– ¿Desean un poco de café?
– Sí, por favor, si no es demasiada molestia.
Kate preguntó:
– ¿Puedo ayudarla?
– No se necesita mucho tiempo.
Al parecer, Kate tomó estas palabras como una aceptación y siguió a la joven hasta la cocina, dejando la puerta entreabierta. Era típica de ella, pensó Dalgliesh, esa respuesta práctica, nada sentimental, ante la gente y sus preocupaciones más inmediatas. Sin presunción ni aires de superioridad, podía reducir la situación más embarazosa a algo parecido a la normalidad. Era ésta una de sus virtudes. Ahora, por encima del tintineo de las tazas y la tetera, podía oír las voces de las dos, en un tono de conversación casi corriente. Por las pocas frases que pudo captar, parecían estar discutiendo las ventajas de una marca de tetera eléctrica que las dos poseían. De pronto, pensó que él no debiera encontrarse allí, que era un estorbo, como detective y como hombre. Las dos se sentirían mejor sin su presencia masculina y destructiva. Incluso la habitación parecía mostrarle enemistad, y casi llegó a persuadirse de que aquellas voces femeninas, bajas y sibilantes, tramaban una conspiración.
Se oyó el zumbido del molinillo de café. Por consiguiente, ella utilizaba café en grano. Desde luego, era de esperar. Debía de esmerarse en el café. Debía de ser lo que ella y su amante compartían más a menudo. Contempló la sala de estar, con su largo ventanal que proporcionaba una vista distante del horizonte londinense. El mobiliario revelaba un buen gusto casi ortodoxo. El sofá, cubierto por una funda de color crema, sin una sola arruga, todavía impecable, parecía un mueble caro y, por la austeridad del diseño, probablemente escandinavo. A cada lado de la chimenea había butacas que hacían juego con el sofá, pero cuyas fundas estaban algo más usadas. La chimenea en sí era una repisa moderna y sencilla de madera blanca, con un diseño liso. Y pudo ver que el fuego era uno de los nuevos modelos de estufa de gas, que daban la ilusión de carbones incandescentes y llama viva. Ella debía de encenderlo apenas oía el timbre, consiguiendo un bienestar y un calor instantáneos. Y si él no venía, si tenía trabajo en la Cámara o en su casa, o en el distrito electoral, y ello no le permitía acudir a su lado, a la mañana siguiente no habría cenizas frías para burlarse de ella con su fácil simbolismo.
Sobre el sofá había una hilera de acuarelas: cálidos paisajes ingleses de una calidad inconfundible. Creyó reconocer un Lear y un Cotman. Se preguntó si habrían sido obsequios de Berowne, tal vez un medio para transferirle a ella algo de valor de lo cual ambos pudieran disfrutar y que el orgullo de ella pudiera aceptar. La pared opuesta a la chimenea estaba recubierta por módulos ajustables de madera, que llegaban desde el suelo hasta el techo. Contenían un sencillo sistema estereofónico, clasificadores para los discos, un televisor y los libros de ella. Acercándose para inspeccionarlos y hojear algunos, vio que había estudiado historia en la Universidad de Reading. Prescindiendo de los libros y sustituyendo las acuarelas por unos grabados populares, aquel apartamento hubiera podido ser el de muestra en un bloque recientemente construido, seduciendo al posible comprador con un tristemente ortodoxo buen gusto. Pensó: hay habitaciones diseñadas para alejarse de ellas, tristes antesalas con un blindaje destinado a hacer frente al mundo real que hay más allá. Hay habitaciones a las que se ha de regresar, refugios claustrofóbicos contra la dura actividad del trabajo y la lucha. Esa habitación era un mundo en sí mismo, un centro tranquilo, acondicionado con economía y cuidado, pero que contenía todo lo necesario para la vida de su propietario; era un apartamento que representaba una inversión en algo más que en la propiedad. Todo el capital de ella había quedado anclado aquí, el monetario y el emocional. Contempló la hilera de plantas, variadas y bien cuidadas, lustrosamente saludables, alineadas en la repisa de la ventana. Sin embargo, ¿por qué no habían de aparecer saludables? Ella estaba siempre allí, para atenderlas.
Las dos mujeres regresaron a la habitación. La señorita Washburn llevaba una bandeja con una cafetera, tres grandes tazas blancas, una jarra con leche caliente y terrones de azúcar. Ella se sentó ante la mesa de café, y Dalgliesh y Kate lo hicieron en el sofá. La señorita Washburn sirvió el café, incluida una taza para sí misma, que trasladó después a su asiento junto al fuego. Tal como supuso Dalgliesh, el café era excelente, pero ella no lo probó. Les miró a los dos y dijo:
– El locutor de la televisión ha hablado de heridas de arma blanca. ¿Qué heridas?
– ¿Así se ha enterado usted, por las noticias de la televisión?
Ella dijo con amargura:
– Desde luego. ¿De qué otro modo iba a enterarme?
Dalgliesh se sintió invadido por una compasión tan inesperada y aguda que por un momento no se atrevió a hablar. Y con la compasión llegó también una oleada de indignación contra Berowne, que le asustó por su misma intensidad. Seguramente, aquel hombre se había enfrentado a la posibilidad de una muerte repentina. Era una figura pública y debía de saber que siempre había un riesgo. ¿Había existido alguien a quien él pudiera confiar su secreto? Alguien que pudiera haberle dado la noticia a ella, visitarla, prodigarle al menos el consuelo de que él había pensado en ahorrarle dolor. ¿No pudo haber encontrado tiempo en su vida excesivamente atareada, para escribir una carta que pudiera serle entregada en privado a ella si él moría inesperadamente? ¿O había sido tan arrogante como para creerse inmune a los riesgos que corren otros mortales: un infarto, un accidente de coche, o una bomba del IRA? La ola de indignación remitió, dejando una resaca de disgusto. Pensó: «¿No es así como me hubiera comportado yo? Nos parecemos incluso en esto. Si él tenía un carámbano de hielo en el corazón, también lo tengo yo».
Ella repitió obstinadamente:
– ¿Qué heridas de arma blanca?
No había modo de explicárselo con suavidad.
– Tenía la garganta cortada. La suya y también la del vagabundo que se encontraba con él, Harry Mack.
No sabía por qué, decirle el nombre de Harry resultaba tan importante como lo había sido decírselo a lady Ursula. Era como si estuviera decidido a que ninguno de ellos olvidase a Harry.
Ella preguntó:
– ¿Con la navaja de Paul?
– Es probable.
– ¿Y la navaja todavía estaba allí, junto al cuerpo?
Había dicho cuerpo, no cuerpos. Sólo uno de ellos la preocupaba. Dalgliesh contestó:
– Sí, junto a su mano extendida.
– ¿Y la puerta del exterior estaba sin cerrar?
– Sí.
Ella dijo:
– Por consiguiente, dejó entrar a su asesino tal como había hecho con el vagabundo. ¿Acaso lo mató el vagabundo?
– No, el vagabundo no lo mató. Harry fue una víctima, no un asesino.