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– ¿Con cuánta frecuencia le veía?

– Tan a menudo como él podía abandonar lo demás. A veces disponíamos de medio día. Otras veces, de un par de horas. Él procuraba venir, camino de su distrito electoral, si estaba solo. A veces, no nos veíamos durante semanas.

– ¿Y nunca le sugirió el matrimonio? Perdóneme, pero esta pregunta podría ser importante.

– Si con ello se refiere a que alguien pudo haberle cortado la garganta para impedir que pidiera un divorcio y se casara conmigo, está usted perdiendo el tiempo. La respuesta a su pregunta, comandante, es un no; nunca me sugirió el matrimonio. Y yo tampoco.

– ¿Usted lo describiría como un hombre feliz?

No pareció sorprenderla la aparente irrelevancia de la pregunta, ni le concedió tampoco larga reflexión. Sabía la respuesta desde hacía largo tiempo.

– No, en realidad no. Lo que le ocurrió -y no me refiero al asesinato-, lo que le ocurrió en aquella iglesia, fuera lo que fuese, no creo que hubiese ocurrido si él se hubiera sentido satisfecho con su vida. Si nuestro amor le hubiera bastado. A mí me bastaba y era todo lo que yo quería, todo lo que necesitaba. Para él no era suficiente. Yo siempre lo había sabido. Nada era suficiente para Paul, nada.

– ¿Le dijo que había recibido una carta anónima en la que se hablaba de Theresa Nolan y Diana Travers?

– Sí, me lo dijo. No la tomó en serio.

– Pues la tomó suficientemente en serio como para enseñármela a mí.

Ella dijo:

– El niño que esperaba Theresa Nolan antes de abortar no era de él, si es eso lo que usted está pensando. No pudo haberlo sido. Él me lo hubiera dicho. Mire, fue tan sólo una de esas cartas anónimas que los políticos reciben día tras día. Están acostumbrados a ellas. ¿Por qué preocuparse ahora por eso?

– Porque algo que ocurrió durante las últimas semanas de su vida podría ser importante. Debe usted comprenderlo.

– ¿Qué pueden importar el escándalo o las mentiras? Ahora ya no pueden afectarle. No le pueden hacer ningún daño. Nada puede hacérselo. Nunca más.

El preguntó, con voz afectuosa.

– ¿Había cosas que a él le dolían?

– Era un ser humano, ¿comprende? Claro que había cosas que le dolían.

– ¿Qué cosas? ¿La infidelidad de su esposa?

Ella no contestó y él insistió:

– Señorita Washburn, lo que a mí más me interesa es atrapar a su asesino, no preservar su reputación. Ambas cosas no tienen por qué ser incompatibles. Yo procuraré que no lo sean, pero sé perfectamente lo que ha de venir en primer lugar. ¿No lo cree usted así?

Ella replicó con súbita vehemencia:

– No. Durante tres años yo he preservado su intimidad; no su reputación, su intimidad. Me ha costado muchísimo. Nunca me quejé ante él y tampoco me estoy quejando ahora. Conozco las normas. Sin embargo, estoy dispuesta a preservar su intimidad. Para él, era algo importante. Si no lo hago, todos estos años de discreción, de no dejarnos ver nunca juntos, de nunca poder decir yo: «Este es mi hombre, somos amantes»; siempre ocupando el segundo lugar después de su cargo, de su esposa, de sus electores, de su madre… ¿de qué hubiera servido todo esto? Y usted no puede devolverlo a la vida.

Siempre se producía esta exclamación cuando las cosas se endurecían: «Usted no puede devolverlos a la vida». Recordó su segundo asesino de menores, el escondrijo de fotografías pornográficas que la policía había descubierto en el apartamento del criminal, fotos indecentes de sus víctimas, patéticos cuerpos infantiles violados y expuestos a la vista. Fue su tarea, poco después de ser ascendido a inspector de detectives, pedir a una madre que identificara a su hija. Los ojos de la mujer miraron una sola vez la fotografía y después miraron al vacío, negando la identificación, negando la verdad. Había algunas realidades que la mente se negaba a aceptar, aunque fuese para ayudar al castigo, a la justicia. «Usted no puede devolverlos a la vida». Era el grito de un mundo totalmente derrotado, angustiado y dolido.

Pero ella volvía a hablar:

– Había muchas cosas que yo no podía darle. Sin embargo, pude darle secreto, discreción. He oído hablar de usted. Hubo aquel asunto en los Fens, aquel científico forense que fue asesinado. Paul me habló de él. Fue todo un triunfo para usted, ¿no es verdad? Usted dijo: «¿Y la víctima?». Pero ¿qué decir de las víctimas de usted? Yo espero que detenga al asesino de Paul. Generalmente, lo consigue, ¿verdad? ¿Se le ha ocurrido alguna vez calcular el precio de ello?

Dalgliesh notó que Kate se envaraba al oír aquella clara nota de desagrado y menosprecio. La joven siguió hablando:

– Pero tendrá que arreglárselas sin mí. En realidad, usted no necesita mi ayuda. No estoy dispuesta a revelar las confidencias de Paul sólo para que usted pueda apuntarse otro éxito.

Él repuso:

– Está también la cuestión del vagabundo muerto, de Harry Mack.

– Lo siento, pero nada me queda para llorar a Harry Mack, ni siquiera un poco de compasión. Estoy dispuesta a excluir a Harry Mack de mis cálculos.

– Sin embargo, yo no puedo excluirlo de los míos.

– Claro que no, pues éste es su trabajo. Veamos, yo no sé nada que pueda ayudarle a usted a resolver este asesinato. Si Paul tenía enemigos, nada sé de ellos. Le he hablado de él y de mí. Además, usted ya lo sabía todo. Sin embargo, no estoy dispuesta a dejarme involucrar más en este asunto. No quiero acabar en el estrado de los testigos, fotografiada camino del tribunal y descrita en primera página de los periódicos como «la amiguita de Paul Berowne».

Se levantó, lo que era la indicación para que se marcharan. Al llegar a la puerta, dijo:

– Quiero marcharme de aquí, aunque sólo sea un par de semanas. Dispongo de unas largas vacaciones. Si los de la prensa se enteran de mi existencia, no quiero estar aquí cuando ocurra. No podría soportarlo. Quiero marcharme de Londres, de Inglaterra, y usted no puede detenerme.

Dalgliesh contestó:

– No, pero seguiremos estando aquí cuando usted regrese.

– ¿Y si no regreso?

Había hablado con la débil aceptación de la derrota. ¿Cómo podía vivir en el extranjero, puesto que dependía de su trabajo, de su salario? Aquel apartamento tal vez hubiera perdido todo significado para ella, pero Londres seguía siendo su hogar y el trabajo había de resultarle importante por otras razones, aparte del dinero. Una mujer joven no llega a un puesto importante sin tener inteligencia y ambición, y trabajar de firme. No obstante, él contestó a su pregunta como si hubiera contenido alguna realidad.

– Entonces, yo tendría que ir a buscarla.

Ya en el coche, mientras se ajustaba el cinturón de seguridad, Dalgliesh dijo:

– Me pregunto si hubiéramos obtenido algo más de ella si usted la hubiera visitado a solas. Acaso hubiese hablado con más libertad si yo no hubiera estado presente.

Kate contestó:

– Es posible, señor, pero tan sólo de haber prometido yo mantener sus palabras como una confidencia, y no sé cómo me las hubiera arreglado en ese sentido.

Massingham, sospechó Dalgliesh, hubiera prometido guardar el secreto y después no habría tenido el menor escrúpulo en contarlo todo. Esa era una de las diferencias entre los dos.

– No -dijo-, usted no hubiera podido hacerlo.

IV

Una vez en New Scotland Yard, Kate irrumpió en la oficina de Massingham. Lo encontró solo, rodeado por sus papeles, y se dio la satisfacción de interrumpir su concienzuda pero poco entusiasta revisión de los informes sobre la investigación puerta a puerta, con un relato extenso de la entrevista. Kate había controlado con cierta dificultad su malestar en el camino de regreso al Yard, y estaba en buenas condiciones para una confrontación, preferiblemente con un varón.