Berowne dijo:
– Tengo que reunirme con un grupo de electores en la Cámara. Quieren que les enseñe el lugar. Si tiene tiempo, tal vez quiera venir a acompañarnos.
De nuevo, esta petición equivalía a una orden.
Pero cuando abandonaron el edificio, se dirigió sin ninguna explicación hacia la izquierda y bajó la escalinata hacia Birdcage Walk. Ello significaba que harían el camino hasta la Cámara siguiendo el trayecto más largo, o sea, bordeando Saint James's Park. Dalgliesh se preguntó si habría cosas que su acompañante quisiera confiarle y que expresara con mayor facilidad fuera de su despacho. Aquellas cuarenta hectáreas de parque, de una belleza arrebatadora pero austera, atravesadas por senderos tan oportunos como si hubieran sido trazados a propósito para conducir de un centro de poder a otro, debían de haber oído más secretos que cualquier otra parte de Londres, pensó Dalgliesh.
Pero si era esa la intención de Berowne, estaba destinada a quedar truncada. Apenas habían atravesado Birdcage Walk cuando fueron saludados por un grito estentóreo y Jerome Mapleton trotó hasta llegar a su altura, con su semblante rubicundo y sudoroso, casi perdido el aliento. Era el diputado de un distrito electoral de Londres Sur, un escaño seguro que de todos modos él nunca dejaba vacío, como si temiera que una simple ausencia de una semana pudiera ponerlo en peligro. Veinte años en la Cámara todavía no habían mitigado su extraordinario entusiasmo por su tarea y su conmovedora sorpresa ante el hecho de que él se encontrase realmente allí. Hablador, gregario e insensible, se unía, como impulsado por una fuerza magnética, a cualquier grupo más numeroso o más importante que aquél del que formase parte en el momento. La ley y el orden eran su interés primordial, preocupación que le otorgaba popularidad entre sus prósperos electores de la clase media, agazapados detrás de sus cerraduras de seguridad y de las decorativas rejas de sus ventanas. Adaptando su tema a su audiencia de aquel momento, inició en el acto una charla parlamentaria sobre la comisión recientemente nombrada, dando saltitos entre Berowne y Dalgliesh como una barca pequeña en aguas alborotadas.
– Esa comisión… «La labor policial de una sociedad libre: la próxima década»… ¿No se llama así? ¿O se trata de «La labor policial en una sociedad libre: la próxima década»? ¿No se pasaron la primera sesión para decidir si había que incluir una u otra preposición? ¡Es típico! ¿Verdad que estudian la política en la misma medida que los recursos técnicos? ¿No se trata de un cometido muy importante? ¿No resultará esa comisión más numerosa de lo que normalmente se considera como efectivo? ¿No era la idea original revisar de nuevo la aplicación de la ciencia y la tecnología a la labor policial? Al parecer, la comisión ha ampliado sus términos de referencia.
Dalgliesh repuso:
– La dificultad consiste en que los recursos técnicos y la política no se dejan separar fácilmente, al menos cuando se busca una labor policial práctica.
– Ya lo sé, ya lo sé. Y créame que lo agradezco, mi querido comandante. Por ejemplo, esa propuesta de controlar los movimientos de vehículos en las autopistas. Pueden hacerlo, desde luego, pero la cuestión es si deben hacerlo. Pasa algo parecido con la vigilancia. ¿Pueden ustedes estudiar métodos científicos avanzados, divorciados de la política y la ética de su uso actual? Ésta es la cuestión, mi querido comandante. Usted lo sabe, y todos lo sabemos. Y a este respecto, ¿podemos seguir confiando en la doctrina tradicional según la cual al jefe superior de policía le incumbe decidir la distribución de recursos?
Berowne intervino a su vez:
– Supongo que no se le ocurrirá en ningún momento pronunciar la tremenda herejía de que deberíamos contar con una fuerza nacional de policía.
Hablaba sin interés aparente, con la mirada fija hacia adelante. Era como si estuviera pensando: «Puesto que se nos ha pegado este pelmazo, vamos a plantearle un tema previsible y a escuchar sus previsibles opiniones».
– No. Pero sería mejor tenerla por voluntad y por intención que por defecto. De iure, señor ministro, no de facto. Bien, no va a faltarle trabajo, comandante, y, dada la filiación del grupo de trabajo, tampoco le resultará aburrido.
Hablaba con cierta ironía y Dalgliesh sospechó que había tenido ciertas esperanzas de ser también un miembro. Entonces le oyó añadir:
– Supongo que ése es el atractivo que ofrece su trabajo para la clase de hombre como usted.
«¿Qué clase de hombre?», pensó Dalgliesh. El poeta que ya no escribe poesías. El amante que sustituye el compromiso por la técnica. El policía desilusionado de su oficio. Dudaba que Mapleton intentara que sus palabras resultaran ofensivas, pues aquel hombre era tan insensible para el lenguaje como para la gente. Replicó:
– Nunca he estado del todo seguro de dónde reside el atractivo, excepto que el trabajo no resulta aburrido y me concede una vida privada.
Berowne habló entonces con súbita amargura:
– Es un trabajo en el que hay menos hipocresía que en la mayoría. A un político se le exige escuchar patrañas, hablar de patrañas y dejar pasar patrañas. Lo máximo que podemos esperar en este aspecto es que no lleguemos a creerlas realmente.
La voz, más que las palabras, desconcertó a Mapleton, que finalmente decidió considerarlo como una broma y soltó una risita. Después se volvió hacia Dalgliesh.
– ¿Y a qué se dedica ahora, comandante? Aparte del grupo de trabajo, desde luego…
– Doy una semana de conferencias en el curso de mandos superiores de Bramshill. Después, he de volver aquí para poner en marcha la nueva brigada.
– Bien, supongo que eso le tendrá muy ocupado. ¿Y qué ocurre si yo asesino al diputado por Chesterfield Oeste, cuando el grupo de trabajo esté reunido?
Lanzó otra risita, divertido ante su propia audacia.
– Espero que resista usted la tentación.
– Sí, lo intentaré. La comisión es demasiado importante para que los intereses de la policía estén representados sólo a tiempo parcial. Y a propósito, hablando de asesinatos, sale hoy, en la Paternoster Review, un párrafo muy curioso sobre usted, Berowne. No demasiado elogioso, diría yo.
– Sí -respondió Berowne secamente-. Ya lo he visto.
Aceleró el paso para que Mapleton, que aún no había recuperado el aliento, tuviera que elegir entre hablar o utilizar sus energías para seguir el paso de sus acompañantes. Cuando llegaron al Ministerio de Hacienda, había decidido, evidentemente, que la recompensa no merecía tanto esfuerzo y, con un saludo casual, desapareció hacia Parliament Street. Pero si Berowne había estado buscando un momento para hacer nuevas confidencias, ese momento se había desvanecido. El semáforo de peatones se había puesto en verde. Ningún peatón, al ver la luz a su favor en Parliament Square, vacila. Berowne le dirigió una mirada apenada, como si quisiera decir: «Ya ve que incluso los semáforos conspiran contra mí», y atravesó la calle con paso vivo. Dalgliesh le vio cruzar Bridge Street, contestar al saludo del policía de guardia y desaparecer en New Palace Yard. Había sido un encuentro breve y poco satisfactorio. Tenía la sensación de que Berowne se encontraba en un apuro más grave y más sutilmente inquietante que aquellos mensajes anónimos. Regresó a Scotland Yard diciéndose a sí mismo que si Berowne quería hacer alguna confidencia, lo haría en el momento que él juzgara más conveniente.