No era necesario detallar tanto. Ella había comprendido la importancia del dietario al mismo tiempo que él. Dijo entonces:
– ¿Quién crees que eran aquellos hombres, los que hicieron el registro? ¿De la Sección Especial?
– Es lo que yo supongo. O bien ella trabajaba para ellos y la metieron en Campden Hill Square, o trabajaba para alguien o para algo mucho más siniestro, y la liquidaron. Desde luego, también puede que fueran lo que decían, o sea, empleados de un bufete de abogados buscando tal vez documentos, un testamento.
– ¿Debajo del colchón? Fue un registro de lo más profesional.
Y si eran de la Sección Especial, pensó ella, habría problemas. Dijo:
– Ellos nos informaron sobre la amiga de Berowne.
– Sabiendo que nosotros lo habríamos descubierto en seguida por nuestra cuenta. Eso es típico de la Sección Especial. Su idea de la cooperación es como la del ministro que contesta a una interpelación en la Cámara: la contestación ha de ser breve, precisa, procurando no decirles nada que ellos no sepan ya. Pero si ella estaba vinculada con la Sección Especial, habrá jaleo.
Kate preguntó:
– ¿Entre Miles Gilmartin y el jefe?
– Entre todos y cada uno.
Caminaron en silencio unos momentos y después él dijo:
– ¿Por qué te has llevado esa novela?
Durante un instante, ella tuvo la tentación de buscar alguna evasiva. Sabía que cuando el significado de aquella fecha le llamó por primera vez la atención, había planeado guardar silencio al respecto, efectuar una pequeña investigación privada, buscar a la escritora y ver si allí podía saber algo. Pero después la prudencia prevaleció. Si el dato resultaba importante, el jefe tendría que saberlo y ella podía imaginar cuál sería su respuesta ante ese tipo particular de iniciativa personal. Era una hipocresía quejarse de la carencia de cooperación entre los miembros del departamento, mientras ella trataba de realizar su tarea privada en la brigada. Contestó:
– La firma lleva la fecha del siete de agosto, el día en que Diana Travers murió.
– ¿Y qué? Ella lo firmó y lo envió por correo el día siete.
– La señora Minns lo vio la tarde siguiente. ¿Desde cuándo llega tan pronto el correo en Londres?
– Es perfectamente posible que lo enviara con sello de urgencia.
Ella insistió:
– Es mucho más probable que él viera a Millecent Gentle aquel día y ella se lo entregara personalmente. Pensé que podría ser interesante saber cuándo y por qué.
– Podría ser. Es tan probable como que ella lo firmara el día siete y después se lo dejara en su oficina electoral. -Y entonces sonrió-. Entonces, ¿esto es lo que tú y la señora Minns estabais cuchicheando allí como dos colegialas?
Le dedicó una leve e irónica sonrisa y ella comprendió, no sin irritación, que Massingham había sospechado su tentación de ocultar aquella prueba, y que la cosa le divertía.
VI
De nuevo en el Rover y camino del Yard, ella dijo de pronto:
– Yo no entiendo esto de la experiencia religiosa.
– Querrás decir que no sabes en qué categoría incluirla.
– Tú te criaste con eso, supongo. Te adoctrinaron desde la cuna, con oraciones infantiles, la capilla de la escuela y todas esas cosas…
Ella había visto la capilla de la escuela una vez que hizo una excursión a Windsor, y le impresionó. Éste era, al fin y al cabo, su propósito. Kate sintió interés, admiración, incluso pasmo, al caminar bajo aquella bóveda impresionante. Sin embargo, continuó siendo un edificio en el que ella se sentía como una extraña, que le hablaba de historia, privilegios, tradición, afirmando que los ricos, por haber heredado la tierra, podían esperar disfrutar de privilegios similares en el cielo. Alguien tocaba el órgano y ella se sentó para escuchar con placer lo que supuso debía de ser una cantata de Bach, mas para ella no hubo ninguna armonía secreta.
Él dijo, con los ojos clavados en la carretera:
– Estoy algo familiarizado con las formas externas, pero no tanto como mi padre. Él se siente obligado a ir a diario a la capilla, o al menos así lo dice.
– Yo ni siquiera siento la necesidad de esto, de la religión O de la oración.
– Eso es perfectamente natural. Les ocurre a muchos. Probablemente, formas parte de una respetable mayoría. Es una cuestión de temperamento. ¿Qué es lo que te preocupa?
– No me preocupa nada, pero esto de la oración es extraño. Al parecer, muchas personas rezan. Alguien hizo un estudio al respecto. Rezan aunque no estén seguros de a quién se dirigen. ¿Y el jefe?
– No sé de qué siente él necesidad, excepto de su poesía, su trabajo y su intimidad. Y probablemente por este orden.
– Pero tú has trabajado antes con él, y yo no. ¿Crees que en este caso hay algo que se le ha metido en la cabeza?
Massingham la miró como si estuviera compartiendo el coche con una desconocida, preguntándose hasta qué punto podía confiar prudentemente en ella. Después contestó:
– Sí, así lo creo.
Kate sintió que se había conseguido algo, cierta confidencia, una confianza. Insistió.
– ¿Qué es lo que le está pinchando, pues?
– Lo que le ocurrió a Berowne en aquella iglesia, supongo. Al jefe le gusta que la vida sea racional. Cosa curiosa por tratarse de un poeta, pero así es. Este caso no es racional. Al menos no totalmente.
– ¿Has hablado con él al respecto? Me refiero a lo que ocurrió en aquella iglesia.
– No. Lo intenté una vez pero lo único que pude conseguir de él fue: «El mundo real ya es suficientemente difícil, John. Hemos de procurar mantenernos en él». Y entonces, para no hacer el tonto, cerré la boca.
El semáforo cambió. Kate accionó la palanca de cambio y el Rover avanzó rápida y suavemente. Eran meticulosos en turnarse en la conducción. Él cedía el volante de buena gana, pero, como todos los buenos conductores, le desagradaba ser el pasajero y para ella era cuestión de puntillo estar a la altura de la competencia y rapidez de él como conductor. Sabía ella que él la toleraba, que incluso la respetaba, pero en realidad no se agradaban el uno al otro. Él aceptaba que el equipo necesitaba una mujer, pero, sin mostrarse abiertamente machista, hubiera preferido un hombre como acompañante. Los sentimientos de ella por él eran más firmes, formados por resentimiento y antipatía. Parte de ello, sabía Kate, era resentimiento de clase, pero en el fondo había un desagrado más instintivo y fundamental. Ella consideraba a los hombres pelirrojos poco atractivos físicamente y, fuera lo que fuese lo que hubiera entre ellos, no era, sin duda, el antagonismo de una sexualidad no reconocida. Dalgliesh, desde luego, sabía esto perfectamente y lo había utilizado como utilizaba tantas otras cosas. Por un momento, ella sintió una oleada de desagrado activo contra todos los hombres. Soy un caso extraño, pensó. ¿Qué me importaría, y me refiero a importar realmente, si Allan me dejara plantada? ¿Supongamos que tuviera la opción entre mi promoción o Allan, mi apartamento o Allan…? Tendía a entregarse a estos desagradables exámenes de conciencia, con sus opciones imaginarias y sus dilemas éticos, a pesar de que no resultaran intrigantes, puesto que ella sabía que nunca habría de afrontarlos en la vida real.
Dijo:
– ¿Crees que en realidad le ocurrió algo a Berowne en aquella sacristía?
– Debió de ocurrirle, pienso yo. Un hombre no abandona su cargo y cambia la dirección de toda su vida por nada.
– Pero ¿fue real? De acuerdo, no me preguntes qué entiendo yo por real. Real en el sentido de que este coche es real, tú eres real y yo soy real. ¿Estaba alucinado, borracho, drogado? ¿O bien tuvo en realidad…, bien, algún tipo de experiencia sobrenatural?
– Esto me parece improbable en un miembro practicante de la vieja Iglesia de Inglaterra, que es lo que se supone fue él. Esto es el tipo de cosas que cabe esperar en personajes de una novela de Graham Greene.