– Cuando usted mencionó esta cuestión el día siguiente, ¿qué pensaron usted y monsieur acerca de lo que sir Paul podía estar haciendo aquí? Tengo entendido que hablaron ustedes de esta cuestión.
Henry dejó pasar unos momentos y finalmente contestó:
– Monsieur pensó que tal vez sir Paul estaba vigilando a su esposa.
– ¿Espiándola?
– Supongo que es posible, señor.
– ¿Paseando a lo largo del río?
– Tal como usted lo dice, no parece muy probable.
– ¿Y por qué podía interesarle espiar a su esposa?
– Verdaderamente, no estoy muy seguro, señor. No creo que monsieur hablara en serio. Se limitó a decir: «No es nada que nos incumba, Henry. Tal vez esté vigilando a su señora esposa».
– ¿Y esto es todo lo que puede usted decirme?
Henry titubeó y Dalgliesh esperó. Finalmente, el conserje dijo:
– Bueno, hay algo más, señor, pero cuando pienso en ello no deja de parecerme absurdo. El aparcamiento de los coches está bien iluminado, pero él caminaba apresuradamente y a la sombra del seto que hay en el extremo más distante. Sin embargo, había algo en la manera de ajustarse la chaqueta al cuerpo, y también los pantalones. Creo, señor, que había estado en el río, y por eso digo que la cosa resulta absurda. No se estaba alejando del río, señor; estaba caminando hacia él.
Miró a Dalgliesh y a Kate, con los ojos llenos de perplejidad, como si el carácter peculiar de aquella cuestión acabara de despertar su atención.
– Juraría que estaba mojado, señor, totalmente empapado. Pero, como he dicho, caminaba hacia el río, no alejándose de él.
Dalgliesh y Kate habían llegado por separado en coche al Black Swan. Ahora, ella regresaba directamente al Yard y él conducía en dirección noreste, hacia Wrentham Green, para almorzar con el presidente y el vicepresidente del partido de Berowne. Habían de encontrarse en el Yard, a media tarde, para cumplimentar las breves formalidades de la encuesta preliminar, antes de dirigirse hacia lo que prometía ser una cita más interesante, una entrevista con la amante de Paul Berowne. Cuando Kate abrió la puerta de su Metro, él dijo:
– Convendría tener unas palabras con la pareja que cenó aquí, con el señor Lampart y lady Berowne, el siete de agosto. Tal vez ellos puedan decir cuándo abandonó Lampart exactamente la mesa para ir a buscar el coche, y cuánto, tiempo estuvo ausente. Consiga sus nombres y sus direcciones, Kate. Le sugiero que será mejor que lo haga a través de la señora, y no de Lampart. Y resultaría útil saber algo más acerca de esa misteriosa Diana Travers. Según los informes de la policía, emigró con sus padres a Australia en 1963. Ellos se quedaron allí, pero ella regresó. Ni el padre ni la madre vinieron para el juicio o para el entierro. Las autoridades de Thames Valley tuvieron ciertas dificultades para encontrar a alguien que la identificara. Finalmente, dieron con una tía y ésta se ocupó de las formalidades del entierro. Hacía más de un año que no había visto a su sobrina, pero la identificación no le ofreció la menor duda. Y mientras se encuentre en el número sesenta y dos de aquella plaza, vea si puede sacarle a la señorita Matlock alguna información más sobre la chica.
Kate repuso:
– Tal vez la señora Minns pudiera decirnos algo, señor. Mañana hemos de hablar con ella como primera gestión. -Y añadió-: una cosa que ha dicho Higgins acerca de la muerte de la Travers me chocó. Es algo que resulta incongruente.
Por consiguiente, también ella había notado la anomalía. Dalgliesh dijo:
– Al parecer, fue una velada dedicada a los deportes fluviales. Es algo que resulta casi tan extraño como la historia que nos ha contado Henry. Paul Berowne con sus ropas mojadas y adheridas a su cuerpo, pero caminando hacia el río, en vez de alejarse de él.
Kate seguía esperando, con la mano en la puerta del coche. Dalgliesh miró por encima del alto seto de hayas que separaba el aparcamiento del río. El día estaba cambiando. El aire de las primeras horas de la mañana había traído un sol brillante y transitorio, pero ahora las nubes tempestuosas, previstas para la tarde, acudían ya desde, el oeste. Sin embargo, la temperatura todavía era alta para principios de otoño, y llegaba hasta él, en el aparcamiento casi desierto, libre ahora del olor de metales calientes y gasolina, el aroma del agua del río y de la hierba calentada por los rayos solares. Por unos momentos, lo saboreó, como un chiquillo que hiciera novillos, notando el impulso del agua, deseando que hubiera tiempo para volver a seguir la trayectoria de aquella figura humana empapada en agua a través de la entrada del recinto hasta la paz de la orilla del río. Saliendo de su trance momentáneo, Kate abrió la puerta del coche y entró en él. Sin embargo, parecía compartir el humor de su interlocutor y dijo:
– Todo parece muy distante de aquella sórdida sacristía de Paddington.
Y él se preguntó si con estas palabras ella sugería sin atreverse a decirlo que era el asesinato de Berowne lo que se suponía que habían de investigar, y no la muerte accidental y coincidente de la chica a la que nunca habían visto.
Pero ahora, más que nunca, él estaba convencido de que las tres muertes tenían una vinculación: Travers, Nolan, Berowne. Y la finalidad principal de su visita al Black Swan se había cumplido. La coartada de Lampart se mantenía. Aunque condujera un Porsche, resultaba difícil imaginar cómo pudo matar a Berowne y, a pesar de ello, sentarse a la mesa a las ocho y cuarenta minutos.
II
Con la electrificación de la línea suburbana del nordeste, Wrentham Green se había convertido en una ciudad dormitorio, a pesar de que sus antiguos habitantes protestaran, alegando que se trataba de una villa aparte, con toda su personalidad, y no de un suburbio donde los londinenses buscaran el descanso nocturno. Era una población que se había puesto en guardia antes de que algunas de sus vecinas, menos alertas a la expoliación a la que fue sometido en la posguerra el patrimonio de Inglaterra, por parte de los urbanizadores y de las autoridades locales, y había impedido en el último momento los peores excesos de tan funesta alianza. La amplia calle principal, que databa del siglo XVIII, aunque insultada por dos modernos edificios de múltiples plantas, estaba esencialmente intacta, y el pequeño grupo de casas georgianas frente al río todavía era fotografiado regularmente para los calendarios navideños, aunque ello requiriese ciertas contorsiones por parte del fotógrafo, para excluir de la imagen el extremo del aparcamiento de coches y los urinarios municipales. Era en una de las casas más pequeñas de este barrio donde el Partido Conservador tenía su sede. Al atravesar el portal, con su resplandeciente placa de bronce, Dalgliesh fue recibido por el presidente, Frank Musgrave, y el vicepresidente, el general Mark Nollinge.
Como siempre, se había preparado para la visita. Sabía acerca de ambos más de lo que, seguramente, cualquiera de los dos hubiera juzgado necesario. Los dos juntos, formando un tándem amistoso, habían dirigido durante los últimos veinte años el partido local. Frank Musgrave era un agente de compraventa de fincas, que dirigía un negocio familiar todavía independiente de las grandes compañías, y que había heredado de su abuelo. Por el número de los letreros en las casas que Dalgliesh había observado al atravesar la población y los suburbios vecinos, su negocio era floreciente. La palabra «Musgrave», en letras negras sobre fondo blanco, le había saludado en todos los virajes. Su reiteración había llegado a ser un recordatorio irritante, casi premonitorio, de su lugar de destino.
Él y el general formaban una pareja incongruente. Era Musgrave el que, a primera vista, parecía un militar, y, de hecho, su semejanza con el mariscal Montgomery era tan notable que a Dalgliesh no le sorprendió oírle hablar en una parodia de los secos ladridos que había proferido aquel formidable guerrero. El general apenas le llegaba al hombro. Mantenía su delgado cuerpecillo con tanta rigidez que parecía como si sus vértebras estuvieran soldadas, y su calva cabeza, con una tonsura de finos cabellos blancos, era tan pecosa como un huevo de tordo. Cuando Musgrave hizo las presentaciones, el general miró a Dalgliesh con ojos tan inocentemente cándidos como los de un niño, pero con una mirada tensa y perpleja, como si hubiera estado mirando durante un tiempo excesivo unos horizontes inalcanzables. En contraste con el traje formal de Musgrave y su corbata negra, el general llevaba una vieja chaqueta de mezclilla, cortada según algún capricho personal, con un parche ovalado de piel en cada codo. Su camisa y su corbata de regimiento eran impecables. Su cara lustrosa mostraba la pulcra vulnerabilidad de un bebé bien cuidado. Ya en los primeros minutos de conversación casual, resultó inmediatamente aparente el mutuo respeto que se prodigaban los dos hombres. Cada vez que hablaba el general, Musgrave miraba de él a Dalgliesh, con el ceño ligeramente angustiado de un padre preocupado por la posibilidad de que al interlocutor le pasara por alto la brillantez de su retoño.