Kate podía notar la ansiedad de Massingham para ir al grano, pero, como si también ella lo notara, la señora Minns dijo entonces:
– Debo decirles que también fue una gran impresión para mí. Aquella noche, lady Ursula me llamó poco antes de las nueve. Me dijo que era seguro que ustedes vendrían más tarde o más temprano.
– Por lo tanto ¿fue la primera noticia que tuvo usted sobre la muerte de sir Paul, cuando su madre la llamó para prevenirla?
– ¿Prevenirme? No me llamó para prevenirme. Yo no lo degollé, pobre señor. Ni sé quién pudo hacerlo. Pero la señorita Matlock bien hubiera podido tomarse la molestia de telefonearme antes. Siempre hubiera sido mejor para mí que oírlo en las noticias de las seis. Me pregunté si había de llamar a la casa, preguntarles si yo podía hacer algo, pero pensé que ya estarían lo bastante abrumados por otras llamadas para que también lo hiciera yo. Será mejor esperar, pensé, hasta que alguien llame.
Massingham dijo:
– ¿Y quién lo hizo fue lady Ursula, poco antes de las nueve?
– Eso es. Fue muy amable por su parte molestarse. Pero es que nosotras, lady Ursula y yo, siempre nos hemos llevado muy bien. Le llaman lady Ursula Berowne porque es la hija de un conde. Lady Berowne sólo es la esposa de un baronet.
Massingham dijo con impaciencia:
– Sí, ya lo sabemos.
– Bien, ustedes tal vez sí, pero hay millones de personas que no lo saben, ni tampoco les importa. Sin embargo, es mejor que lo sepan si es que piensan ustedes rondar Campden Hill Square.
Massingham preguntó:
– ¿Qué notó en ella cuando la telefoneó?
– ¿En lady Ursula? ¿Qué quieren que les diga? No se estaba riendo, desde luego, pero tampoco lloraba. No es cosa que ella suela hacer. Se mantenía tranquila, como siempre. Sin embargo, no me pudo decir gran cosa. ¿Qué ocurrió? ¿Fue un suicidio?
– No podemos estar seguros, señora Minns, hasta que sepamos más y tengamos los resultados de ciertas pruebas. Hemos de tratar el caso como una muerte sospechosa. ¿Cuándo vio usted por última vez a sir Paul?
– Poco antes de que se marchara el martes; creo que era alrededor de las diez y media. Yo estaba en la biblioteca. Había ido a abrillantar la mesa escritorio y él se encontraba allí, sentado ante ella. Entonces le dije que iría después, y él me dijo: «No, pase; señora Minns, en seguida me marcho».
– ¿Qué estaba haciendo?
– Como he dicho, estaba sentado ante su mesa. Tenía abierto su dietario.
Massingham preguntó secamente:
– ¿Está usted segura?
– Claro que estoy segura. Lo tenía abierto delante de él y lo estaba mirando.
– ¿Cómo puede estar tan segura de que era su dietario?
– Mire, lo tenía abierto delante de él y pude ver que era un dietario. Tenía diferentes días en la página, había fechas y él había escrito allí. ¿Cree que no reconozco un dietario cuando lo veo? Después, lo cerró y lo metió en el cajón de arriba a la derecha, donde suele guardarlo.
Massingham preguntó:
– ¿Cómo sabe dónde se guardaba usualmente?
– Mire, he trabajado en aquella casa nueve años. Me tomó la señora cuando sir Hugo era baronet. Una llega a saber muchas cosas.
– ¿Qué más se dijeron los dos entonces?
– No mucho. Yo le pedí si podía prestarme uno de sus libros.
– ¿Prestarle uno de sus libros? -Massingham frunció el ceño, sorprendido.
– Eso es. Lo había visto en el estante de abajo cuando limpiaba el polvo, y me interesaba leerlo. Está aquí, debajo del televisor, si le interesa. Una rosa crepuscular, de Millicent Gentle. Hacía años que no veía un libro suyo.
Lo cogió y se lo entregó a Massingham. Era un libro poco grueso, todavía con su cubierta en la que aparecía un galán de cabellos negros e increíblemente apuesto, que sostenía entre sus brazos a una muchacha rubia, con un fondo de rosales. Massingham lo hojeó rápidamente y dijo con un tono de jocoso desprecio:
– No creo que fuera su lectura predilecta, diría yo. Se lo enviaría, supongo, alguna de sus votantes. Está firmado por la autora. Me pregunto por qué se molestaba en guardarlo.
La señora Minns contestó con sequedad:
– ¿Y por qué no había de guardarlo? Millicent Gentle es una buena escritora. No es que haya escrito gran cosa últimamente, pero a mí me gusta mucho una buena novela romántica. Siempre es mejor que esos horribles libros de asesinatos. Yo no puedo soportarlos. Por consiguiente, le pregunté si podía prestármelo y me dijo que sí.
Kate se apoderó del libro y lo abrió. En la página de guarda habían escrito: «A Paul Berowne, con los mejores deseos de la autora». Y debajo estaba la firma, Millicent Gentle, y la fecha, el siete de agosto. Era la misma fecha en que Diana Travers se ahogó, pero al parecer Massingham no lo había notado. Cerró el libro y dijo:
– Devolveremos este libro a Campden Hill Square, si ha terminado de leerlo, señora Minns.
– Como ustedes gusten. No pensaba quedármelo si es eso lo que ustedes sospechaban.
Massingham preguntó:
– ¿Y qué más ocurrió después de decirle él que podía llevarse el libro?
– Me preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando en Campden Hill Square. Le contesté que nueve años. Entonces me dijo: «¿Han sido buenos años para usted?». Yo le dije que habían sido para mí tan buenos como para la mayoría de la gente.
Massingham sonrió y repuso:
– No creo que él se refiriese a eso.
– Sé perfectamente a qué se refería. Sin embargo, ¿qué esperaba que dijera yo? Hago mi trabajo y ellos me pagan cuatro libras por hora, que está por encima de lo corriente, y también me pagan el taxi hasta mi casa si salgo después de anochecer. No me quedaría si este empleo no me conviniera. Pero ¿qué esperan ellos a cambio de su dinero? ¿Afecto? Si él quería que yo dijera que había pasado los mejores años de mi vida en Campden Hill Square, se quedó con las ganas. Ahora bien, todo era diferente cuando vivía la primera lady Berowne.
– ¿Qué quiere decir con eso de diferente?
– Pues eso, diferente. La casa parecía más viva entonces. Me gustaba la primera lady Berowne. Era una señora muy agradable. No es que durase mucho, pobre criatura.
Kate preguntó:
– ¿Por qué siguió trabajando en el número sesenta y dos, señora Minns?
La señora Minns volvió sus ojillos brillantes hacia Kate y se limitó a contestar:
– Me gusta abrillantar los muebles.
Kate sospechó que a Massingham le tentaba preguntar qué opinaba ella acerca de la segunda lady Berowne, pero en todo caso decidió mantenerse en la directriz principal del interrogatorio.
– ¿Y qué ocurrió después? -inquirió.
– Salió.
– ¿De la casa?
– Eso es.
– ¿Puede estar segura?
– Mire, llevaba puesta la chaqueta, cogió aquel gabán que tenía, atravesó el vestíbulo y oí abrirse y cerrarse la puerta principal. Si no era él quien salió, ¿quién iba a ser?
– Pero en realidad usted no le vio salir.
– Nunca le seguía hasta la puerta para darle un beso de despedida, si es eso lo que quiere decir. Tengo mi trabajo allí. Sin embargo, ésa fue la última vez que le vi en este mundo, y no espero verle de nuevo en el otro, puede estar bien seguro.
Tal vez por prudencia, Massingham no la siguió por este camino. Se limitó a preguntar:
– ¿Y está segura de que metió su dietario de nuevo en el cajón?
– No se lo llevó consigo. Oiga, ¿qué ocurre con el dietario? ¿No estará diciendo que lo robé yo o algo por el estilo?