Sabía que los dos esperaban que hablara del asesinato, pero lo que hizo fue dirigirse hacia la mesa escritorio y sentarse en el sillón de Berowne. Este era, por fin, un sillón confortable, que se ajustaba a sus largas piernas como si se lo hubieran hecho a medida. Había una fina película de polvo en la superficie de la mesa. Abrió el cajón de la derecha y sólo encontró en él una caja de papel de cartas y sobres, y un dietario parecido al que descubrieron junto al cadáver. Al abrirlo, comprobó que sólo contenía citas y un recordatorio para los días que pasaba en su distrito electoral. También aquí, su vida había sido ordenada, dividida en compartimentos.
Afuera, empezaba a caer una leva llovizna, empañando la ventana, a través de la cual veía la pared de ladrillo del aparcamiento y los relucientes y curvados techos de los coches como si fuera una pintura puntillista. Se preguntó qué clase de carga pudo haber traído consigo Berowne a aquel despacho sórdido y deprimente. ¿Desencanto por la segunda tarea a la que se había entregado? ¿Culpabilidad por la muerte de su esposa, por el fracaso de su matrimonio? ¿Culpabilidad por la amante cuyo lecho acababa de abandonar tan recientemente? ¿Culpabilidad por su negligencia respecto a su única hija, por el título de baronet, que, según el derecho, había pertenecido a su hermano? ¿Culpabilidad por aquel hermano mayor más amado y que había muerto, mientras él seguía viviendo? «La mayoría de las cosas que yo suponía valiosas en la vida han llegado hasta mí a través de la muerte». ¿Y no habría habido, tal vez, una sensación de culpabilidad más reciente, por Theresa Nolan, que se había matado después de haber abortado? ¿Su propio hijo? ¿Y qué había allí para él, entre aquellos archivos y papeles, remedando burlonamente con su orden meticuloso su vida desordenada, sino la trampa de los bienintencionados? Los miserables se ceban a expensas de sus víctimas. Si uno les facilita lo que ansían, si les abre su corazón y se preocupa por ellos, si les escucha demostrando compasión y llegan en número cada vez creciente, hasta vaciarle a uno emocional y físicamente, y no dejarle nada que poder dar. Si se les rechaza, ya no regresan, y uno se queda despreciándose a sí mismo por su propia inhumanidad. Dijo:
– Supongo que esta habitación es el lugar que sirve como último recurso.
Fue Musgrave el primero en comprender a qué se refería.
– Nueve veces de cada diez, eso es lo que es. Han agotado la paciencia de sus familias, de la Seguridad Social, de las autoridades locales y de los amigos. Entonces le llega el turno aquí. «Yo voté por usted. Haga algo.» A algunos miembros del partido, esto les gusta, desde luego. Consideran que esta es la parte más fascinante de su tarea. Son los asistentes sociales frustrados. Sospecho que a él no le gustaba. Lo que él trataba de hacer, y que a veces parecía casi obsesivo, era explicar a la gente los límites del poder gubernamental, de cualquier gobierno. ¿Recuerda el último debate sobre las ciudades del interior? Yo me encontraba entre el público. Hubo en su ironía no poca cólera contenida. «Si he comprendido los argumentos un tanto confusos del honorable diputado, se le pide al Gobierno que asegure una igualdad de inteligencia, talento, salud, energía y riqueza mientras que, al mismo tiempo, procede a la abolición del pecado original desde el comienzo del próximo año financiero. Lo que la Divina Providencia precisamente no consiguió hacer, el gobierno de Su Majestad se dispone a conseguirlo mediante una real orden.» A la Cámara esto no le gustó mucho, ni tampoco su tipo de humor.
Y añadió:
– De todos modos, era una batalla perdida lo de educar al electorado en los límites del poder ejecutivo. Nadie quiere creerlo. Y, por otra parte, en una democracia siempre hay una oposición para decirles que cualquier cosa es posible.
El general intervino:
– Era un parlamentario consciente, pero su cargo le exigió mucho, más de lo que podamos comprender. Creo que a veces se sentía dividido entre la compasión y la irritación.
Musgrave abrió el cajón de un archivador y sacó de él una carpeta al azar.
– Veamos esto: soltera, edad cincuenta y dos años. En pleno cambio físico, y con un humor de todos los demonios. El padre, muerto. La madre en casa y virtualmente postrada en cama, exigente, incontinente y en plena senilidad. No hay cama en el hospital, y la madre tampoco iría voluntariamente aunque la hubiera. O este otro caso. Dos críos, de diecinueve años los dos. Ella se queda embarazada y se casan, lo cual no agrada ni a los padres de él ni a los de ella. Ahora están viviendo con los padres de ella en un pequeño apartamento. No existe ningún tipo de intimidad. No pueden hacer el amor. Mamá lo oiría a través de las paredes. El crío chilla y la familia comenta una y otra vez: «Ya te lo dije». No hay esperanza de recibir una vivienda municipal en los tres años próximos, y tal vez la cosa se alargue más. Y esto es típico de lo que recibía él cada sábado. Encuéntreme una cama en el hospital, una vivienda, trabajo. Deme dinero, deme esperanza, deme amor. En parte, en esto consiste la tarea, pero creo que él lo juzgaba frustrante. Y no digo que no se mostrara compasivo con los casos auténticos.
El general rezongó:
– Todos los casos son auténticos. La miseria siempre lo es.
Observó a través de la ventana la densa lluvia en que se había convertido la llovizna, y añadió:
– Tal vez hubiéramos debido encontrarle una habitación más alegre.
Musgrave protestó:
– Pero si el diputado del distrito siempre ha utilizado esta habitación para sus consultas, general, y al fin y al cabo sólo se trata de una vez por semana…
– Sin embargo, cuando consigamos el nuevo diputado, debe tener algo mejor -repuso el general.
Musgrave capituló sin rencor.
– Podríamos echar a George. O utilizar esa habitación de la parte delantera, en la planta superior, para las consultas. Pero entonces los ancianos tendrán que subir por la escalera. No sé cómo podríamos remodelar esta casa.
Dalgliesh casi esperaba que pidiera en el acto planos y comenzara la tarea, olvidando ya sus demás preocupaciones. Preguntó:
– ¿Fue una sorpresa su dimisión?
Fue Musgrave el que contestó:
– Absolutamente. Un golpe para todos. Un golpe y una traición. De nada sirve andarse con rodeos, general. Es mal momento para unas elecciones parciales, y él debía de saberlo.
El general dijo:
– Yo no hablaría de traición. Nunca nos hemos considerado como un escaño marginal.
– Todo lo que sea menos de quince mil electores es marginal en estos días. Debió haber aguantado hasta las elecciones generales.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Explicó sus motivos? Tengo entendido que habló con ustedes dos, que no se limitó simplemente a escribirles.