Kate intervino:.
– No está ahora en el cajón, señora Minns. Desde luego, no sospechamos que nadie lo haya cogido. No tiene ningún valor. Sin embargo, parece como si faltara, y podría ser importante. Verá usted: si convino una cita para el día siguiente, no sería entonces muy probable que saliera de su casa con la intención de matarse.
La señora Minns, ablandada, dijo:
– Pues bien, no se lo llevó consigo. Vi cómo lo guardaba otra vez, con mis propios ojos. Y si volvió después para recogerlo, no fue mientras yo estaba en la casa.
Massingham preguntó:
– Eso es posible, desde luego. ¿Cuándo se marchó usted?
– A las cinco. Mi hora de costumbre. Friego todos los cacharros del almuerzo y hago mi tarea especial de la tarde. Unos días puede tratarse de la plata, y otros, del armario de la ropa blanca. El martes, quité el polvo de los libros de la biblioteca. Estuve allí desde las dos y media hasta las cuatro, cuando fui a ayudar a la señorita Matlock a preparar el té. Desde luego, él no regresó entonces, pues yo hubiera oído a cualquiera que cruzara el vestíbulo.
De pronto, Kate preguntó:
– ¿Diría usted que era un matrimonio feliz, señora Minns?
– Apenas los había visto juntos como para poder decirlo. Las pocas veces que los vi, todo parecía normal. Sin embargo, nunca compartieron el mismo dormitorio.
– Eso no es tan inusual -observó Massingham.
– Tal vez, pero hay unas maneras de no compartirlo y otras maneras de compartirlo, si sabe usted a lo que me refiero. Sepa que yo hago las camas. Tal vez ésta sea su idea del matrimonio, pero no es la mía.
Massingham dijo:
– No sería lo más apropiado para engendrar al siguiente baronet.
– Bien, yo me pregunté acerca de ello hace unas semanas. Vomitó su desayuno, y no es cosa corriente en ella. Pero creo que no sería muy probable. Le preocupa demasiado su figura. Le advierto que no es mala persona cuando está de buen humor, pero sí demasiado cargante. «Por favor, señora Minns, sea buena y deme mi bata.» «Señora Minns, usted es un ángel y va a prepararme el baño.» «Tenga la amabilidad, querida señora Minns, de prepararme una taza de té.» Dulce como la miel, siempre y cuando consiga lo que ella desea. Bien, yo diría que más o menos es así como ha de ser. Lo mismo ocurre con lady Ursula. Le tiene prácticamente sin cuidado que la señorita Matlock la ayude a bañarse y vestirse. Yo esto lo veo, aunque Matlock sea incapaz de verlo. Sin embargo, así es. Si una se acostumbra a que le preparen el baño, le sirvan el desayuno en la cama y le guarden las ropas, bien ha de cargar con algunos inconvenientes a cambio. Era diferente cuando lady Ursula era una niña, desde luego. Entonces, a los criados se les veía pero no se les oía. Se apretaban contra la pared cuando los señores pasaban ante ellos, para que ni siquiera se les viese. Entregaban el correo con guantes, como para no contaminarlo. Y todo el mundo se alegraba de tener una buena casa. Mi abuela ya servía, y por eso lo sé.
Massingham dijo:
– Entonces, ¿no había disputas, que usted sepa?
– Tal vez hubiera sido mejor que las hubiese. Él era demasiado educado, estirado podríamos decir. Y eso no es natural en un matrimonio. No, no había disputas, al menos hasta el martes por la mañana. Y a aquello apenas se le podía llamar disputa. Para disputar se necesitan dos. Ella chilló como para que la oyeran en toda la casa, pero a él no le oí decir ni pío.
– ¿Cuándo ocurrió eso, señora Minns?
– Cuando subí la bandeja con el desayuno de ella a las ocho y media. Lo hago cada mañana. Sir Paul solía ocuparse del de lady Ursula. Ella sólo toma zumo de naranja, dos rebanadas de pan integral, tostadas, mermelada y café, pero lady Berowne quiere un servicio completo. Zumo de naranja, cereales, huevo revuelto, tostadas, de todo. Sin embargo, nunca engorda ni un gramo.
– Hábleme de esa discusión, señora Minns. ¿Qué oyó usted?
– Llegaba a la puerta del dormitorio cuando la oí gritar: «¡Te vas a ver a esa puta! Pues no puedes hacerlo, ahora no. Te necesitamos, los dos te necesitamos. No permitiré que vayas». Algo por el estilo. Y entonces pude oír la voz de él, muy baja. No oí lo que decía. Me quedé ante la puerta, preguntándome qué había de hacer yo. Dejé la bandeja sobre la mesa junto a la puerta. Generalmente, así lo hago antes de llamar. Pero no me pareció correcto molestarles. Por otra parte, tampoco podía quedarme allí plantada. Y entonces se abrió la puerta y salió él. Estaba blanco como un papel. Me vio y me dijo: «Yo entraré la bandeja, señora Minns». Por lo tanto, se la entregué. Dado su aspecto, fue un milagro que no la dejara caer allí mismo.
Massingham insistió:
– ¿Pero entró con ella en el dormitorio?
– Eso es, y cerró la puerta y yo regresé a la cocina.
Massingham cambió la orientación de su interrogatorio y preguntó:
– ¿Entró alguien más en la biblioteca aquel martes, que usted sepa?
– Entró ese señor Musgrave, del distrito electoral. Esperó desde cosa de las doce y media hasta cerca de las dos, pensando que tal vez sir Paul regresara para almorzar. Entonces desistió y se marchó. La señorita Sarah llegó alrededor de las cuatro. Había ido a ver a su abuela. Yo le dije que no esperábamos a lady Ursula para el té, pero ella contestó que esperaría. Después, al parecer, también ella se cansó de esperar. Debió de salir por su cuenta. Yo no la vi salir.
Massingham siguió interrogándola acerca de Diana Travers. Kate pensó que no tenía él tanta fe como ella en la creencia del jefe en la posible relación de las muertes de las dos jóvenes con el asesinato de Paul Berowne, pero no por ello dejó Massingham de hacer lo que de él se esperaba. El resultado fue mucho más interesante de lo que cualquiera de los dos hubiera juzgado posible. La señora Minns dijo:
– Yo estaba allí cuando llegó Diana. Nos acababa de dejar María. Era española y su marido trabajaba en el Soho como cocinero, pero después se quedó embarazada de su tercer hijo y el doctor dijo que había de abandonar los trabajos fuera de su casa. María era muy trabajadora. Esas chicas españolas saben cómo se ha de limpiar una casa, eso hay que reconocerlo. Y entonces la señorita Matlock puso un anuncio en el escaparate del quiosco, al final de Ladbroke Grove, y así se presentó Diana. Ese anuncio no podía llevar allí más de una hora. En realidad, fue cosa de suerte. Yo nunca pensé que el anuncio tuviera ninguna respuesta. En estos tiempos, las buenas asistentas no han de mirar en los quioscos para encontrar trabajo.
– ¿Y hacía bien la limpieza?
– Nunca lo había hecho en toda su vida, era algo que se veía en seguida, pero tenía muy buena voluntad. Desde luego, la señorita Matlock nunca le dejó tocar las mejores porcelanas ni dar cera en el salón. Ella se ocupaba de los cuartos de baño y los dormitorios, preparaba las verduras y hacía parte de la compra. Se portaba bien.
– De todos modos, no dejaba de ser un trabajo un poco extraño para una chica como ella.
La señora Minns comprendió lo que su interlocutor quería decir.
– Desde luego, era una chica con una educación, eso saltaba a la vista. De todas maneras, no se le pagaba mal -cuatro libras por hora-, con una buena comida al mediodía si una está allí, y sin impuestos, a no ser que una sea lo bastante tonta como para pagarlos. Nos dijo que era una actriz en busca de trabajo y que deseaba un empleo que pudiera abandonar al momento si le salía algo. Oiga, ¿y por qué le interesa tanto Diana Travers?
Massingham ignoró la pregunta y prosiguió:
– ¿Se llevaban bien usted y ella?
– No había ningún motivo para que no fuera así. Ya le he dicho que era una chica conforme. Un poco fisgona, sin embargo. Un día la vi mirar en el cajón del escritorio de sir Paul. No me oyó hasta que me vio a su lado. No se inmutó en lo más mínimo, incluso se echó a reír. También preguntaba mucho acerca de la familia, pero poca cosa sacó de mí, y no digamos de la señorita Matlock. Sin embargo, no lo hacía con mala intención, sino porque le gustaba mucho charlar. A mí me caía bien. De no haber sido así, no la hubiese dejado venir aquí.