– Gracias. Me he comportado como una tonta. Pero es que no me hago a la idea de que esté muerto, de que nunca más volveré a verlo. Supongo que siempre pensé que algún día, de alguna manera, las cosas se arreglarían entre nosotros dos. Supongo que pensaba que sobraba tiempo para ello. Había todo el tiempo del mundo. Y ahora todos han desaparecido: mamá, papá, el tío Hugo… ¡Dios mío me siento tan desesperada!
Había cosas que a él le hubiera gustado preguntar, pero no era el momento oportuno. Esperaron hasta que ella volvió a calmarse y después le preguntaron si verdaderamente se encontraba bien del todo, antes de marcharse. Esta pregunta le sonó a él insincera, como una hipocresía formal. Estaba tan bien como pudo haberlo estado mientras ellos se encontraban allí.
Al alejarse de la casa en el coche, Kate guardó silencio durante unos momentos y después dijo:
– Es una cocina totalmente eléctrica, señor. Hay un paquete intacto de cuatro cajas de cerillas Bryant and May en la alacena, y eso es todo. Pero, eso no demuestra nada. Pudieron haber comprado una sola caja y tirarla después.
Dalgliesh pensó: «Ha ido a buscar el vaso de agua mostrando una compasión auténtica, una preocupación sincera, pero su mente seguía fija en la búsqueda de pruebas. ¡Y algunos de mis hombres creen que las mujeres son más sentimentales que ellos!». Dijo:
– No nos servirá de mucho tratar de encontrar una caja de cerillas. Una cerilla es el objeto al que más fácilmente se le puede echar mano, y el más difícil de identificar.
– Pero hay otra cosa, señor. Miré en el cubo de la basura y encontré el envoltorio de cartón del flan de setas de Marks y Spencer. Es verdad que lo comieron, pero tenía dos días más que su fecha de venta, adjudicada al martes. Por lo tanto, no pudo haberlo comprado entonces. ¿Desde cuándo Marks y Spencer vende alimentos pasados de fecha? No supe si desearía usted o no tener ese envase.
Dalgliesh contestó:
– Todavía no tenemos derecho a sacar nada del piso. Sería prematuro. Cabría decir incluso que es una pista que les favorece. Si ellos hubieran planeado este crimen, sospecho que Garrod habría comprado la comida el martes por la mañana, y se habría asegurado de que la dependienta se acordara de él. Y, además, hay otra cosa: han presentado una coartada para toda la noche. Esto sugiere que tal vez no estén enterados de las horas más importantes.
– Pero ¿no es Garrod demasiado listo para caer en semejante trampa?
– Desde luego, no presentaría una coartada perfectamente ajustada para las ocho, pero la que tiene, más bien generosa en este aspecto, cubre todas las horas desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana siguiente, lo que sugiere que juega sobre seguro.
Y, como todas las demás coartadas, no sería fácil desmontarla. Los dos se habían estudiado su actuación antes de la visita, como lo hacían antes de cada entrevista. Sabían que Garrod vivía solo en un apartamento de un solo dormitorio en Bloomsbury, situado en un gran bloque de viviendas anónimas, sin portero. Si aseguraba haber pasado la noche en otro lugar, era difícil prever cómo cabría demostrar otra cosa. Como todos los restantes relacionados con el caso que habían sido interrogados hasta el momento, Sarah Berowne y su amante habían presentado una coartada. La policía tal vez no la juzgara como demasiado convincente, pero Dalgliesh tenía una opinión demasiado elevada sobre la inteligencia de Garrod para suponer que la coartada pudiera ser anulada con facilidad, y, desde luego, no mediante un sello con una fecha en el envase de cartón de un flan de setas.
De nuevo en el Yard, apenas había entrado Dalgliesh en su despacho irrumpió también en él Massingham. Éste se enorgullecía de su capacidad para controlar toda excitación y su voz resonó con una cuidada indiferencia.
– Harrow Road acaba de telefonear, señor. Hay un hecho interesante. Hace diez minutos, una pareja se presentó en el puesto, un chico de veintiún años y su chica. Dicen que se encontraban el martes por la tarde en el camino de sirga, al parecer haciendo el amor. Pasaron por la verja de entrada de Saint Matthew poco antes de las siete. Había un gran Rover negro aparcado frente a la puerta sur.
– ¿Se fijaron en la matrícula?
– No ha habido tanta suerte. Ni siquiera están seguros de la marca, pero sí con respecto a la hora. A la chica la esperaban en su casa a las siete y media y los dos miraron sus relojes poco antes de abandonar el camino de sirga. Y el chico, Melvin Jones, cree que pudo haber sido una matrícula A. En Harrow Road creen que dice la verdad. El pobre muchacho parece petrificado. Desde luego, no es ningún chiflado que ande buscando publicidad. Han pedido a los dos que esperen hasta que yo llegue allí. -Y añadió-: Aquel aparcamiento junto a la iglesia podría ser útil para cualquiera que lo conociera, pero es evidente que los vecinos de ese barrio prefieren aparcar sus coches allí donde puedan tenerles la vista encima. Y, desde luego, no es un lugar donde haya teatros ni restaurantes lujosos. En mi opinión, sólo hay un Rover negro al que cabría suponer aparcado ante aquella iglesia.
Dalgliesh contestó:
– Eso es prematuro, John. Oscurecía y esos jóvenes llevaban prisa. Ni siquiera pueden estar seguros de la marca.
– Me está usted deprimiendo; será mejor que me vaya allí. Sería todo un golpe de suerte descubrir que en realidad se trataba del furgón de la funeraria local.
VII
Sabía que Ivor regresaría aquella noche. No quería telefonear primero, en parte por un exceso de cautela, y en parte porque él siempre suponía que ella le estaría aguardando cuando sabía que su visita era probable. Por primera vez desde que eran amantes, descubrió que él tenía su señal, un timbrazo largo en el interfono de la entrada, seguido por otros tres cortos. ¿Por qué no podía telefonear, hacerle saber cuándo podía esperar su llegada?, pensó con enojo. Trató de concentrarse en el trabajo de su último proyecto, el montaje de dos fotos en blanco y negro tomadas el último invierno en Richmond Park, con las desnudas ramas de los enormes robles bajo un cielo de nubarrones acumulados, y que planeaba montar, invirtiendo una debajo de la otra, de modo que la maraña de ramas tuviera el aspecto de raíces reflejadas en el agua. Sin embargo, mientras manipulaba las copias con una creciente insatisfacción, le pareció que aquella idea no tenía el menor sentido, que se trataba de un fácil efecto derivativo, y que ello, como toda su obra, era un símbolo de su vida, delgada, insustancial, de segunda mano, basada en la experiencia de otras personas y las ideas de los demás. Incluso las fotos de Londres, con toda su hábil composición, carecían de convicción y eran imágenes estereotipadas vistas a través de los ojos de Ivor, y no de los suyos. Pensó: «Debo aprender a ser mi propia persona; por tarde que pueda ser, por mucho que duela, debo hacerlo». Y le pareció extraño que se hubiera necesitado la muerte de su padre para demostrarle lo que era ella.
A las ocho sintió hambre y se preparó unos huevos revueltos, removiéndolos cuidadosamente sobre fuego bajo y actuando con tanto cuidado como si Ivor hubiera estado allí para compartirlos con ella. Si llegaba mientras ella estaba comiendo, siempre podía prepararse su plato. Se lavó y, al terminar, él todavía no había llegado. Salió al balcón y miró, a través del jardín, la oscura mole de la terraza del apartamento de enfrente, cuyas ventanas empezaban a iluminarse como señales procedentes del espacio. Aquellas personas desconocidas podrían ver también su ventana, aquella gran superficie de cristal iluminado. ¿Les visitaría la policía, les preguntaría si habían visto luz allí el martes por la noche? ¿Había pensado en eso Ivor, con toda su astucia?