni siquiera pudo dimitir de su cargo con una reserva decente.
Dalgliesh intervino con tono suave:
– Parece ser que actuó con una reserva considerable. Evidentemente, pensaba que se trataba de una experiencia privada, más propia para ser realizada que discutida.
– Bien, es que difícilmente podía plantearla en las primeras páginas de los suplementos dominicales. Tal vez se diera cuenta que con ello sólo lograría ponerse en ridículo. Él y su familia.
Dalgliesh inquirió:
– ¿Hubiera importado mucho?
– A mí no, pero a la abuela sí le hubiera importado…, y supongo que le importa ahora. Y a su esposa, desde luego. Ella creía haberse casado con un futuro sucesor del primer ministro. No le hubiera agradado verse atada a un chiflado religioso. Pues bien, ahora ya se ha librado de él. Y él se ha librado de nosotros, de todos nosotros.
Guardó silencio por unos momentos y después dijo con súbita vehemencia:
– No voy a fingir. Por otra parte, usted sabe perfectamente que mi padre y yo estábamos… digamos distanciados. No hay ningún secreto en ello. No me gustaban sus ideas políticas, no me gustaba cómo trataba a mi madre, no me gustaba cómo me trataba a mí. Yo soy marxista, y tampoco esto es un secreto. Su gente debe de tenerme apuntada en una de sus listas, en alguna parte. Y yo respeto mis creencias políticas. No creo que él lo hiciera en realidad. Esperaba de mí que discutiera de política como si estuviéramos charlando sobre una obra teatral reciente que ambos hubiéramos visto, o un libro que hubiésemos leído, como si fuese una diversión intelectual, algo sobre lo que se pudiera tener lo que él llamaba una argumentación civilizada. Decía que esto era una de las cosas que él deploraba en la pérdida de la religión, pues significaba que la gente elevaba la política al nivel de una fe religiosa y eso era peligroso. Pues bien, esto es lo que la política es para mí, una fe.
Dalgliesh dijo:
– En vista de sus sentimientos respecto a él, el legado que le deja debe de plantearle un dilema de conciencia.
– ¿Es esta su manera diplomática de preguntarme si maté a mi padre por su dinero?
– No, señorita Berowne. No, es una manera particularmente diplomática de averiguar cómo se siente usted ante un dilema moral que no tiene nada de raro.
– Pues me siento bien, perfectamente. En lo que a mí se refiere, no hay dilema. A todo lo que consiga se le dará un buen uso, por una vez. No va a ser mucho. Veinte mil libras, ¿verdad? Van a necesitarse más de veinte mil libras para cambiar este mundo.
De pronto volvió al sofá, se sentó y vieron que estaba llorando. Dijo entonces:
– Lo siento, lo siento mucho. Esto es ridículo. No es más que la impresión. Y el cansancio. Esta noche apenas he dormido. Y he tenido un día muy atareado, con cosas que no podía cancelar. Y por otra parte, ¿por qué había de cancelarlas? Nada puedo hacer por él.
Este fenómeno no era nuevo para Dalgliesh. Las lágrimas de los demás, el dolor de los demás eran inseparables de una investigación por asesinato. Había aprendido a no mostrar sorpresa ni embarazo. La respuesta variaba, desde luego. Una taza de té caliente y dulce si había alguien a mano para prepararla, una copa de jerez si la botella estaba cerca, un trago de whisky. Nunca había sido apto para reconfortar con una mano en el hombro de los demás, y en este caso sabía que este gesto no sería bien acogido. Sintió que Kate se envaraba a su lado, como si quisiera moverse instintivamente hacia la joven. Después, Kate miró a Garrod, pero Garrod no se movió. Esperaron en silencio. Los sollozos no tardaron en ser controlados y Sarah Berowne alzó de nuevo su cara hacia ellos y dijo:
– Lo siento, lo siento muchísimo. Por favor, no me hagan caso; dentro de unos momentos estaré bien.
Garrod dijo entonces:
– No creo que haya nada más que podamos decirles y les resulte útil, pero si lo hay tal vez podría esperar a otros momentos. La señorita Berowne está trastornada.
Dalgliesh repuso:
– Ya lo veo. Si quiere que nos marchemos, desde luego lo haremos inmediatamente.
Ella alzó la vista y dijo a Garrod:
– Vete tú. Yo estoy bien. Ya has dicho lo que viniste a decir. Estuviste aquí conmigo el martes por la noche, toda la noche. Estuvimos juntos. Y nada puedes decir acerca de mi padre. Jamás lo conociste. Por consiguiente, ¿por qué no te marchas?
Dalgliesh quedó sorprendido ante el repentino veneno en su voz. A Garrod no debió de gustarle esa contundente despedida, pero era demasiado dueño de sí y demasiado astuto para protestar. La miró con lo que parecía ser amable interés en vez de enojo, y dijo:
– Si me necesitas, me llamas.
Dalgliesh esperó hasta que llegó a la puerta y entonces dijo tranquilamente:
– Un momento. Diana Travers y Theresa Nolan. ¿Qué sabe usted sobre ellas?
Garrod quedó inmóvil durante un segundo y después se volvió lentamente y contestó:
– Sólo que las dos están muertas. De vez en cuando, le echo un vistazo a la Paternoster Review.
Dalgliesh continuó:
– El reciente artículo de sir Paul en esta revista se basaba en parte en un comunicado anónimo que le enviaron a él y a varios periódicos. Este comunicado.
Sacó un papel de su cartera y se lo entregó a Garrod. Reinó el silencio mientras lo leía. Después, con la cara totalmente inexpresiva, Garrod se lo pasó a Sarah Berowne y dijo:
– Seguramente, no estará sugiriendo que Berowne se cortó el cuello porque alguien le envió una carta poco amable. ¿No sería mostrarse excesivamente sensible, tratándose de un político? Y él era abogado. Si creía que era motivo de querella, sabía dónde encontrar el remedio.
Dalgliesh dijo:
– No sugiero que esto aporte un motivo para un suicidio. Me estaba preguntando si usted o la señorita Berowne tenían alguna idea de quién pudo haberlo enviado.
La joven le devolvió el papel, limitándose a negar con la cabeza, pero Dalgliesh observó que su exhibición no había sido bien recibida. Ella no era buena actriz, ni tampoco una hábil mentirosa. Garrod dijo:
– Admito que yo daba por sentado que la criatura que Theresa Nolan abortó era de Berowne, pero no me sentí inclinado a hacer nada al respecto. De haberlo hecho, hubiera buscado algo más efectivo que ese párrafo insustancial y lleno de despecho. Sólo vi una vez a la chica, en una poco afortunada cena que se dio en Campden Hill Square. Lady Ursula estaba convaleciente y era la primera noche que bajaba. Desde luego, la pobre chica no parecía muy contenta, pero es que a lady Ursula le habían enseñado a saber en qué lugar la gente tiene derecho a cenar y, claro está, el lugar que debe ocupar cada uno en la mesa. La enfermera Nolan, pobre chica, estaba comiendo fuera del lugar que se le había destinado y se lo hizo notar.
Sarah Berowne intervino con voz suave:
– No intencionadamente.
– ¡Es que no he dicho que fuera intencionadamente! Las mujeres como tu abuela resultan ofensivas por el mero hecho de existir. La intención no tiene nada que ver con ello.
Y entonces, sin tocar a Sarah Berowne, sin dirigirle siquiera una mirada, se despidió de Kate y Dalgliesh tan formalmente como si todos hubieran sido comensales en una cena, y la puerta se cerró tras él. La joven trató de dominarse, pero finalmente estalló en sollozos. Kate se levantó, atravesó la puerta del lado opuesto y, después de lo que a Dalgliesh le pareció un tiempo innecesariamente largo, regresó con un vaso de agua, se sentó al lado de Sarah Berowne y se lo ofreció en silencio. La joven bebió ávidamente, y después dijo: