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– ¡Ese tipo era un mierda!

– Bien, yo no diría tanto. ¿No te estarás mostrando demasiado dura con él?

– Es la misma historia de siempre. El señor se regodea con su éxito y ella está metida en el equivalente de un nido de amor Victoriano para atender a las necesidades de él cuando tiene un momento que dedicarle a ella. Es como si nos encontráramos en el siglo pasado.

– Pero no estamos en él. Ella ha optado por este camino. ¡Vamos, Kate! Tiene un buen empleo, un apartamento en propiedad, un buen sueldo, y una carrera con jubilación después. Podía haberle mandado al cuerno cuando se le hubiera antojado. Él no ejercía ninguna coacción sobre ella.

– Físicamente no, tal vez.

– No me salgas con una variante de aquella vieja canción de: «Es el hombre el que obtiene el placer y la mujer la que se considera culpable». Al fin y al cabo, la historia reciente está contra ti. Nada le impedía que lo mandase al cuerno. Pudo haberle presentado un ultimátum: «Puedes elegir: ella o yo».

– ¿Sabiendo cuál sería la respuesta?

– Bien, siempre existe ese riesgo, claro. Pero pudo haber tenido suerte. No estamos en el siglo pasado. Y él no es Parnell. El divorcio no hubiera perjudicado su carrera, al menos durante mucho tiempo.

– Pero tampoco la hubiera beneficiado.

– De acuerdo. Pongamos por ejemplo a tu amigo, quienquiera que sea. O cualquier otro individuo que pueda gustarte. Si tuvieras que elegir entre él y tu trabajo, ¿te resultaría tan fácil? Cuando te sientes tan inclinada a la censura, será mejor que te preguntes qué elegirías tú.

Este planteamiento la desconcertó. Probablemente, él sabía algo de Allan o bien lo había supuesto. No era posible conservar muchos secretos en el CID, y su propia reticencia acerca de su vida privada debía de haber estimulado la curiosidad. Sin embargo, ella no esperaba tal perspicacia por parte de él, ni tanta franqueza, y se sintió más bien incómoda. Dijo:

– Bien, de todos modos eso no aumenta mi respeto por él.

– Es que no tenemos que respetarle. A nosotros no se nos pide que le respetemos o que lo apreciemos, o que admiremos su política, sus corbatas o su gusto en cuestión de mujeres. Nuestra tarea consiste en echarle mano a su asesino.

Ella se había sentado ante él, súbitamente fatigada, y dejó que el bolso que llevaba colgado al hombro se deslizara hasta el suelo; después miró a Massingham mientras él empezaba a ordenar sus papeles. Le agradaba su despacho, intrigada por la diferencia entre la escasa masculinidad que había en él y el ambiente de la sala del departamento de asesinatos, al fondo del mismo pasillo. Allí, la atmósfera era densamente masculina, recordaba, pensó ella, la de una sala de oficiales, pero en cierta ocasión había oído que Massingham decía a Dalgliesh, con la socarrona malicia que sus subordinados consideraban ofensiva y que les recordaba el apodo de «El misil tierra-tierra» que antes se le había aplicado: «No es lo que llamaríamos un regimiento de primera clase, ¿no es verdad, señor?». Al departamento se le exigía investigar crímenes en alta mar y, generalmente, se le recompensaba con una fotografía enmarcada del buque en el que habían ocurrido los hechos. Estas fotos estaban colgadas en hileras regulares a lo largo de las paredes, junto con retratos firmados de jefes de la policía de países de la Commonwealth, emblemas y distintivos, testimonios también firmados, e incluso alguna que otra fotografía de una cena de celebración. Las paredes del despacho de Massingham estaban decoradas tan sólo con grabados en color de muy antiguos partidos de criquet, procedentes, suponía ella, de su propia casa. Estas gentiles evocaciones de veranos ya muy lejanos, los bates de formas extrañas, los sombreros de copa de los jugadores, las familiares torres de la catedral resaltando en un cielo inglés, el sombreado césped y las damas con miriñaque y sombrilla, fueron al principio motivo de leve interés para sus colegas, pero ahora apenas había quien advirtiera su presencia. Kate pensaba que su elección mostraba un hábil compromiso entre la conformidad masculina y el gusto personal. Por otra parte, difícilmente hubiera podido exhibir sus fotografías de los tiempos escolares. Eton no se consideraba exactamente inaceptable para la Policía Metropolitana, pero tampoco era una escuela de la que jactarse en aquel lugar.

Kate preguntó:

– ¿Cómo va la investigación puerta a puerta?

– Como era de esperar. Nadie vio ni oyó nada. Todos estaban sentados y pegados a la televisión, o bien ante el mostrador del pub El perro y el ganso, o bien en el vídeo. Ningún pez gordo, pero hemos capturado los pececillos de costumbre. Es una lástima que no podamos devolverlos al agua. Sin embargo, esto mantendrá atareada a la división.

– ¿Y los taxistas?

– No ha habido suerte. Uno de ellos recordó haber dejado a un caballero de mediana edad a unos cuarenta metros de la iglesia, y en un momento relevante. Le seguimos las huellas y resultó que visitaba a una amiga suya.

– ¿Cómo? ¿En un nido de amor junto a Harrow Road?

– Tenía unas exigencias un tanto específicas. ¿Recuerdas a Fátima?

– ¡No me digas! ¿Todavía sigue en el oficio?

– Ya lo creo. Y también le da por husmear un poco por ahí en beneficio de Chalkey White. En estos momentos, la buena señora no está precisamente muy contenta de nosotros. Y Chalkey tampoco.

– ¿Y el pasajero?

– Bien, él ha presentado una denuncia oficial. Acoso, intromisión en la libertad personal, todo lo de costumbre. Y hemos recibido seis confesiones sobre el asesinato.

– ¿Seis? ¿Tan pronto?

– Cuatro de ellas ya las teníamos antes. Todas de dementes. Uno lo hizo para protestar contra la política de los conservadores en el tema de la inmigración, uno porque Berowne había seducido a su nieta, y otro porque el arcángel Gabriel le dijo que lo hiciera. Todos han dado horas equivocadas. Todos utilizaron un cuchillo y no una navaja, y no te sorprenderá saber que ninguno de ellos pudo mostrarlo. Con una singular falta de originalidad, todos aseguran haber arrojado el arma en el canal.

Kate dijo:

– ¿Te has preguntado alguna vez qué parte de tu trabajo es realmente efectiva en relación con lo que cuesta?

– De vez en cuando. Y ¿qué quieres que hagamos al respecto?

– Para empezar, perder menos tiempo con los peces pequeños.

– Vamos, Kate. No podemos elegir nuestras presas, al menos dentro de unos límites estrictos. Viene a ser lo que le ocurre a cualquier médico. No puede conseguir que toda la sociedad goce de buena salud, no puede curar al mundo. Se volvería loco si lo intentara. Se limita a tratar lo que se pone en sus manos. Algunas veces gana y otras veces pierde.

Ella dijo:

– Pero al menos no pierde el tiempo cauterizando verrugas mientras los cánceres carecen de tratamiento.

Massingham replicó:

– Qué coño, si el asesinato no es un cáncer, ¿qué puede serlo? En realidad, es probablemente la investigación sobre asesinatos y no los delitos comunes, lo que resulta más costoso. Piensa en lo que costó meter entre rejas al Destripador del Yorkshire. Piensa lo que este asesino nuestro va a costarle al contribuyente antes de que le echemos el guante. Si es que lo conseguimos. -Y por primera vez sintió la tentación de añadir: «Y si es que existe».

Massingham se levantó ante su mesa de trabajo.

– Necesitas tomar un trago. Te invito.

De pronto, ella casi sintió afecto por él.

– Vale -dijo-, muchas gracias.

Recogió su bolso y salieron juntos en dirección de la cantina de oficiales.

V

La señora Iris Minns vivía en un piso municipal en la segunda planta de un bloque cerca de Portobello Road. Aparcar cerca de allí en sábado, el día del mercado callejero, era imposible, y por tanto Massingham y Kate abandonaron el coche en el puesto de policía de Notting Hill Gate y continuaron a pie. Como siempre, el mercado del sábado era un carnaval, una celebración cosmopolita, pacífica aunque ruidosa, de la curiosidad, la simpleza, la codicia y la condición gregaria de la humanidad. Suscitaba en Kate recuerdos de sus primeros días en la división. Ella siempre había recorrido aquella calle tan concurrida con satisfacción, aunque rara vez compraba algo; jamás había compartido la obsesión popular por las chucherías del pasado. Y, pese a todo su aspecto de jovial camaradería, sabía que aquel mercado era menos inocente de lo que parecía. No todos los fajos de billetes de diversas monedas que cambiaban de mano encontrarían su camino hasta el pago de los impuestos. No todo el comercio se realizaba a base de los inofensivos artefactos del pasado. El número usual de visitantes incautos se encontrarían desprovistos de sus carteras o sus bolsos antes de llegar al otro extremo de la calle. Sin embargo, pocos mercados de Londres eran tan simpáticos, tan amenos y tan divertidos. Esa mañana, como siempre, entró en aquella calle estrecha y bulliciosa, notando que se le alzaba el ánimo.