Media hora más tarde, Frank Musgrave entraba en el camino que conducía a su casa. Era una casa de campo pequeña pero elegante, construida en obra de ladrillo rojo, diseñada por Lutyens y adquirida por su padre cuarenta años antes. Musgrave la había heredado junto con el negocio familiar, y la contemplaba con un orgullo tan obsesivo como si hubiera sido un hogar familiar que contara doscientos años de antigüedad. La mantenía con un celo extremado, tal como cuidaba todo lo que era suyo, su esposa, su hijo, su negocio y su coche. Generalmente, llegaba a ella tan sólo con la satisfacción habitual que le producía la buena vista que había tenido su padre al adquirir la casa, pero cada seis meses, como si obedeciera a alguna ley no escrita, detenía el coche y efectuaba deliberadamente una nueva evaluación de su precio en el mercado.
Ahora lo hizo.
Acababa de entrar en la sala cuando su esposa salió a recibirle, con ansiedad en su rostro. Mientras le ayudaba a quitarse la chaqueta, le dijo:
– ¿Cómo ha ido todo, querido?
– Perfectamente. Es un hombre muy especial. No se muestra del todo amistoso, pero tiene una educación perfecta. Al parecer, le gustó el almuerzo. -Hizo una pausa y añadió-: Sabe que fue asesinato.
– ¡Oh Frank, no! ¡Eso no! ¿Qué piensas hacer?
– Lo que hará todo el que esté preocupado por la herencia de Berowne: tratar de limitar los daños. ¿Ha llamado Betty Hurrell?
– Hace unos veinte minutos. Le he dicho que irías a verla.
– Sí -dijo él con voz ronca-. Debo hacerlo.
Momentáneamente, apoyó una mano en el hombro de su esposa.
La familia de ella no había querido que se casara con él, no le habían considerado suficientemente apto para la única hija de un ex lord gobernador del distrito. Pero se había casado con ella y habían sido felices, y todavía lo eran. Pensó con súbita cólera: «Él ha hecho ya bastante daño, pero aquí es donde se acaba todo. No voy a arriesgar todo aquello por lo que he estado trabajando, todo lo que he conseguido y lo que logró mi padre, sólo porque Paul Berowne perdiera la cabeza en la sacristía de una iglesia».
III
Scarsdale Lodge era un gran bloque moderno de apartamentos, de forma angular y construido en obra de ladrillo, con la fachada desfigurada, más bien que realzada, por una serie de balcones irregulares y salientes. Un camino enlosado discurría entre el césped hasta llegar al porche de entrada, protegido por un toldo. En medio de cada zona de césped, un pequeño parterre circular, lleno de dalias enanas colocadas en círculos y que pasaban del blanco al amarillo para llegar finalmente al rojo, miraba hacia arriba como un ojo sanguinolento. A la izquierda, un camino asfaltado les llevó hasta el garaje detrás del bloque de edificios y a un aparcamiento en el que un letrero advertía que estaba reservado estrictamente para visitantes de Scarsdale Lodge. Dominaban el aparcamiento las ventanas, más pequeñas, de la parte posterior del edificio, y Dalgliesh, que no ignoraba la paranoia que se apoderaba de los residentes de un bloque de apartamentos ante un aparcamiento irregular, tuvo la sospecha de que alguien debía de vigilar la presencia de coches extraños. Casi con toda seguridad, Berowne hubiera juzgado más seguro dejar su coche en el parque público de Stanmore Station, y andar los últimos trescientos metros cuesta arriba, como un anónimo transeúnte con su eterna cartera de mano, una bolsa con una botella de vino, o la ofrenda de unas flores probablemente compradas en una parada cerca de Baker Street o del metro de Westminster. Y Stanmore no quedaba muy lejos de su camino. De hecho, se encontraba convenientemente en la ruta de su distrito electoral de Hertfordshire. Bien podía aprovechar una hora un viernes por la noche, como un lapso entre su vida en Londres y su despacho electoral de los sábados por la mañana.
Él y Kate caminaron en silencio hasta la puerta frontal.
Había en ella un interfono, cosa que no podía considerarse como la medida de seguridad más efectiva, pero que siempre era mejor que nada, y con la ventaja de que no había portero que pudiera acechar idas y venidas. La llamada de Kate y su cuidadosa enunciación de los dos nombres a través de la rejilla fueron contestadas solamente por el zumbido de la cerradura de la puerta, y seguidamente atravesaron un vestíbulo que era típico de un millar de bloques de apartamentos similares en el Londres suburbano. El suelo era de vinilo a cuadros, pulimentado hasta mostrar el brillo de un espejo. En la pared izquierda había un tablero de corcho con notas de los administradores, referentes a la fecha del servicio de mantenimiento del ascensor y de los contratos de limpieza. A la derecha, una planta inmensa en un tiesto de plástico verde, desequilibrado, dejaba colgar sus hojas bifurcadas. Ante ellos había los dos ascensores gemelos. El silencio era absoluto. Más arriba, la gente debía de estar viviendo sus existencias reclusas, pero el aire, en el que se notaba el olor del pulimento del suelo, estaba tan silencioso como si aquello fuese una casa de apartamentos para los difuntos. Los inquilinos debían de ser londinenses, provisionales en su mayor parte, jóvenes profesionales en su camino de ascenso, secretarias que compartían un apartamento entre dos, o parejas de jubilados que vivían sus existencias autónomas. Y un visitante podía dirigirse a cualquiera de aquellos cuarenta y pico apartamentos. Si Berowne era sensato, debía de tomar el ascensor y bajar cada vez en un piso diferente, continuando su camino a pie. Sin embargo, el riesgo era ínfimo. Stanmore, pese a toda su alcurnia, ya no era un pueblo. No habría allí ojos escudriñadores detrás de las cortinas para vigilar quién iba o venía. Si Berowne había comprado aquel apartamento para su amiga, como un lugar de encuentro apropiado, anónimo, había elegido con acierto.
El número cuarenta y seis era el apartamento de la esquina en la planta superior. Avanzaron silenciosamente a lo largo de un pasillo alfombrado, hasta llegar a una puerta blanca y en la que no había ningún letrero. Cuando Kate llamó, Dalgliesh se preguntó si habría un ojo observándolos a través de la mirilla, pero la puerta se abrió en el acto, como si ella hubiera estado allí, esperándoles. Se hizo a un lado y con un gesto les invitó a entrar. Después se volvió hacia Dalgliesh y dijo:
– Les he estado esperando. Sabía que vendrían más tarde o más temprano. Y al menos ahora sabré lo que ocurrió. Puedo escuchar a todo el que me hable de él, aunque se trate solamente de un policía.
Estaba preparada para su llegada. Había terminado su llanto, no todo el llanto que deseaba dedicar a su amante, pero aquellos penosos sollozos desesperados que parecen desgarrar el cuerpo habían terminado ya, al menos por algún tiempo. Dalgliesh había tenido que presenciar sus efectos tantas veces que no se le escapaban los signos: los párpados hinchados, la piel mate a causa de la fuerza devastadora del dolor, los labios turgentes y de un rojo poco natural, como si el más ligero golpe pudiera partirlos. Era difícil saber cuál podía ser su aspecto normal. Pensó que ella tenía un rostro agradable e inteligente, con una nariz larga pero pómulos altos, una mandíbula vigorosa y una piel lozana. Sus cabellos, de color castaño claro, densos y lisos, se mantenían apartados de su cara gracias a un trozo de cinta arrugada. Unos pocos, sin embargo, colgaban como humedecidos a través de su frente. Su voz sonaba tensa y quebrada por el reciente llanto, pero la mantenía bajo estricto control. Sintió respeto por ella. A juzgar por el dolor, ella era la viuda. Al seguirla hasta la sala de estar, le dijo:
– Siento mucho tener que molestarla, y tan pronto. Desde luego, ya sabe usted por qué estamos aquí. ¿Se siente con fuerzas para hablar de él? Necesito conocerle mejor, si queremos llegar a alguna parte.
Ella pareció entender lo que él quería decir: que la víctima era el punto central de su propia muerte. Había muerto a causa de lo que era, de lo que sabía, de lo que hacía, de lo que pensaba hacer. Murió porque era, únicamente, él mismo. La muerte destruía la intimidad, desnudaba, con una brutal familiaridad, todas las pequeñas complicaciones de la vida del difunto. Dalgliesh husmearía a través del pasado de Berowne tan a fondo como lo hacía en los archivos y carpetas de una víctima. La intimidad de la víctima era lo primero en desaparecer, pero nadie estrechamente relacionado con un asesinato quedaba incólume. La víctima, al menos, había escapado de las consideraciones terrenales de dignidad, o reputación. Sin embargo, para los vivos, formar parte de una investigación por asesinato era como verse contaminados por un proceso que dejaría muy poca parte de sus vidas sin sufrir cierto cambio. No obstante, pensó, esto tenía la recompensa de la democracia. El asesinato seguía siendo el crimen único. Nobles y mendigos eran iguales ante él. Los ricos, desde luego, gozaban de ventaja en esto como en todas las demás cosas. Podían pagarse el mejor abogado. Sin embargo, en una sociedad libre poco más podían comprar. Ella les preguntó: