Dalgliesh no dio ninguna indicación de que esta llamada telefónica no fuese una novedad para él. Inquirió:
– ¿Dijo la señorita Matlock si había preguntado a alguien de la familia si sabían cómo ponerse en contacto con sir Paul?
– Ella sólo le dijo a la señora Hurrell que él no estaba en casa y que allí nadie sabía dónde se encontraba. Difícilmente podía la señora Hurrell hacer presión en este sentido. Al parecer, él salió de su casa poco después de la diez y media, y ya no regresó. Yo estuve en su casa poco antes de la hora de almorzar, esperando encontrarle allí, pero no volvió a ella. Supongo que le dijeron que yo estuve allí.
El general dijo:
– Yo traté de hablar con él más tarde, poco antes de las seis, para convenir con él que nos viéramos el día siguiente. Pensé que podría servir de ayuda sostener los dos una conversación tranquila. En aquel momento no se encontraba en casa. Lady Ursula contestó al teléfono. Dijo que consultaría el dietario de él y volvería a llamarme.
– ¿Está usted seguro, general?
– ¿De que hablé con lady Ursula? Ya lo creo. Generalmente, contesta la señorita Matlock, pero a veces se pone al teléfono lady Ursula.
– ¿Está usted seguro de que ella dijo que consultaría el dietario?
– También pudo haber dicho que miraría si su hijo tenía alguna hora libre y que volvería a llamarme. Algo por el estilo. Naturalmente, yo supuse que se refería a consultar su dietario. Le dije que no se preocupara, si ello le causaba alguna molestia. Ya sabe usted que la artritis la tiene casi inválida.
– ¿Volvió a llamar ella?
– Sí, unos diez minutos más tarde. Me dijo que el miércoles por la mañana le parecía bien, pero que pediría a Berowne que me telefoneara para confirmarlo, a la mañana siguiente.
A la mañana siguiente. Esto sugería que ella sabía que su hijo no regresaría aquella noche. Y, lo que era más importante, si es que en realidad lo había hecho, había ido al estudio y había consultado el dietario, y por tanto éste se encontraba en aquel cajón del estudio poco después de las seis del día de la muerte de Berowne. Y a las seis, según el padre Barnes, él había llegado a la vicaría. Aquí, por fin, podía radicar la clave vital que vinculase el asesinato con Campden Hill Square. Se había tratado de un asesinato cuidadosamente planeado. El asesino sabía dónde encontrar el dietario, se lo había llevado consigo a la iglesia, y lo había quemado en parte, tratando de añadir verosimilitud a la teoría del suicidio. Y esto situaba el núcleo del asesinato, firmemente, en el mismo hogar de Berowne. Sin embargo, ¿no era allí donde él siempre había sabido que se encontraría?
Recordó aquel momento en el salón de lady Ursula, cuando él le mostró el dietario. Aquellas manos parecidas a garras, encogidas por la edad, tensándose sobre el plástico del envoltorio. Aquel cuerpo frágil, congelado en su inmovilidad. Por lo tanto, ella lo sabía. Por fuerte que fuera la impresión recibida, su mente había seguido trabajando. Pero ¿podía una madre amparar al asesino de su hijo? En cierta circunstancia, creía él posible que su madre pudiera hacer tal cosa. Sin embargo, probablemente la verdad sería menos complicada y menos siniestra. Ella no podía creer que alguien a quien conociera personalmente hubiera sido capaz de ese crimen en particular. Ella sólo podía aceptar dos posibilidades. O bien su hijo se había suicidado, o, lo que era más probable y más aceptable, su asesinato había sido fruto de una violencia casual y no premeditada. Si lady Ursula podía llegar a creer esto, entonces ella consideraría como irrelevante cualquier conexión con Campden Hill Square, como una fuente potencial de escándalo, y, lo que todavía sería peor, como una nociva diversión de las energías de la policía en su tarea para descubrir al verdadero asesino. Sin embargo, él habría de interrogarla acerca de esa llamada telefónica. En toda su vida profesional, nunca se había sentido atemorizado ante un testigo o un sospechoso, pero en este caso se trataba de una entrevista que no le causaba la menor satisfacción. Pero si el dietario había estado en el escritorio a las seis de la tarde, al menos Frank Musgrave quedaba libre de toda sospecha. Él había salido de Campden Hill Square antes de las dos. No obstante, desde el primer momento su sospecha sobre Musgrave le había parecido una irrelevancia. Y entonces, otro pensamiento, tal vez igualmente irrelevante, surgió en su mente. ¿Qué era lo que Wilfred Hurrell, en su lecho de muerte, tanto había deseado decirle a Paul Berowne? ¿Y era posible que alguien hubiese determinado que no tuviera la oportunidad de poder decirlo?
Más tarde, los tres almorzaron juntos en el elegante comedor de la planta baja, desde el cual se veía el río, que ahora discurría caudaloso y turbulento bajo la incesante lluvia. Después de sentarse, Musgrave dijo:
– En esta mesa mi bisabuelo cenó una vez con Disraeli. Contemplaron prácticamente el mismo paisaje.
Las palabras confirmaron lo que Dalgliesh ya había sospechado: era Musgrave aquel cuya familia siempre había votado por los conservadores y que juzgaría impensable cualquier otra obediencia, y era el general quien había llegado a adquirir su filosofía política mediante un proceso de pensamiento y de compromiso intelectual. Fue una comida agradable, con una espalda de cordero mechada, verduras fresas y muy bien cocidas, y una tarta de grosellas con nata. Sospechó que sus dos compañeros se habían puesto tácitamente de acuerdo en no molestarle con preguntas acerca de los progresos en la investigación policial. Antes habían hecho las preguntas más obvias y habían acogido su reticencia con un silencio lleno de tacto. Dalgliesh tendía ahora a atribuirlo al deseo de que él pudiera disfrutar de una comida en la que obviamente ambos se habían esmerado, más que a cualquier repugnancia respecto a discutir un tema penoso, o a un temor de que se les pudiera escapar cosas que más valía dejar en silencio. Les servía un camarero de cierta edad y chaqueta negra, cuyo rostro recordaba el de un sapo ansiosamente amable, y que sirvió un excelente Niersteiner con manos temblorosas, pero sin verter una sola gota. El comedor estaba casi vacío, pues sólo había en él dos parejas y se habían instalado en mesas distantes. Dalgliesh sospechó que sus anfitriones se habían asegurado, también con mucho tacto, de que él pudiera disfrutar en paz de su almuerzo. Sin embargo, los dos hombres encontraron una oportunidad para ofrecerle su opinión. Cuando, después de tomar el café, el general recordó su necesidad de efectuar una llamada telefónica, Musgrave se inclinó con aire confidencial a través de la mesa:
– El general no puede creer que fuese un suicidio. Es algo que él jamás haría, y por lo tanto no puede imaginarlo en sus amigos. En otros momentos yo hubiera dicho lo mismo… acerca de Berowne, quiero decir. Ahora ya no estoy tan seguro. Hay algo de locura en el aire. Y nada es cierto, y menos cuando se trata de la gente. Uno cree conocer a las personas, saber cómo han de comportarse. Pero no es así, y no es posible. Todos somos como extraños. Esa chica, por ejemplo, aquella enfermera que se suicidó… Si el aborto era de un crío de Berowne, a él pudo resultarle difícil vivir con semejante carga. No es que yo trate de entrometerme, usted ya me comprende. Esa es su tarea, desde luego, no la mía. Pero a mí el caso me parece bien claro.
Y fue en el aparcamiento, cuando Musgrave les dejó para ir a buscar su coche, donde el general dijo:
– Sé que Frank cree que Berowne se suicidó, pero está equivocado. No se trata de malicia ni deslealtad, ni tampoco de poca caridad, pero está equivocado. Berowne no era uno de esos hombres que se matan.
Dalgliesh repuso:
– No sé si lo era o no lo era. De lo que estoy razonablemente seguro es que no lo hizo.
Miraron los dos en silencio mientras Musgrave, con un saludo final de su mano, franqueaba la entrada del aparcamiento y aceleraba hasta perderse de vista. Le pareció a Dalgliesh una perversidad adicional del destino el hecho de que Musgrave condujera un Rover negro, con una matrícula A.