Выбрать главу

Al contemplar la oscuridad, se obligó a pensar en su padre. Podía recordar el preciso momento en el que las cosas habían cambiado entre ellos. Vivían entonces en la casa de Chelsea, sólo sus padres, ella y Mattie. Eran las siete de una neblinosa mañana de agosto y ella estaba sola en el comedor, sirviéndose su primera taza de café, cuando sonó aquella llamada. Contestó al teléfono desde la sala y recibió la noticia en el preciso momento en que su padre bajaba por la escalera. Al ver su cara se detuvo, con la mano en la barandilla, y ella alzó la mirada hacia él.

– Es el coronel del tío Hugo. Ha querido llamar él mismo. Papá, Hugo ha muerto.

Y entonces sus ojos se encontraron, se sostuvieron la mirada por unos momentos y ella pudo ver claramente la mezcla de alegría y de viva esperanza, el conocimiento de que ahora él podría tener a Barbara. Aquello sólo duró un segundo. El tiempo avanzó, y entonces tomó el teléfono de la mano de ella y, sin hablar, ella volvió al comedor, atravesó las puertas cristaleras y se encontró en el envolvente verdor del jardín, temblando todavía a causa del horror.

Después, nada pudo ya funcionar debidamente entre ellos. Todo lo que siguió, el accidente de coche, la muerte de su madre, el matrimonio de él con Barbara menos de cinco meses después, pareció tan sólo la consecuencia inevitable de aquel momento de descubrimiento, no deseado por él, ni siquiera con su connivencia, pero aceptado como insoslayable. Y antes incluso del matrimonio, la enormidad de aquel conocimiento mutuo les imposibilitaba a ambos mirar fijamente a los ojos del otro. A él le avergonzaba que ella lo supiera, y a ella le avergonzaba saber. Y le parecía que cuando se trasladaron a la casa de Hugo, aquella casa que desde el primer momento de tomar posesión de ella pareció enojarse con ellos y repudiarlos, ella siempre llevó su conocimiento de aquella cosa como si fuera una infección secreta, y que si Halliwell, Mattie y su abuela lo sabían, era porque ella les había contagiado tal conocimiento.

En Campden Hill Square, ella y su padre habían sido como huéspedes de un hotel que se hubieran encontrado por casualidad, sabedores ambos de una historia vergonzosa compartida entre los dos, deslizándose por los pasillos con el temor de que el otro pudiera aparecer de repente, planeando tomar las comidas a diferentes horas, violento cada uno al advertir la presencia del otro, su paso en el vestíbulo, la llave en la puerta. Ivor había sido su escape y su venganza. Había estado buscando con desespero una causa, una excusa para distanciarse de su familia, para amar, pero sobre todo para vengarse. Ivor, al que conoció cuando le encargó una serie de fotografías, le había facilitado todo esto. Antes de casarse su padre con Barbara, ella se había marchado de casa, pidiendo un préstamo con la garantía del modesto legado que le dejó su madre, para pagar un depósito a cuenta por el apartamento de Cromwell Road. Abrazando con pasión todo aquello que más le desagradaba a su padre, o lo que más despreciaba, había tratado de librarse de él. Sin embargo, ahora él se había ido y nunca más estaría libre de él, nunca.

Una de las sillas del comedor estaba todavía separada de la mesa. En ella, tan sólo ayer, su abuela se había sentado con grandes dificultades y le había dado la noticia con brutales monosílabos, mientras el taxímetro de su taxi funcionaba en la calle. Le había dicho:

– Nadie espera que muestres un gran pesar, pero procura, cuando venga la policía, ya que vendrá, comportarte con una discreción razonable. Si tienes alguna influencia sobre él, persuade a tu amante para que haga lo mismo. Y ahora, tal vez puedas ayudarme a abrir la puerta del ascensor.

Siempre la había atemorizado un poco su abuela, pues sabía desde su infancia que ella había sido una decepción, puesto que se esperaba un hijo. Y tampoco tenía ninguna de las cualidades que su abuela admiraba: belleza, inteligencia, ingenio, ni siquiera valor. Para ella no había ningún apoyo en aquella sala atiborrada de muebles en el piso alto de Campden Hill Square, donde la anciana se había instalado desde la muerte de Hugo, como una profetisa arcaica que esperase el inevitable juicio final. Había sido su padre el que siempre le había apoyado, en su infancia y después. Había sido su padre el que le había prestado el mayor apoyo cuando abandonó Cambridge al terminar su primer año allí, y fue a un politécnico de Londres para estudiar fotografía. ¿Qué le había importado a ella, en realidad, la cólera de su madre cuando el capricho de Barbara resultó obvio? ¿No sería que ella había odiado la amenaza contra su vida cómoda, ordenada y convencional, que se había encolerizado contra el hecho de que su padre, hechizado, ni siquiera parecía advertir su presencia? Tal vez, pensó, el reconocimiento tardío de aquellos celos de otros tiempos fuese un breve paso hacia la conversión en su propia persona.

Ivor llegó después de las once, y ella se sentía muy cansada. Él no se disculpó ni perdió tiempo en preliminares. Tendiéndose en el sofá, dijo:

– No ha sido muy ingenioso, ¿verdad? Mi presencia aquí se debía a la necesidad de tener un testigo. Y tú vas y quieres quedarte a solas con el que es, probablemente, el detective más peligroso del Yard, y además acompañado por un esbirro hembra traído para que tuvieras la seguridad de que él iba a comportarse como un caballero.

Ella replicó:

– No te preocupes. No le he revelado el santo y seña de los Boy Scouts. Y supongo que son seres humanos. La inspectora Miskin se ha mostrado muy amable.

– No me hagas reír. Esa chica es una fascista.

– Ivor, ¿cómo puedes decir tal cosa? ¿Cómo puedes saberlo?

– Mi especialidad es saber. Supongo que ella te acarició la mano y te preparó una buena taza de té.

– Me sirvió un vaso de agua.

– Lo cual le proporcionó una excusa para husmear en la cocina, sin tener que molestarse en enseñar un permiso de registro.

– ¡No ha sido así! -gritó ella-. ¡No ha pasado nada de eso!

– Tú no tienes idea de lo que es la policía. El problema vuestro, de los liberales de la clase media, es que estáis condicionados para ver en los policías unos aliados. Nunca aceptáis la verdad acerca de ellos. No podéis. Para vosotros, ellos siempre son como el paternal sargento Dickson, echándose atrás el mechón de cabellos y diciendo la hora a los chiquillos. Así os han criado. «Si alguna vez te encuentras en apuros, querida, si un hombre malo se acerca a ti y te enseña el pito, busca siempre un policía.» Mira, Dalgliesh conoce tus ideas políticas, está enterado del testamento, sabe que tienes un amante que es un marxista comprometido y al que le gustaría meter las manos en el dinero por las mejores o las peores razones. Por consiguiente, tiene un motivo y un sospechoso muy satisfactorio desde su punto de vista, precisamente lo que anda buscando el establishment. Seguidamente, puede dedicarse a la tarea de fabricar las pruebas.

– En realidad, tú no crees semejante cosa.

– ¡Por favor, Sarah, hay precedentes! No es posible que hayas vivido más de veinte años con los ojos cerrados. Tu abuela prefiere creer que su hijo no fue un asesino ni un suicida. Eso me parece justo. Incluso puede persuadir a la policía para que se deje arrastrar por sus fantasías. Está casi chocheando, pero esas viejas todavía tienen una influencia extraordinaria. Sin embargo, no va a hacer de mí la víctima sacrificada en aras del orgullo de la familia Berowne. Sólo hay una manera de tratar a la policía. Es no decirle nada, absolutamente nada. Dejar que esos gilipollas suden lo suyo. Obligarles a trabajar por una vez para ganarse sus jubilaciones.

Ella dijo:

– Supongo que, si realmente resulta necesario, me dejarás que les diga dónde estaba yo el martes por la noche.

– ¿Si es necesario qué? ¿De qué me estás hablando?

– Si llegan a detenerme.

– ¿Por cortarle el cuello a tu padre? ¿Lo crees probable? Bien pensado, sin embargo, pudo haberlo hecho una mujer. Con una navaja en la mano, no se necesitaría mucha fuerza, sino tan sólo unos nervios a toda prueba. Pero tuvo que ser una mujer en la que él confiara, una mujer que pudiera acercarse a él. Esto explicaría el hecho de que no hubiese ninguna lucha.

Ella preguntó:

– ¿Cómo sabes que no hubo lucha, Ivor?

– Si la hubiese habido, la prensa y la policía lo habrían dicho. Hubiera sido una de las indicaciones más sólidas de que no hubo suicidio. Ya sabes qué cosas se dan a la prensa: «Sir Paul luchó desesperadamente por su vida. Había señales considerables de desorden en la habitación». Tu padre se mató él mismo, pero esto no significa que la policía no utilice su muerte para dar la lata a todo el mundo.

Ella dijo:

– ¿Y si me decidiera a hablar?

– ¿Hablar de qué? ¿Darles los nombres en código de once personas cuyas direcciones, cuyos nombres reales, ni siquiera conoces? ¿Darles la dirección de un bloque de viviendas del extrarradio, donde no encontrarán nada incriminador? Apenas un agente de policía ponga el pie en el piso franco, la célula se desbandará, se formará de nuevo y se establecerá en otro lugar. No somos tontos. Hay un procedimiento para tratar con la traición.

– ¿Qué procedimiento? ¿Arrojarme al Támesis? ¿Rajarme la garganta?

Vio sorpresa en los ojos de él. ¿Fue imaginación suya percibir una nota de respeto en su mirada? Sin embargo, él se limitó a decir:

– No seas ridícula.

Abandonó el sofá y se encaminó hacia la puerta, pero había algo más que necesitaba preguntar. En otros momentos se hubiera sentido asustada y todavía lo estaba un poco, pero tal vez hubiese llegado el momento de avanzar un breve paso hacia el valor. Preguntó:

– Ivor, ¿dónde estabas tú el martes por la noche? Nunca habías llegado tarde a una reunión de la célula, pues siempre has llegado allí antes que nosotros. Sin embargo, cuando llegaste eran ya más de las nueve y diez.

– Estaba con Cora en la librería y hubo un atraco en el metro. Lo expliqué en su momento. No estaba en la iglesia de Saint Matthew degollando a tu padre, si esto es lo que quieres dar a entender. Y hasta que la policía se vea obligada a aceptar que se suicidó, será mejor que no nos reunamos. Si es necesario, me mantendré en contacto por el método usual.

– ¿Y la policía? ¿Y si vuelven?

– Volverán. Insiste en la coartada y procura no pasarte de lista. No te enrolles. Estuvimos aquí los dos toda la noche, a partir de las seis. Comimos un flan de setas y bebimos una botella de Riesling. Todo lo que debes hacer es recordar lo que hicimos el domingo por la noche y trasladarlo al martes. No creas estar haciéndome un gran favor, pues eres tú misma lo que necesitas proteger.

Y, sin tocarla siquiera, se marchó. Así era, pensó ella, como terminaba el amor, cerrándose de golpe una puerta metálica y con el chirrido del ascensor en el que él descendía lentamente para salir de su vida.