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– ¿Si es necesario qué? ¿De qué me estás hablando?

– Si llegan a detenerme.

– ¿Por cortarle el cuello a tu padre? ¿Lo crees probable? Bien pensado, sin embargo, pudo haberlo hecho una mujer. Con una navaja en la mano, no se necesitaría mucha fuerza, sino tan sólo unos nervios a toda prueba. Pero tuvo que ser una mujer en la que él confiara, una mujer que pudiera acercarse a él. Esto explicaría el hecho de que no hubiese ninguna lucha.

Ella preguntó:

– ¿Cómo sabes que no hubo lucha, Ivor?

– Si la hubiese habido, la prensa y la policía lo habrían dicho. Hubiera sido una de las indicaciones más sólidas de que no hubo suicidio. Ya sabes qué cosas se dan a la prensa: «Sir Paul luchó desesperadamente por su vida. Había señales considerables de desorden en la habitación». Tu padre se mató él mismo, pero esto no significa que la policía no utilice su muerte para dar la lata a todo el mundo.

Ella dijo:

– ¿Y si me decidiera a hablar?

– ¿Hablar de qué? ¿Darles los nombres en código de once personas cuyas direcciones, cuyos nombres reales, ni siquiera conoces? ¿Darles la dirección de un bloque de viviendas del extrarradio, donde no encontrarán nada incriminador? Apenas un agente de policía ponga el pie en el piso franco, la célula se desbandará, se formará de nuevo y se establecerá en otro lugar. No somos tontos. Hay un procedimiento para tratar con la traición.

– ¿Qué procedimiento? ¿Arrojarme al Támesis? ¿Rajarme la garganta?

Vio sorpresa en los ojos de él. ¿Fue imaginación suya percibir una nota de respeto en su mirada? Sin embargo, él se limitó a decir:

– No seas ridícula.

Abandonó el sofá y se encaminó hacia la puerta, pero había algo más que necesitaba preguntar. En otros momentos se hubiera sentido asustada y todavía lo estaba un poco, pero tal vez hubiese llegado el momento de avanzar un breve paso hacia el valor. Preguntó:

– Ivor, ¿dónde estabas tú el martes por la noche? Nunca habías llegado tarde a una reunión de la célula, pues siempre has llegado allí antes que nosotros. Sin embargo, cuando llegaste eran ya más de las nueve y diez.

– Estaba con Cora en la librería y hubo un atraco en el metro. Lo expliqué en su momento. No estaba en la iglesia de Saint Matthew degollando a tu padre, si esto es lo que quieres dar a entender. Y hasta que la policía se vea obligada a aceptar que se suicidó, será mejor que no nos reunamos. Si es necesario, me mantendré en contacto por el método usual.

– ¿Y la policía? ¿Y si vuelven?

– Volverán. Insiste en la coartada y procura no pasarte de lista. No te enrolles. Estuvimos aquí los dos toda la noche, a partir de las seis. Comimos un flan de setas y bebimos una botella de Riesling. Todo lo que debes hacer es recordar lo que hicimos el domingo por la noche y trasladarlo al martes. No creas estar haciéndome un gran favor, pues eres tú misma lo que necesitas proteger.

Y, sin tocarla siquiera, se marchó. Así era, pensó ella, como terminaba el amor, cerrándose de golpe una puerta metálica y con el chirrido del ascensor en el que él descendía lentamente para salir de su vida.

CUARTA PARTE. Tretas y deseos

I

El Black Swan, a pesar de su nombre, no procedía de un pub a orillas del río, sino que su origen era una elegante villa de dos plantas construida a principios de siglo por un próspero pintor de Kensington que buscaba un retiro para los fines de semana, rodeado por una tranquila campiña y con vistas al río. Después de la muerte del pintor, había pasado por las usuales vicisitudes de una residencia privada demasiado húmeda y situada en un lugar poco adecuado para servir como hogar permanente, y demasiado grande como chalet para fines de semana. Había sido un restaurante durante veinte años, manteniendo su nombre original, pero no floreció hasta que Jean Paul Higgins la adquirió en 1980, le puso un nuevo nombre, construyó un nuevo comedor con amplios ventanales ante el río y los lejanos prados, contrató un cocinero francés, unos camareros italianos y un conserje inglés, y se dispuso a conseguir su primera y modesta mención en The Good Food Guide. La madre de Higgins era francesa y evidentemente él había decidido que, como restaurateur, era este ala de su familia la que más le convenía destacar. Sus empleados y clientes le llamaban monsieur Jean Paul y era tan sólo el director de su banco el que, con gran pesar por su parte, insistía en saludarle con jovial exuberancia como mister Higgins. Con el director de su banco mantenía excelentes relaciones, por la mejor de las razones: el señor Higgins estaba haciendo buen negocio. En verano, era necesario reservar mesa para almorzar o cenar al menos con tres días de antelación. En otoño y en invierno, había menos trabajo y el menú del almuerzo sólo ofrecía tres platos principales, pero el nivel de la cocina y el servicio nunca variaban. El Black Swan estaba lo bastante cerca de Londres como para atraer a numerosos ciudadanos dispuestos a viajar en coche unos cuarenta kilómetros a fin de disfrutar de las ventajas peculiares del Black Swan: un ambiente atractivo, mesas separadas por una distancia razonable, bajo nivel de ruidos, ausencia de músicas chillonas, un servicio poco ostentoso, discreción y una comida excelente.

Monsieur Jean Paul era bajo y moreno, con ojos melancólicos y un delgado bigote que le daba la apariencia de un actor francés de teatro, impresión que se reforzaba cuando hablaba. Él en persona saludó a Dalgliesh y Kate en la puerta, con una cortesía espontánea que parecía indicar que nada podía haber deseado tanto como una visita de la policía. Sin embargo, Dalgliesh observó que, a pesar de la hora temprana y la tranquilidad reinante en el establecimiento, se les hacía pasar a su despacho privado en la parte posterior del edificio, y ello con la mayor prontitud. Higgins pertenecía a la escuela que cree, no sin razón, que incluso cuando la policía visita a alguien vestida de paisano y sin pegar puntapiés a las puertas, no por ello deja de ser, inconfundiblemente, la policía.

A Dalgliesh no le pasó desapercibida su rápida mirada sopesando a Kate Miskin, la expresión rápidamente disimulada de sorpresa, y en seguida de aprobación. Ella llevaba unos pantalones de gabardina de color beige con una bien cortada chaqueta a cuadros, sobre un jersey de cachemira con el cuello vuelto, y los cabellos recogidos detrás en una corta pero gruesa trenza. Dalgliesh se preguntó si Higgins esperaba que una policía de paisano hubiera de tener el aspecto de una corpulenta arpía vestida de satén negro y con una gabardina encima.

Les ofreció bebidas, al principio cuidadosamente ambiguo al respecto, y después más explícito. Dalgliesh y Kate aceptaron café. Éste llegó en seguida, servido por un camarero joven con chaquetilla blanca, y era excelente. Cuando Dalgliesh tomó su primer sorbo, Higgins lanzó un breve suspiro de alivio como si su huésped, ahora irrevocablemente comprometido, hubiera perdido parte de su poder.

Dalgliesh dijo:

– Como espero que sepa ya, estarnos investigando la muerte de sir Paul Berowne. Es posible que tenga usted información apta para ayudar a rellenar algunas de las lagunas existentes.

Jean Paul extendió las palmas de la mano y adoptó en seguida el papel del francés voluble. Sin embargo, sus ojos melancólicos se mantenían alerta.

– ¡La muerte de sir Paul, tan terrible, tan trágica! Me pregunto adónde va el mundo, cuando resultan posibles estas violencias. Pero ¿cómo puedo yo ayudar al comandante? Él fue asesinado en Londres, no aquí, gracias a Dios. Si es que fue asesinato. Existen rumores de que tal vez el propio sir Paul… Pero también esto sería terrible, para su esposa tal vez más terrible que el asesinato.

– ¿Venía aquí con frecuencia?

– De vez en cuando, no con frecuencia. Era un hombre muy ocupado, desde luego.

– No obstante, lady Berowne venía aquí más a menudo, y tengo entendido que con su primo, ¿no es así?