– ¿Quiere decir que ella vivía aquí? Eso no nos lo dijeron en Campden Hill Square.
– Claro, es que tampoco lo sabían. No había razón alguna para que lo supieran. Ella había empezado a comprarse un apartamento en Ridgmount Gardens y hubo un retraso. Los propietarios del mismo todavía no podían trasladarse a su nueva casa. Ya sabe lo que son estas cosas. Entonces, ella tuvo que dejar el lugar donde vivía y encontrar algo para un mes. Pues bien, yo tengo dos dormitorios y le dije que podía instalarse aquí. Veinticinco libras a la semana, incluido un buen desayuno. No está mal. No sé si al señor Smith esto le gustó mucho, pero de todos modos él tenía que salir igualmente para rondar por ahí.
Y había dos dormitorios, pensó Kate. Los negros ojos de la señora Minns se clavaron en Massingham, como desafiándole a preguntar acerca de los usuales arreglos para pasar la noche. Y entonces ella dijo:
– Mi abuela decía que toda mujer debería casarse una vez, que es algo que se debe a sí misma. Pero tampoco se trata de convertir esto en una costumbre.
Kate dijo:
– ¿Un apartamento en Ridgmount Gardens? ¿No hay allí unos precios un poco altos para una actriz sin trabajo?
– Es lo que pensé yo, pero ella me dijo que su padre la ayudaba. Tal vez fuese así o tal vez no. Tal vez fuese su padre, o tal vez fuese algún otro. El padre vivía en Australia, al menos esto me dijo ella. No era asunto de mi incumbencia.
Massingham dijo:
– Por lo tanto, se instaló aquí. ¿Cuándo se marchó?
– Sólo diez días antes de ahogarse, pobre criatura. Y no irá usted a decirme que hubiera algo sospechoso en aquella muerte. Yo asistí al juicio. Un interés natural, podríamos decir. Pero ni siquiera se mencionó el lugar donde trabajaba, ¿sabe usted? Yo diría que hubieran podido mandar una corona al entierro, pero no quisieron saber nada del asunto, ¿sabe?
Massingham preguntó:
– ¿Cómo pasaba ella el tiempo mientras vivía aquí con usted?
– Apenas la veía. No era cosa de mi incumbencia, ¿comprende? Dos mañanas por semana trabajaba en Campden Hill Square. El resto del tiempo estaba fuera, para sus audiciones, decía ella. Salía bastante por la noche, pero nunca trajo a nadie aquí. No daba ningún problema y siempre lo dejaba todo limpio y ordenado. Desde luego, no la hubiera dejado vivir aquí si yo no hubiese sabido ya esto. Entonces, la noche después de haberse ahogado, antes incluso de que comenzara la encuesta, cuando ella todavía no llevaba muerta veinticuatro horas, se presentaron aquellos dos individuos.
– ¿Aquí?
– Eso es. Precisamente cuando yo acababa de regresar de Campden Hill Square. Estoy segura de que esperaron sentados en su coche a que yo llegase. Me dijeron que eran sus abogados y que venían para recoger cualquier cosa que hubiera podido dejar aquí.
– ¿Le enseñaron algún tipo de identificación, alguna autorización?
– Una carta de la firma. Escrita en un papel de lujo. Y tenían una tarjeta, por lo que les dejé entrar. Sin embargo, yo me quedé junto a la puerta y vigilé lo que hacían. No les gustó, pero yo quería saber qué se llevaban entre manos. «Aquí no hay nada -les dije-. Vean ustedes mismos. Se marchó hace casi un par de semanas.» Registraron a fondo el lugar, e incluso levantaron el colchón. Desde luego, no encontraron nada. Un asunto extraño, pensé, pero como nada salió de él no dije ni palabra. No valía la pena armar jaleo.
– ¿Y quién creyó usted que eran aquellos dos hombres?
La señora Minns soltó una repentina y breve carcajada.
– ¿A mí me lo pregunta? ¡Vamos, hombre! Eran dos de los de ustedes. Polis. ¿Cree que no reconozco a un policía cuando veo a uno?
A pesar de la tenue luz arbórea de la habitación, Kate observó un leve rubor de excitación en el rostro de Massingham, pero éste era demasiado experimentado para seguir presionando. Optó por hacer unas cuantas preguntas inofensivas acerca de las tareas domésticas en Campden Hill Square y se dispuso a poner fin a la entrevista. Sin embargo, la señora Minns tenía sus ideas propias y Kate sospechó que deseaba comunicar algo en privado. Levantándose, preguntó:
– ¿Le importa que utilice su baño, señora Minns?
No sabía si había logrado o no confundir a Massingham, pero lo cierto era que él no podía seguirlas. Y, mientras la esperaba ante la puerta del baño, la señora Minns casi susurró:
– ¿Ha visto usted la fecha en aquel libro?
– Sí, señora Minns. El día en que Diana Travers se ahogó.
Los agudos ojillos brillaron de satisfacción.
– Sabía que usted lo habría advertido. Pero él no se ha fijado, ¿verdad?
– Creo que no. Al menos, no lo ha mencionado.
– Es que no se fijó. Conozco a esos tipos. Se las dan de muy listos, pero les pasa por alto lo que tienen ante las narices.
– ¿Cuándo vio usted el libro por primera vez, señora Minns?
– Al día siguiente, el ocho de agosto. Era por la tarde, después de llegar él a casa desde su distrito electoral. Debió de llevarlo consigo.
– Por consiguiente, ella pudo habérselo dado entonces.
– Es posible, pero tal vez no. De todas maneras, resulta interesante, ¿verdad? Sabía que usted lo había advertido, pero le aconsejo que se guarde este detalle. Ese Massingham está demasiado satisfecho de su persona.
Habían dejado atrás Portobello Road y caminaban por Ladbroke Grove cuando Massingham habló, después de reírse brevemente.
– ¡Qué habitación, Dios mío! Compadezco al misterioso señor Smith. Si yo tuviera que vivir allí y con ella, también saldría a rondar por ahí.
Kate replicó airadamente:
– ¿Qué hay de malo en la habitación o en ella? Al menos, es algo que tiene carácter, no como el edificio donde está, diseñado por algún burócrata con instrucciones para meter el máximo de viviendas allí con el menor gasto público. Sólo porque usted no haya vivido nunca en uno de ellos, no deja de haber personas que viven allí y les gusta… -Y añadió, recalcando la palabra-: Señor.
Él se rió de nuevo. Ella siempre tenía el puntillo de reconocerle su rango, cuando estaba enfadada.
– Está bien, está bien, admito que tiene carácter. Los dos tienen carácter: ella y su habitación. ¿Y qué hay de tan malo en el edificio? Yo pensaba que era bastante decente. Si el municipio me ofreciera un apartamento allí, lo tomaría de buena gana.
Y lo haría, pensó ella. Probablemente, a él le preocupaban menos que a ella los detalles de su propia vida, dónde comía, dónde vivía e incluso lo que llevaba puesto. Y resultaba irritante descubrir, una vez más, con qué facilidad, cuando se encontraba en compañía de él, caía ella en la insinceridad. Ella nunca había creído que los edificios tuvieran tanta importancia. Era la gente, y no los arquitectos, lo que podía afear un barrio. E incluso los Ellison Fairwheather Buildings hubieran estado perfectamente, de haber sido erigidos en un lugar diferente y llenados con personas diferentes. Él prosiguió:
– Y ella nos ha resultado útil, ¿no? Si tiene razón y él metió de nuevo el dietario en el cajón, y si podemos demostrar que no regresó…
Ella le interrumpió:
– Pero esto no va a ser fácil. Exigirá justificar todos los minutos de su tiempo. Y, por el momento, no tenemos ninguna pista acerca de adonde se dirigió después de salir de la oficina del agente inmobiliario. Tenía una llave. Pudo haber entrado y salido de nuevo en menos de un minuto.
– Sí, pero las probabilidades son de que no lo hizo. Después de todo, salió con su bolsa, y, obviamente, pensaba estar fuera todo el día e ir directamente a la iglesia. Y si lady Ursula consultó el dietario antes de las seis, cuando llamó el general Nollinge, entonces sabemos quién ha de ser nuestro primer sospechoso, ¿no te parece? Dominic Swayne.